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Del conjunto de su fotografía, me atrae especialmente su vivacidad, perceptible en sus facciones y ademanes, su candorosa apariencia juvenil. Creo que su afirmación en La Correspondencia a este respecto era exacta. Usted es lo que por aquí decimos una viuda de buen ver. De sus brazos desnudos y, especialmente, de su cuello, infiero su buena calidad de carne. Yo antepongo a todo la calidad de carne. La calidad de carne es esencial en una mujer y, especialmente, en una mujer madura. Y no me refiero a la celulitis ahora. Me repelen lo mismo unas carnes fofas, fláccidas, blancas, que unas carnes secas, grasientas o musculadas. Odio el vello excesivo, pero no menos esas piernas depiladas, desguarnecidas, frías, como la piel de un reptil. Carnes prietas, densas, contenidas por una piel dorada, sedosa, de vello corto, suave y rubio como el de los melocotones, eso es. No se trata de estar más o menos llena, más o menos flaca, entiéndame, sino simplemente deque la carne, mucha o poca, que recubre el hueso, sea de buena calidad.

Mi difunta hermana Rafaela, durante los veranos en el pueblo, se tendía todos los días medio desnuda, a mi lado, en la galería. Era una de esas mujeres heliófagas, devoradoras de sol; nunca se saciaba. Y a mí me asombraba comprobar que el tiempo resbalaba por ella, que sustancialmente su cuerpo no varió de los treinta a los setenta años: los mismos muslos corridos, tersos, elásticos; los mismos pechitos erguidos, desafiantes; la misma cintura frágil, sin grasas, quebradiza. El cuerpo de mi difunta hermana Rafaela, de una carne de alta calidad, era un cuerpo que retaba a los años, sobrevivía sin acusar estragos, únicamente la muerte pudo con él.

Y ahora una súplica: ¿no podría usted enviarme una fotografía de cuerpo entero, un primer plano? En ésta, en el revoltijo que compone con su nietecita que ríe y se retuerce mientras usted le hace cosquillas, apenas se perciben, con su rostro, los antebrazos y una pantorrilla bien torneada. Pero a mí me agradaría contemplarla entera, sola, en un retrato de personaje, sin argumento. ¿Se avendrá a complacer a este viejo admirador? Entiéndame, la presencia de la niña, que con su risa inocente refresca el cuadro, no me incomoda en absoluto pero dispersa mi atención, y es usted, sólo usted, lo que verdaderamente me interesa ahora.

El día 28 me trasladaré a Cremanes, a pasar el verano. Según mi amigo Protto Andretti, que aunque nacido en Villarcayo le apodamos El Italiano porque es oriundo de allá, los albañiles terminarán mañana. Dejar‚ pasar unos días para que la casa se oree y Nerea, una muchacha medio anormal que se gana la vida como puede, la limpie por encima, le quite a Querubina, mi ama de cura, lo más gordo. Esta muchacha. Nerea, ha bajado con sus padres, ya de edad, de una aldea de la sierra. Son, pues, los primeros inmigrantes de Cremanes desde el siglo XIX. De ordinario, los jóvenes se van pero nadie los reemplaza.

Otro día le enviaré mi retrato. Me impone un poco este paso. Usted lo ha afrontado con éxito, pero ¿tendré yo la misma suerte? Y concluyo ésta, ya demasiado extensa, pero su fotografía, su presencia en esta casa sin mujer, bien merecía de mi parte este modesto homenaje.

Sabe la estima y admira s.s.s.

E.S.

29 de junio

Querida amiga:

¿Es cierto que a través de mis cartas se trasluce una punta de escepticismo? Yo creo que el escepticismo, como las canas, llega con la vejez, se desarrolla con la edad simultáneamente a la comprensión. Se conoce que los años mellan nuestros resortes emocionales, nos hacen más incrédulos pero a la par más humanos. Quizá si me analizo por dentro acabaré dándole la razón. Desde chiquito he sido introvertido y, en consecuencia, poco proclive a la franqueza, apartadizo y desconfiado. Es posible que esta actitud defensiva sea común a todos aquellos que, por arriba o por abajo, excedemos la norma, quiero decir a los que somos demasiado altos o demasiado bajos, demasiado gordos o demasiado flacos, en una palabra, a los que, en mayor o menor medida, padecemos un complejo. ¿Tengo yo complejo de bajo? ¿De gordo, acaso? ¿Lo tuve ya de chiquitito? En cualquier caso, mi desconfianza está justificada; puede decirse que desde que nací me he encontrado a la intemperie. A mis padres no los conocí. Los quince primeros años de mi vida estuve desasistido como miembro de una comunidad. Mi pueblo no contaba, no existía en el mapa; si un mal viento lo hubiera arrasado un día, nada se hubiera alterado por ello. Más tarde, ya en la capital, tropecé con un sórdido individuo que, a pesar de mis pocos años, no vaciló en cargarme como un burro para repartir artículos entre la vecindad. Posteriormente, sin comerlo ni beberlo, me veo envuelto en una guerra de tres años. Y, finalmente, cuando logro enderezar mi vida acierto con mi vocación y estoy a punto de tocar el cielo con la mano, alguien me quita la tierra bajo los pies y me caigo para no volver a levantarme. ¿Qué le parece mi historia? Mi camino no ha sido ciertamente de rosas. Quizá este repertorio de calamidades no difiera, en sustancia, del de la mayoría delos mortales, pero a mi, por propia culpa o a pesar mío, que esto aún no he llegado a dilucidarlo, me faltó lo que otros tienen para poder afrontarlo con serenidad: compañía. Yo, por sino familiar o porque no la busqué, no hallé una persona que compartiera mi vida. ¿Fue mi hurañía causa o consecuencia de esta situación? ¿No encontré mujer porque soy huraño o soy huraño porque no encontré mujer? No me sería fácil determinarlo, ni adelantaría gran cosa con ello. Fue así y basta. En esto soy un poco fatalista. Achacar responsabilidades, a cosa pasada, no va conmigo, pero ello explica que, fuera del ámbito familiar, apenas dos personas se ganaran mi confianza a lo largo de mi vida: Ángel Damián, hoy imposibilitado, durante la infancia y, ya de adulto, mi compañero en el diario, Baldomero Cerviño.

