Este es el primer paso.
El segundo es romper el guión. Renunciar a él de cabo a rabo; y después, si todavía quiero un argumento (déjame llamarlo proyecto), entonces puedo escribir uno nuevo desde mi realidad, desde mis gustos y apetencias de aquí. Y de ahora.
Y, si es posible, escribirlo con lápiz, para poder borrar lo que quiera cuando tenga ganas.
Y, sobre todo, un argumento que esté siempre dispuesto a ser destruido y reemplazado por otro; uno nuevo más acorde con mi vida, con mi persona, con mi sentir de hoy.
CARTA 42
Amiguísima:
No, no creo en las metas.
La sensación que tengo frente a la palabra ”meta" es la de llegada, la de… ¿y después qué?, la de final…
En todo caso, prefiero hablar de objetivos.
El objetivo, siempre y cuando no sea utilizado para estructurar mi vida, en la medida en que me permite modificarlo permanentemente, puede ayudarme a lograr lo que quiero, lo que en realidad quiero. Es más, algunos de mis problemas aparecen cuando pierdo de vista el objetivo… Cuando dejo de saber qué es lo que quiero… Cuando abandono mi darme cuenta del para qué de mi conducta.
Cada una de nuestras conductas tiene siempre uno de estos tres objetivos:
I. Tiende a producir una modificación en el otro.
II. Tiende a producir un cambio en mí mismo.
III. Tiende a generar una descripción de un hecho o situación.
Repito: mi conducta es siempre aloplástica, autoplástica o descriptiva. No hay otra posibilidad. No quisiera que creyeras que estoy hablando de conductas “mas” o “menos” sanas. Lo sano, en todo caso, podría ser darme cuenta de cuál es el objetivo de mi conducta.
La conducta aloplástica aterriza sin remedio en el tema del manejo.
¿Manejar a los demás!
Para mí, cada vez que intento producir un cambio, una respuesta determinada o una modificación en vos, sin decírtelo abiertamente, estoy manejando.
Es un manejo que te diga "Tengo frío” cuando quiero significar “alcánzame un pullóver”.
Es un manejo creer que me hacés sentir mal, en lugar de darme cuenta de que soy yo el que se siente mal.
Es un manejo que te diga que te quiero, sólo para conseguir que me confirmes que vos también me querés. Es un manejo preguntarte algo, si no voy a confiar en tu respuesta.
Es un manejo seguir esperando que cambies, en lugar de actuar coherentemente con mi desagrado y alejarme yo. Es un manejo acusarte de ser un manejador, en lugar de asumir que soy yo el manejable, soy yo el que se deja manejar.
Es un manejo relacionarme con otra persona desde otro lugar que no sea mi auténtico ser yo mismo…
Entonces… ¿está mal manejar?
El punto no es si está bien o está mal. El punto es si sirve.
Yo creo que todo depende de con quién estoy.
Si estamos hablando de una relación íntima, de una relación nutritiva, de una relación que me importa, entonces ¿para qué manejar?
¿Para qué podría servirme (más que para creerme ”poderoso”) que hagas lo que yo quiero, porque yo ”conseguí” que lo hicieras?
Si hoy estás aquí conmigo y yo no quiero que te vayas me monto un terrible teatro de sentirme mal y vos, a partir de eso, decidís quedarte, ¿de qué me sirve que te quedes?
Si sos mi pareja y yo me comporto como un delirante de los celos para impedir que te relaciones con los otros ¿para qué me sirve esa ”lealtad”?
Sin embargo, no intimamos con todo el mundo. No nos relacionamos íntimamente con todas las personas que conocemos. Y es más: en este mundo en el que vos y yo vivimos, ¿sería deseable que yo me condujera con la misma absoluta autenticidad con cuanto individuo se me cruce?
¡Me contesto que NO!
Hace algunos años, una noche de viernes, estaba con Perla sentado en un bar de la calle Corrientes.
De repente, me doy cuenta de que son las nueve de la noche y recuerdo que había quedado con un paciente en que lo llamaría a esa hora. Le pregunto al mozo:
– Mozo, ¿hay teléfono público aquí?
– No, señor.
– ¿Dónde puedo encontrar un teléfono cerca?
– Hay uno a cuatro cuadras, pero no sé si funciona.
– Dígame, ¿en el mostrador no tienen teléfono?
– Sí, teléfono hay, pero el dueño no se lo presta a nadie.
– Gracias. Me levanto, me acerco al mostrador maquinando qué hacer para conseguir el teléfono. ¡Idea! Saco carnet credencial de médico.
– Buenas noches, señor. Mire, yo soy médico (muestro credencial) y necesito hacer un llamado. Es importante. Le pido que me preste el teléfono. (¡Manejo!)
– ¡No anda!
– ¿Le molesta si pruebo?
Con cara de asco, extiende una mano debajo del mostrador y saca un aparato, mientras con la otra (después me di cuenta) mueve una palanca pasando la línea a otro aparato.
Yo levanto el tubo y, por supuesto, no anda.
Lo miro con odio y con un sarcástico ”muy amable” (que por supuesto, ni lo inmutó), giro y comienzo a caminar hacia mi mesa…
Pero no llego a la mesa. Cinco pasos antes, siento la campanilla de un teléfono sonando. Ubico el sonido, proviene de un entrepiso a mi izquierda. Me doy cuenta de la jugada. Vuelvo a girar hacia el mostrador.
Al acercarme, noto que el señor no está a la vista. Lo busco. ¡Está escondido debajo del mostrador atendiendo la llamada!
Apoyo las manos en el mostrador y espero… Quiero putearlo.
Quiero romperle una silla en la cabeza. Quiero hacerle entender que es un imbécil.
Y entonces, en ese preciso instante en que el señor sale de su escondite y me mira entre asombrado y asustado, recuerdo que mi objetivo, mi más importante objetivo es hablar por teléfono…
Mi expresión cambia y, con mi mejor cara de estúpido, digo:
– ¡Qué suerte! Justo se arregló. Ahora me lo va a poder prestar…
Ya no lo puede evitar…
– Sí, sí, doctor. Hable nomás… ¿Manejo?
Sí. ¡Manejo!
A esto llamo yo: no perder de vista el objetivo.
CARTA 43
Claudia:
Todos tenemos una historia trágica.
Está compuesta por todos los hechos ”terribles” que nos ha tocado vivir, prolijamente ordenados, agrandados y archivados para justificar nuestras peores falencias.
En términos de Eric Berne, la historia trágica de nuestra vida es un gran "pata de palo”
El juego de la ”pata de palo” está simbolizado con claridad por un señor de cara lánguida y expresión lastimosa, que tiene puesta una camiseta que dice:
”¿Qué se puede esperar de mí, yo que tengo una pata de palo”
¿Quién no ha jugado alguna vez este juego?
¿Quién no tiene por lo menos una ”pata de palo”, lista como excusa funcional para explicar lo que no tiene otra explicación que nuestra propia responsabilidad?
Mi actitud como terapeuta consiste muchas veces en extirpar patas de palo:
– ¿Qué se puede esperar de mí…
… de mí, que perdí a mi madre desde tan pequeño… de mí, que no llegué a conocer a mis abuelos.