Disculpe tanto pormenor familiar y reciba un saludo afectuoso de s.s.s.q.b.s.p.
E. S.
18 de junio
Querida amiga:
¡Oh, no, por favor! No recuerdo bien los términos de mi última pero creo que ni por broma debe usted considerarme un sátiro incestuoso. Con mi difunta hermana Rafaela, salvo los últimos años, a raíz de su jubilación, conviví poco, de ahí que, en cierto modo, la considerase una forastera. Y de ahí, acaso, también la deslumbrante fascinación que siempre ejerció sobre mí. ¿Enamorado yo de Rafaela? ¡Qué disparate! No debe usted concluir esto de mi ferviente admiración por ella. La asiduidad desmitifica y posiblemente, si Rafaela, como Eloína, no se hubiera separado de mi lado, nunca hubiera reparado en su altivo esplendor. Pero mi difunta hermana Rafaela venía para ausentarse y, cada vez que se presentaba, yo descubría en ella algo nuevo, un mohín, un gesto, un ademán que hasta aquel momento me había pasado inadvertido. Y, admito, incluso que, al abrazarla, me estremecía, como si estrechara entre mis brazos a una hermosa mujer ajena a la familia. Pero ¿cabe deducir de esto que estuviera enamorado de ella?
Anoche, ya acostado, le escribí a usted mentalmente esta carta media docena de veces y, a cada redacción, agregaba un matiz que consideraba concluyente. Ahora, en cambio, a pesar de tanto ensayo, me encuentro seco, el hilo conductor se ha roto y el venero de ideas que anoche fluía de mi cerebro se ha agotado. Me siento corto, torpe, sin recursos. Esta sequedad no es infrecuente en mí. Se diría que por las noches renazco de mis cenizas y mi cerebro entra en una fase de lucidez que no conoce durante el día. ¿Reminiscencias profesionales? No la digo que no. Lo cierto es que anoche, in mente, mi carta era razonada y persuasiva y hoy está muy lejos de serlo. Diríase que alguien ha pasado por mi cabeza un trapo húmedo como si fuera un encerado. ¿Cómo disuadirla a usted acerca de mis sentimientos hacia mi hermana? No acierto, mi cerebro es incapaz de organizarse. En ocasiones, ya en la cama, cuando algo por trivial que sea me desazona, tengo la fuerza de voluntad de levantarme y esbozar un guión en una cuartilla con objeto de apresar la coherencia, la estructura del discurso, lo que pretendo decir y en qué orden debo decirlo. Únicamente así, sabiendo hilvanado mi razonamiento, puedo acostarme tranquilo. Y ¿qué resuelvo con ello? Apenas nada. A la mañana siguiente ese guión no me orienta, no florece, es como un tronco sin savia, nada me sugiere. La víspera hubiera rellenado ese esqueleto con carne enjundiosa pero, tras una noche en vela, apenas soy capaz de arrimarle un poco de carroña para disimular su monda blancura. Lo que ayer era un esquema apretado y vivo, puesta en marcha de toda una serie, bien engarzada, de especulaciones, es hoy una relación de palabras inertes, sin proyección posible, como escritas por otra mano.
Pero volvamos al objeto de mi carta, ya que si hoy tomé la pluma fue para tratar de demostrarle a usted que en mi relación con Rafaela no existió nada turbio, ninguna inclinación indigna y, pese a mi cerebro atorado, de alguna manera he de cumplir mi propósito. Ya sé que usted bromea al llamarme sátiro incestuoso pero tampoco me absuelve del todo. Entre líneas subyace una reticencia socarrona, una deliberada voluntad de dejar las cosas en el aire, porque, en el fondo, usted está convencida de que con Rafaela yo pequé, al menos de pensamiento. Y llegados a este punto, yo me pregunto:¿cómo sujetar, controlar, dirigir, nuestro propio pensamiento? ¿No vuela el pensamiento, en ocasiones, con alas propias, ajeno a nuestro propósito, a nuestra voluntad?