Ángel fue un amigo cabal, imaginativo y generoso. A su lado pasé los mejores años de mi vida. Encontrar un eco en la infancia es importante y él me lo deparó. Luego, con los años, los sinsabores y la enfermedad, se ha vuelto taciturno y quisquilloso y ha habido tardes que, empujando su sillita de ruedas, nos hemos llegado hasta Cornejo sin cambiar más allá de dos palabras. En la vida, las cosas y las personas tienen su momento y, es obvio, que el de Ángel Damián ha pasado ya.

Mi amistad con Baldomero Cerviño, como amistad de adultos, ha sido más consecuente. Baldomero no es de aquí, nació en Cádiz y rodó luego por las delegaciones del Ministerio de Información de Lérida, Albacete y Segovia. Aquí encontró lo que buscaba, armonizar el periodismo con su cargo en el Ministerio, una mujer y una familia. Cuando ingresé de redactor en El Correo, aparte Bernabé del Moral, fue el único en tenderme una mano. Congeniamos bien. Almorzábamos juntos en una taberna una vez por semana y, luego, cuando se casó, en su casa, los jueves, rodeado de chiquitos que me llamaban tío. Baldomero es una persona equilibrada. Brillante y bien humorado, de todo saca partido. Y, luego, su físico, su noble testa patricia, de sedoso cabello blanco. que él sabe llevar airosamente sobre los hombros, con una altivez arrogante e inofensiva. Hace dos años, cuando falleció Esperanza, su mujer, pensé que se derrumbaría, pero no. Baldomero puede con todo. La desgracia tal vez nos hermanó más. Y si siempre hubo confianza entre nosotros, ésta ha aumentado en los últimos meses. Pero debo hablarle a usted con toda franqueza. Mi intimidad con Baldomero Cerviño no me releva de mi condición subordinada. Yo soy a Baldomero lo que Sancho a don Quijote o lo que Ciutti a don Juan Tenorio. Los hombres apuestos, inteligentes o intrépidos precisan para brillar, para agotar sus posibilidades de proyección social, de un segundón, de un contrapunto. Yo soy ese contrapunto, señora. Entiéndame, esto es así a pesar suyo, a pesar de Baldomero, quiero decir, de su bondad innata, de su generosidad sin medida. Él no hubiera podido evitarlo, como no puede evitar un imperceptible tono de condescendencia cuando trata conmigo.

Baldomero, la tertulia de los domingos, los amigos de Cremanes, he ahí los núcleos de mi vida de relación. ¿Poco para sesenta y cinco años? Seguramente, pero ello demuestra que no soy lo que se dice un hombre extravertido, sino al contrario, reservado y misántropo. Usted, ahora ha abierto una vía de comunicación con la que no contaba y me he encarrilado gustosamente por ella. Escríbame. Hábleme de sus cosas. No olvide la fotografía. Ignoraba que Silvia, su hija mayor, la casada con el diplomático, residiera en Ginebra. Yo pasé por Ginebra hace un montón de años. Una ciudad aséptica, de grandes espacios abiertos, opuesta en su concepción a nuestras apiñadas e invivibles colmenas. ¿No va ir usted a visitarla?¿Es Silvia la madre de las tres niñas o es la de Sevilla? ¿No desea usted un nieto, un varoncito? Piensa en usted su devoto amigo,

E. S.

4 de julio

Querida amiga:

Moisés Huidobro, el cartero, que accidentalmente hace las veces de alguacil, me entrega su carta, reexpedida desde la capital, con tres fechas de retraso. Con las prisas de última hora, olvidé decirle que me escribiera directamente aquí. No es preciso poner señas; Cremanes es un pueblo chico y todos nos conocemos. De esta manera ganaremos una fecha o tal vez dos.

Las cartas reexpedidas me decepcionan, son como cosas de segunda mano, revenidas, como si hubieran pasado una aduana o hubieran sido violadas previamente. En este punto soy un tanto susceptible. Antaño, durante las vacaciones, no permitía que mi difunta hermana Rafaela leyera el periódico antes que yo. Su anticipación me privaba del placer del descubrimiento y, por otro lado, se me antojaba que un periódico leído antes por otro había dejado de ser virgen, había perdido automáticamente todo su interés.

Le escribo a usted desde la galería encristalada de mi casa, donde mi difunta hermana Rafaela solía tomar el sol sobre una manta con unas sucintas braguitas y un sujetador. ¡Qué tiempos, Señor! La galería está ahora en sombras mientras que la ladera de enfrente y el Pico Altuna reverberan con el sol. Las cuestas, guarnecidas de roble en las cumbres y de pinadas de repoblación en los bajos, empujan la tierra al valle, surcando por el río Adarme, un aprendiz de río, en cuyas riberas, delimitándolos huertos, donde ayer apenas crecían unas zarzamoras pugnaces, se alza hoy un soto de castaños, olmos y pobos de cierta entidad que cuando, como ahora, son mecidos por la brisa, componen una sinfonía vegetal inquieta y grave muy difícil de describir.