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En otros barrios, si hay pisos de alquiler, que no rentan menos de treinta mil pesetas mensuales, esto es, sobre poco más o menos, el sueldo medio de un español con automóvil. Y el caso es que este problema ya no es especifico de la ciudades. En mi pueblo, en Cremanes, la hermana de mi difunto tío Baruque cedió gratis una era a un pintor hace lo menos veinte años, únicamente por el capricho de que se edificara una casa nueva en el pueblo, cosa que no recordaban ni los más viejos de la localidad. Bien, pues ahora se pagan trescientas, cuatrocientas y hasta medio millón de pesetas por un huertecito de media obrada para levantar en él un chalé. Y aún le diré más, en una explanada que se extiende delante de la casa de mi difunta prima Casilda, la más antigua del pueblo, blasonada y con arco de dovelas en el zaguán, han construido un burdo edificio de cinco plantas, con pisos que no llegan a los ochenta metros cuadrados y se venden a dos millones de pesetas. ¿Para aproximar la ciudad al campo? Quiá, no lo crea usted, la gente de la ciudad acaba de descubrir los pueblos y en un impulso gregario, como son hoy todos los impulsos, se vuelca en ellos pero no para adaptar su vida al ritmo rural sino para transferir a ellos el espíritu hedonista y decadente de la gran ciudad.

Mi régimen de vida, desde la jubilación, no puede ser más metódico. Me levanto sobre las diez de la mañana, dedico una hora a mi aseo personal, desayuno y me encierro en el despacho, leo el diario y escribo, bien cartas, bien algún articulo para El Correo o para la Agencia Tres donde colaboro desde 1961. A la una me doy un largo paseo hasta la hora de comer. El itinerario varía de acuerdo con el clima y la estación aunque siempre procuro buscar aire puro. Tras el almuerzo, ojeo los periódicos de Madrid, veo un ratito la televisión, resuelvo un par de crucigramas y me lanzo a la calle pues rara es la tarde que no hay una conferencia, una exposición o un acto de interés. Al regreso, Querubina me lleva la cena a la sala en una bandeja y, bien arrellanado en un sillón, veo la televisión hasta el cierre. A las doce y pico me acuesto y leo un par de horas, no novelas españolas, de ordinario llenas de sexo y demagogia, sino novelas extranjeras de alcance mundial. Apropósito, ¿ha leído usted Holocausto? ¿Vio la versión de la novela en televisión? ¿No será un exutorio del capitalismo judío? Me gustaría conocer su opinión.

Con todo afecto,

E. S.

8 de junio

Querida amiga:

No, en contra de lo que usted cree, no soy un televidente empedernido. Entiéndame, suelo ver la televisión un ratito por las tardes, el final del telediario, «La Hora 15» y el espacio que sigue. Y no todos los días, por supuesto. De noche, sí. El tiempo que dedico por las noches a la televisión, rara vez baja de un par de horas.¿Qué quiere usted? Es la manera de disponer de un interlocutor al que puede usted callar la boca si le resulta inoportuno. Y aún le diré más: a mí no me parece la televisión tan mala como dicen. La televisión no es buena en ninguna parte, si lo fuera, si fuera objetivamente buena, sería mala, es decir el noventa por ciento de los espectadores que carecen de finura, de rigor intelectual, la reprobarían. El quid radica en no dejarse engatusar por la televisión, evitar pasarse ante el aparato las horas muertas. ¿Cómo? La receta es sencilla: seleccionando espacios. ¿Ha aprobado a seleccionar espacios, amiga mía¿ Hágalo, se lo recomiendo; es muy saludable. La caja, entonces, deja de ser tonta y pasa a ser entretenida, en ocasiones incluso enriquecedora.

Yo no vi la televisión con asiduidad hasta hace cosa de ocho años que me fracturé el peroné de la pierna izquierda, y estuve inmovilizado casi dos meses. Una mala pisada en el taller, sin la menor violencia. Según dicen hay ocasiones en que la disposición de las piernas en relación con el peso del cuerpo posibilita estas fracturas, accidentes tontos pero de enfadosas consecuencias.

Mi difunta hermana Rafaela sí era una televidente contumaz. En vacaciones y durante los últimos años, a raíz de su jubilación, permanecía horas y horas ante el televisor como hipnotizada. Consciente de su afición, y a pesar de que no los regalan, adquirí un receptor en color para sorprenderla. ¿Qué será esto del color que a todos nos encandila? Lo hombres llevamos dentro algo del niño que fuimos o del ser primario que se oculta tras el barniz de seres civilizados, de tal modo que anteponemos la imagen cromática al blanco y negro. Sin duda el color no le añade nada a la imagen como expresión artística pero convierte cualquier transmisión baladí en un pequeño espectáculo.

