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Me duele la torcida interpretación que hace su hijo de usted de mi ingreso en El Correo. Yo no entré, como él sugiere, por la puerta falsa sino por la única que encontré a mano. Los jóvenes de hoy todo lo simplifican, propenden ala iconoclastia y al maximalismo. En la vida, no hay puertas falsas ni puertas verdaderas, señora. Cualquier puerta es válida cuando es la Historia quien nos la abre. Puede estar seguro su hijo de usted que yo no organicé el Alzamiento Nacional. Soy apolítico, desde la infancia lo he sido, y de siempre he considerado la política como un mal necesario. Quiere decir esto, señora, que tanto me da que la moneda caiga de un lado como del otro, que salga cara o que salga cruz. Únicamente desde esta posición neutral puede emitirse un juicio objetivo. Y ni el de su hijo de usted lo es -es objetivo- ni lo era el de don José Miguel Ostos, presidente del Consejo, cuando, en desdichada ocasión, le oí decir que la Dirección General de Prensa no atreviéndose a incautarse de El Correo, había optado por ocuparlo. Con la mano en el corazón, señora, ¿puede considerárseme a mí, un hombre honesto, uno de los redactores más laboriosos y leales de la plantilla, como un ocupador? Admisible en el caso de Bernabé del Moral, un advenedizo, enemigo declarado de El Correo, director por m‚ritos de guerra, pero ¿por qué en el mío, un ser refractario a toda ideología, un simple trabajador? Modestia aparte, señora, mi ingreso en el periódico no reportó a éste más que beneficios, el primero, y esencial, el de controlar de cerca a Bernabé del Moral, lo que no quiere decir que participase de la idea del señor Hernández de considerarle «un polizón con la única misión de hundir el barco». Yo nunca fui un peón del Ministerio, señora, un testaferro, como apunta su hijo. Es cierto que no compartía la ideología del diario pero tampoco la de su timonel. Y aún puedo decirle más, mi labor durante aquellos años fue polifacética y abnegada aunque nadie, hasta la fecha, haya tenido la elemental cortesía de reconocerlo así.

Pero mejor que mis palabras, le convencerá de lo que digo el hecho de que el año cincuenta, enfermo de gravedad don Próspero Mediavilla, nadie puso objeción a que yo accediera al cargo de redactor jefe. Antes, a lo largo de diez años, había hecho calle, sucesos, cine y, por último, redacción de mesa, una tarea que en principio había menospreciado pero que se me hizo con la práctica atractiva y capital. Como en ningún caso mi trabajo, aunque prolongado, ocupaba todas mis horas, dediqué aquellos años a leer, primero a los grandes articulistas de la preguerra -Maeztu, Ortega, Unamuno- y después, en la Biblioteca Municipal, a los clásicos españoles, franceses y rusos. Total, lo crea usted o no, entre la Redacción, la Hemeroteca y la Biblioteca del Ayuntamiento, consumí diez años de mi vida, ajeno a todo lo que significase frivolidad. Mi afición por el periodismo era desmesurada, absorbente, y aunque sin una mira determinada, me preparaba para más altos destinos.

Las cosas parecieron encauzarse, como le digo, en el otoño del cincuenta, con el fallecimiento de don Próspero Mediavilla. Descartados dos compañeros por demasiado viejos, otros tres por demasiado jóvenes y mi inseparable Baldomero Cerviño por pluriempleado, Bernabé me nombró redactor jefe con el visto bueno de la empresa (oiga esto bien, señora, y trasmítaselo a su hijo: la empresa dio su conformidad en mi nombramiento). El cargo era engorroso puesto que, a falta de un director responsable, yo debía ordenar y distribuir el trabajo sin que Bernabé, cuyos prontos eran temibles, se considerase preterido y, al propio tiempo, conseguir la aquiescencia de la redacción como si legalmente los resortes del poder estuvieran en mi mano. Un delicado equilibrio del que, a Dios gracias, salí airoso puesto que no sólo evité roces y enfrentamientos sino que, en poco más dedos años, erradiqué el viejo vicio de la pérdida de los correos, aumenté la tirada en un veinte por ciento y conseguí doblar la publicidad.¿Qué le parece mi hoja de servicios?

Con el tiempo, la posición del director se fue haciendo insostenible hasta que, al iniciarse la década de los sesenta, se produjo un cierto reblandecimiento en el control de la prensa con lo que bastó un leve empujón de la empresa para desembarazarse de Bernabé, un hombre de paja y que, forzoso es reconocerlo, había entrado allí de cuña. Mi ascenso a la dirección parecía inevitable ya que no había a la vista ningún otro candidato idóneo. Cualquier observador desapasionado lo hubiera reconocido así. Y, sin embargo, amiga mía, prevaleció la política, prevaleció la ingratitud, y mi relación superficial, meramente amistosa, con Bernabé del Moral, se antepuso a mis méritos con lo que mi sueño de tantos años quedó truncado. Pero desmenuzar este doloroso episodio me llevaría demasiado tiempo. Dejémoslo para otro día.