De chiquito, allá en el pueblo, cuando anduve enamoriscado de la señorita Paz, la maestra, cada vez que me confesaba con don Pedro Celestino, el cura, le decía lo mismo: «Creo que he tenido malos deseos, señor cura». Y él, invariablemente, me respondía: «¿Cómo que crees? Y si no lo sabes tú, ¿quién va a saberlo?». Pues aquí donde me ve aún no he resuelto el problema. Aunque uno se diga con la boca o con la cabeza que no desea, tal vez desee. ¿Cómo impedirlo? ¿Basta con no plegarse a ese deseo, las más de las veces por que su satisfacción no está a nuestro alcance, para no quebrantar la ley moral? Otro tanto le digo de la envidia. ¿No lleva el envidioso el infierno en su pecado? ¿No daría media vida por no serlo, por no arrastrara cuestas tan pesada carga?
Pero dejémonos de disquisiciones morales. Hay otro extremo en la suya que no quisiera dejar sin comentario. ¿A santo de qué voy a tener reservas hacia los andaluces? Entiendo que el andaluz es un pueblo vital, al estilo napolitano en Italia, que si en su patria chica no da lo que tiene dentro es porque no se le facilita oportunidad. Me hacen gracia los andaluces y de manera especial las andaluzas siempre que no sienten plaza de graciosos oficiales. No sé si me explico. Hay andaluces que por el simple hecho de serlo se consideran en el deber de ser graciosos y andan todo el día de Dios de cuentos y chascarrillos. A mí, estos graciosos oficiales, no me divierten. Todo lo forzado, lo que exhibe ostentosamente una marca de fábrica, me encocora. Me gusta, en cambio, el andaluz espontáneo, con su ceceo y su chanza innatos, que no intenta hacer de su salero un espectáculo. Como ver mi opinión sobre los andaluces es positiva y el hecho de que usted sea sevillana, lejos de una tacha, es para mi un incentivo. Por si fuera poco mi mejor amigo, casi diría mi único amigo, Baldomero Cerviño, aunque oriundo de Galicia, es andaluz, de Cádiz.
Querubina me avisa para comer. Otro día seguiremos charlando. La fotografía que esperaba no llegó. ¿Cuándo? Escríbame. No podría prescindir ya de sus cartas. Con afecto,
E. S.
24 de junio
Mi querida amiga:
Gracias, muchas gracias, infinitas gracias. Al fin he recibido esta mañana su fotografía y puedo asegurarle que desde que Querubina me la entregó no he dado pie con bola. Parece mentira que cosa tan insignificante pueda provocar en un hombre hecho y derecho tamaña conmoción.
Como de costumbre, hoy me había levantado un poco obnubilado, y ni el baño tibio, ni un aseo meticuloso, consiguieron aventar mi malhumor. He leído varios libros sobre yoga y control de la mente y todos ellos coinciden en un punto: la importancia de la respiración como elemento relajador. Inspiraciones lentas, profundas y sostenidas y espiraciones súbitas, ruidosas y residuales como si nuestro cuerpo fuera un neumático al que pretendiéramos desinflar de un solo golpe. Según la filosofía oriental, del uso que hagamos de los pulmones depende, en buena medida, la insatisfacción o la plenitud. Y algún fundamento debe de tener esto cuando yo en el campo me siento más equilibrado y resistente por el mero hecho de respirar aire puro. Otra norma aconseja hacer lo que traigamos entre manos, aunque sea una tarea intrascendente, enfrascándonos en ella como si en su resolución nos fuera la vida. El simple hecho de asearnos, pongo por caso, realizado con pausa, reflexivamente, puede convertir nuestro organismo tenso en un cuerpo laxo y relajado. Movido por esta esperanza, yo he hecho del aseo cotidiano un verdadero rito: baño tibio, recreándome en la contemplación de mi vientre redondeado, emergiendo de las aguas espumosas como una isla, fricción, rasurado minucioso con hoja, a la antigua usanza, masaje del cabello, etc. Por regla general, inicio estas medidas higiénicas, mecánicas, apresuradamente, pero, poco a poco, voy frenando, serenándome, buscando una fruición en ellas, de tal modo que, cuando concluyo, suelo ser una persona controlada, dueña de sí misma. Naturalmente hay excepciones. Hay veces en que la misma pretendida delectación, la voluntad de imponerme un ritmo sosegado, acrecen mi nerviosismo. Tal me sucedió esta mañana, ignoro la razón, aunque sospecho que, al menos en parte, usted tuvo la culpa.