Mi difunta hermana Rafaela continuaba atractiva a sus setenta años. A veces, cuando estaba abstraída ante el televisor yo la observaba complacido, sin que ella se diera cuenta: su frente recta, que ella cuidaba de no despejar del todo; su nariz pequeña, de aletillas vibrátiles, sensuales; sus labios carnosos; sus pómulos prominentes y, ante todo, su piel, fresca y estirada, incluso en el cuello, sin pliegues. De chiquitito miraba a mi hermana como a una diosa, su cuello altivo, sus pugnaces pechitos insolentes, su cintura flexible inverosímil, realzada por la curvas rotundas, onduladas, de sus caderas. Era una belleza singular Rafaela, que acrecía con su actitud displicente, levemente desdeñosa hacia todo en especial hacia los hombres. Con Sergio, el capitán de Regulares, del que le hablé en otra carta, su actitud no cambió, al menos en apariencia. Jamás vi a mi hermana ensimismada, afligida o exultante por este motivo. Se dominaba o era una mujer fría que no experimentaba los sentimientos o las pasiones que mueven al resto de los mortales. No obstante, en principio, envidié a Sergio, luego, incluso, llegué a odiarle y, aunque esto no debiera decírselo, cuando cayó en Igualada simulé cierta contrariedad pero, en el fondo, me sentí liberado de un peso. Me resultaba insoportable la idea de que Rafaela me abandonara y tuviera otra casa con él. Necesitaba su presencia periódica, la certeza, cada vez que se ausentaba, de que volvería, y, también, aunque le parezca extraño su virginidad.

La señorita Paz, la maestra de quien me enamoré a los diez años, guardaba cierta semejanza con mi hermana. Aparte de ser maestra como ella, tenía la misma malicia relampagueante en sus pupilas oscuras, la misma calidad de carne. Ahora pienso que por eso me enamoré de ella y le dedicaba versos, algunos, Dios me perdone, rayando en lo erótico. Entre mi difunta hermana Rafaela y la señorita Paz había otra cosa en común: sus movimientos lentos, como emperezados y, al mismo tiempo, con algo felino, sinuoso, inquietante, cargado de sensualidad. El atractivo de Rafaela era de tal naturaleza que ni a mí, que era su hermano, me dejaba indiferente.

Voy a sincerarme con usted: creo que lo que en última instancia me decidió a tomar la pluma y escribirle después de leer su nota fue una curiosa coincidencia: mi difunta hermana Rafaela pesaba un kilo menos que usted, media lo mismo que usted, uno sesenta, y por lo que usted dice, tenía su mismo aire juvenil. Al leer su mensaje, me la imaginé talmente como ella era, grácil, insinuante, la tez oscura, las extremidades largas y flexibles, la mirada caliente…¿Me equivoco? Si no lo considera impertinente, me agradaría recibir una fotografía suya, una fotografía actual, a ser posible no de estudio. Aborrezco el artificio del estudio, la sonrisa estereotipada, el escorzo previsto, el retoque…En todo me gusta la espontaneidad, lo directo e improvisado. En las contadas ocasiones en que he acudido al estudio de un fotógrafo me he sentido cohibido, amedrentado como en la antesala del dentista. Luego, los preliminares: levante usted la barbilla, la mirada por encima de la cámara, las manos en el regazo, no se mueva… ¡Atroz! Finalmente el objetivo de la máquina apuntándonos. Realmente irresistible Prefiero sentir enfocado hacia mí el cañón de un revólver que una máquina de retratar, créame.

Este modo de supervivencia, la fotografía, no me tienta lo más mínimo. Antaño, en mi pueblo, la gente se retrataba al salir de la gripe, cada dos o tres años. Nunca me he explicado esa costumbre. Como es previsible, las cartulinas reflejan unos rostros ajados, macilentos, todavía con la tristeza de la enfermedad en los ojos. Digo yo que la finalidad estribaría en poderse mirar luego al espejo y comparar. «Cuánto he mejorado; cada vez me alejo más de la muerte». En todo caso se trataba de una excéntrica tradición que no creo perdure hoy ni entre los viejos. Los jóvenes, desde luego, son ya de otra manera.

Tal como la imagino, no merece usted tener una nieta de diez años, la mayor según me dice. Cierto que se casó joven y su hija no menos, pero así y todo. En cualquier caso, el hecho de convivir con su hija, su yerno, dos nietecitas y un hijo soltero le facilita a usted unas posibilidades de comunicación de que yo carezco, lo que tal vez explique sus desdén por el televisor.¿Qué falta le hace a usted? Mi caso es diferente. Y, desde esta altura de la vida, pienso a veces sino habría adelantado más casándome a tiempo. El matrimonio, como el suicidio, es contagioso. En mi familia han abundado los célibes. De cuatro hermanos vivos (nacidos fuimos ocho) únicamente se casó el mayor, Teodoro, y de la familia de mi difunta madre, sólo ella; sus hermanos Onofre, Bernardo, Sixto y Leoncio quedaron solteros y resultaron flojos, no alcanzó ninguno los setenta años y, a excepción de mi difunto tío Leoncio que emigró a la Argentina y reposa en La Chacarita, todos están enterrados en Cremanes.

Como podrá comprobar, los antecedentes familiares influyen en el hombre tanto como los genes y el medio, a no ser que sean los genes y el medio los que determinan aquellos antecedentes. Pero probablemente, si mi difunto tío Onofre, el patriarca, que gloria haya, se hubiera casado en su día, todos hubiéramos ido cayendo detrás, como los bolos. Los hombres, incluso las familias y las comunidades, nos regimos por rutinas.