Llevo un par de horas junto a usted, escribiéndole a usted, charlando con usted, y créame que ni mi cabeza ni mi pulso acusan el menor cansancio. La galería ya no está en sombras. El sol, próximo a su cenit, penetra ahora por el lateral de cristales e ilumina, en parte, el entarimado de enebro. La brisa ha amainado y el verde vallejo se adormece en un sopor canicular. No ser difícil que a la tarde truene. Sobre el corral vuelan las palomas que instalé hace dos años en la vieja panera de casa, apenas dos docenas pero animan la vista y, de cuando en cuando, me proporcionan unos palominos para la mesa, el manjar que más aprecio. ¿Los ha probado usted? El palomino es un bocado de príncipes, más fino si me apura que la perdiz y el faisán, de pechuga más tierna y esponjosa. Mi difunta hermana Eloína utilizaba una receta infalible. Anótela usted y pruébelos en la primera ocasión. Una profusa cama de cebolla, con una cucharada de aceite por unidad, un diente de ajo y una ramita de perejil. Deposítelos en ella, rehóguelos y póngalos a hervir a fuego lento, preferible de leña y carbón, en cocina económica. Pínchelos de cuando en cuando con un tenedor hasta que las púas alcancen el hueso sin resistencia. Sírvalos en caliente, sin destapar la cazuela. Una recomendación: no añada nunca agua. Es, ésta, una costumbre muy extendida ante el temor de que el pichón que de enterizo. A lo sumo, vierta en el guiso, antes de iniciarse el hervor, un chorrito de vinagre. Nada más. Usted me dirá, una vez que lo pruebe, si hay manjar más delicado en la tierra.

Disculpe tan larga epístola y reciba la amistad, y el afecto sincero de este s.s.s.

E.S.

P. D.: Acompaño una fotografía del invierno pasado. Es la última que me han hecho y no encuentro nada mejor.

10 de julio

Querida Rocío:

Nunca hasta hoy me decidí a escribir su nombre, se me antojaba excesiva confianza, una osadía, estamparlo sobre el papel; me limitaba a musitarlo cuando paseaba sin rumbo por la carretera, empujando el carricoche de Ángel Damián o cuando, a la noche, me recogía en casa a mirar su fotografía (¿para cuándo la próxima de cuerpo entero?) o a pensar en usted. Nobleza obliga y debo confesarle que su nombre, en abstracto, antes de colocarlo en su persona, no me agradaba, se me antojaba un nombre typical, con aire de castañuela, de feria andaluza y yo, usted debe saberlo todo, no soy hombre fiestero. Me asfixian las muchedumbres. Tal vez ame al hombre pero, desde luego, aborrezco a las multitudes. Usted puede encontrarme, si me pierdo, en cualquier parte, pero no me busque en un mitin ni en un partido de fútbol. Toda aglomeración se me hace hostil. La conciencia colectiva es homicida. ¿Nunca asistió al espectáculo de un árbitro acosado, triturado, por los improperios de millares de energúmenos? Deprimente. La indefensión humana ante la sociedad se patentiza ahí. Pues bien, su nombre, en abstracto, encerraba para mí, desde siempre, resonancias multitudinarias, festivas. Ahora, en cambio, al escribirlo, me he estremecido. ¡Qué dulce es! Es un nombre fresco, silvestre, reconfortante, alegre, sin connotaciones verbeneras. Rocío es usted, únicamente usted, y aunque en su tierra existan cientos de Rocíos, para mí, desde hace tres meses, no hay más que una.

Le sobra a usted razón, exijo mucho del físico de una mujer, tal vez demasiado. Instintivamente lo antepongo a otros valores y cuando prejuzgo que una fémina «vale poco» me estoy refiriendo exclusivamente a sus cualidades externas, a su físico, o sea que, antes que el ser pensante, habla en nosotros el animal. ¿Qué quiere? De barro somos. Y aún voy más lejos (aquí sobra toda hipocresía): prefiero, ya se lo dije, una noble calidad de carne a una cara bonita.