Desde su anteúltima carta me siento avergonzado y perplejo. Entre bromas y veras, usted ha venido a plantear la relación con mi difunta hermana Rafaela en unos términos ambiguos, inimaginables para mí. Con la mejor disposición me examino, analizo mis sentimientos de entonces, los detalles contradictorios de mi trato con ella, pero no llego a conclusiones definitivas, en rigor no llego a ninguna conclusión. Este afán por alcanzar la luz y el convencimiento de no poder llegar nunca a la luz me desazonan y confunden.
Esta mañana no hallé sosiego en el baño. Fallaron los viejos trucos orientales; todo falló. Y cuando salí del aseo y sorprendí a Querubina, mi ama de cura, barriendo la sala con el escobón de la cocina, perdí los estribos y la armé un trepe desproporcionado. Ella me miró aquiescente, con su sumisa mirada perruna, sin decir palabra y esto me sublevó aún más. A la espiral de la ira, cuando nos asalta, hay que ponerle un tope para evitar la histeria. Los desahogos verbales no conducen a nada, a lo sumo a que nuestra cólera, que no nos impide reparar en la irrisoriedad de nuestras explosiones, se desborde y nos lleve a la ofuscación absoluta y completa. A veces pienso que muchos crímenes pasionales no se originan en el odio a la víctima sino en el odio a nosotros mismos, al desprecio que nos merece nuestra conducta arbitraria y, objetivamente considerada, grotesca.
En esta tesitura me encontraba esta mañana cuando llegó su carta con la fotografía. ¿Puede usted creer que todo cambió en un instante? Mi arrebato fue como uno de esos pequeños incendios abortados por el extintor de nieve carbónica. Cedió enseguida. Sonreí a Querubina que me entregaba el correo y me encerré en el despacho para que nadie me importunase. Y aquí me tiene usted, ante su vera efigie. De la edad de su nietecita (porque no dudo que ser su nietecita la niña a la que usted hace cosquillas)deduzco que la fotografía debe de tener cinco o seis años. ¿Me equivoco? Y de su inactualidad colijo que tampoco es usted amiga de fotografías.
Del retrato me agrada, en particular, su sonrisa, una sonrisa franca, expansiva, frutal. No es la sonrisa de mi difunta hermana Rafaela. La suya, la de usted, es una sonrisa rubia, genuina, incondicional. La de ella, larvada y, en cierto modo, enigmática. Pero ¿qué importancia tiene eso? Hay muchas sonrisas bellas o, mejor, hay belleza dentro de muchas sonrisas. Sus ojos son azules, ¿no es cierto? Los ojos claros son proclives a la miopía. ¿Usa usted gafas? ¿Lentillas tal vez? El riesgo de las lentillas estriba en su desprendimiento inesperado. Si estamos solos nos vemos disminuidos para encontrarlas y, si en compañía, no nos queda otro remedio que declarar la pérdida, esto es, hacer manifiesta nuestra deficiencia, si aspiramos a granjearnos una ayuda.
Yo soy miope desde chiquito, aunque mi difunto hermano Teodoro se negó a comprarme gafas alegando que ningún niño en el pueblo las usaba. Y, en verdad, no le faltaba razón. Las gafas, en aquel tiempo, eran adminículos propios de viejos o de gentes urbanas, signo de inferioridad en todo caso. La compensación de la miopía precoz es que nos vacuna contra la presbicia. ¿Utiliza usted lentes para leer? Yo leo fácilmente sin ellos, bien que aproximando el libro a los ojos, pero no experimento la menor fatiga, es decir, la fatiga, cuando se produce, es una fatiga psíquica, un cansancio mental, nunca de los ojos.