Se muestra usted, en cambio, poco indulgente cuando dice que pido mucho y doy poco a cambio, que consejos vendo y para mí no tengo. Soy bajo y rechoncho, no lo oculto, no soy ningún adonis, pero en los varones, pienso yo, eso no tiene importancia. El músculo sólo significa algo en los tarzanes de cine, en los supermanes. Un hombre sano nada tiene que envidiar de un hombre musculoso. En mi caso, además, las grasas están repartidas con equidad bajo una piel tersa, sin asomo de celulitis. No es una gordura fofa la mía. Es una gordura, para que usted me entienda, que todavía tiene remedio. Un poco de ejercicio, una dieta moderada y echar‚ fuera quince kilos tan pronto me lo proponga. Pero ¿puede usted decirme a quién ofende mi obesidad? El hombre no debe estar solo entre otras razones para no abandonarse. Mi difunta hermana Eloína se mostraba muy rígida en este punto, pero su debilidad por mi la inducía a verme alto, incluso espigado. El juicio de usted es más válido, no ya por exigente sino por objetivo. Mas yo pienso que lo que hay que mirar en un hombre es lo que hay dentro de su cabeza, lo demás es secundario. De ahí que me conforte que lo que más le agrade a usted de mi persona sea mi aire intelectual acentuado, sin duda, por la nueva montura de mis gafas. En cualquier caso, no va usted desencaminada, ya que, al margen de mi etapa de recadero, en mi vida he hecho otra cosa que leer y escribir. Mis manos son inútiles para cualquier menester que no sea sujetar una pluma. De ahí que, mi primera aspiración, a raíz de jubilarme, haya sido aprender a hacer algo con las manos, sembrar y recolectar, pongo por caso, ya que para imponerme en otras industrias es seguramente demasiado tarde.

Ignoraba que su hijo de usted estudiara en la Facultad de Ciencias de la Información y, con mayor motivo, que se interesase, para su tesina, por la etapa de censura previa de los primeros años de posguerra. La realidad no es tan luctuosa y flébil como él imagina, pero, si así lo desea, le hablar‚ de la imposición de directores, la destitución como medida precautoria, la reducción de cupos de papel, las consignas de obligado cumplimiento y otras zarandajas, aunque yo le aconsejaría que dejase dormir al pasado y proyectase su mirada sobre el porvenir. ¿Ha pensado su hijo de usted, por ejemplo, en el futuro del periodista español? No me choca que la juventud se sienta atraída por esta profesión, por lo que encierra de audaz, influyente y arriesgada, pero la verdad es que no es oro todo lo que reluce. ¿Conoce su hijo de usted la estadística de Le Figaro, según la cual con los periodistas españoles actualmente titulados podrían cubrirse las vacantes que se vayan produciendo, ¡en Europa!, hasta el año dos mil? Sombrío panorama. Y para acabar de arreglarlo, ahora salen con que la libertad de expresión es incompatible con la exigencia de un título, en una palabra que para ejercer de periodista no se va a necesitar mas que un bolígrafo y caradura. ¿Qué le parece? ¿Qué sentido tiene entonces nuestro esfuerzo, el esfuerzo de mi generación? Esto es, a mi juicio, y no las presiones, ni la censura, ya superadas, lo que merece un estudio a fondo. A los jóvenes de hoy les gusta ganar tiempo, perdiéndolo; entiéndame, haciendo cosas inútiles, estudios que no sirven para nada. El pasado jueves se instalaron en Cornejo, en la Casa del Museo, cuatro biólogos de nueva hornada que dedican el día entero a cazar ratones. Cuando charlo con ellos me sorprende su falta de pragmatismo. Hacen las cosas porque sí, para autojustificarse, por hacer que hacen algo. Al atardecer instalan sus cepos y por las mañanas los desmontan. Ésa es su tarea. ¿A qué conclusiones han llegado? ¡Pásmese usted! A que la peluda rata norteña, en contra de lo que afirman los manuales científicos, no es privativa del Pirineo sino que también se da en estos montes. Ellos se envanecen de su descubrimiento pero, a mi ver, señora, esto es tan superfluo como tratar de determinar el sexo de los ángeles. ¿De qué nos va a servir a los españoles de a pie que los manuales amplíen el área de dispersión de la peluda rata norteña? ¿Es que la presencia de la dichosa rata va a fertilizar nuestros campos? ¿Va a aumentar, acaso, la productividad o el nivel de vida de los españoles? ¿Qué lo mismo nos da, en una palabra, que la rata está un poco más arriba o un poco más abajo? Nuestro país es un país especulativo. Ahí tiene usted cuatro mozancones, en la flor de la edad, perdiendo el tiempo con los ratones y en setiembre nos faltan brazos para recoger la fruta, habrá que dejarla en los árboles como otros años.¿Adónde vamos a parar por este camino?