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Quizás más que mis palabras, pueda transcribirte las de ella, relatando su laboratorio:

Preparé mi bolso, recordé las instrucciones de Jorge: ropa cómoda, un almohadón y una manta. Me parecía estar por emprender un viaje. El laboratorio era en casa de Jorge, mi terapeuta, un chalet en Haedo.

Cuando entré, ya habían llegado todos (o eso me imaginé) y estaban sentados en el suelo sobre sus almohadones o mantas. El recuerdo que tengo ahora, es el impacto de cientos de colores y formas y caras y ojos y un clima muy cálido que me invadía y competía con mi ansiedad. Cuando me senté, la lucha dentro de mí, cesó y sentí paz. Me sentía inundada de un espíritu casi místico. Después, la música subió de volumen y se nos dio la primera consigna:

Mírense y déjense mirar. Era tan sencillo…

Sin embargo, a medida que nos recorríamos con los ojos, todo parecía menos sencillo. Algunas veces, mis ojos se enganchaban con alguna mirada, otras experimentaban la sensación de una carrera en pos de ojos que se escurrían y huían de los míos. ¿Estaría yo también huyendo de otros?

La segunda consigna era presentarse:

– Dejen afuera los datos que correspondan a una ficha de archivo. No nos importa cómo se ganan la vida, qué edad tienen, qué estado civil ni cuánto dinero hay en sus cuentas bancarias. Queremos saber quiénes son.

Para presentarse, cada uno lo haría desde el centro de la rueda. No había ningún orden preestablecido, las ganas de cada uno determinaban su turno.

Noté que no me animaba. (Pánico de escena’, como decía Perls). Llegué a pensar que no podría hacerlo, aparecía toda aquella timidez que a veces trato de esconder. De pronto me sorprendí, casi sin haberlo querido, levantándome y caminando hacia el centro de la sala. Pude. Mis propias palabras me tranquilizaban:

yo soy un poco cada uno de ustedes…

Y era cierto, me daba cuenta de algo que ya sabía: “me pasa lo mismo que a todos”.

Aprendí que el punto en común es nuestro ser personas (en el más estricto sentido de la palabra).

Hoy me pregunto si fueron nuestras cosas en común o nuestras diferencias, las que permitieron nuestro funcionamiento como grupo. Me contesto que fue la suma de ambas.

A pedido de los terapeutas, nos recostamos en el piso. Con su ayuda, nos relajamos e hicimos un ejercicio de exploración de los sentidos. Primero, sentir el aire entrando y saliendo de los pulmones. Pensar que respiro más de mil quinientas veces por día y en es momento me parecía que nunca antes había sido consciente del aire en movimiento en mis bronquios y pulmones. Redescubrí así el oído, el olfato, el gusto y, por último, el tacto: recorrer mi propio cuerpo, encontrar sus salientes, sus huecos, su temperatura, su textura…

Yo estaba muy sorprendida y también muy confundida. Era el final del primer encuentro. Se nos pidió que fuéramos a nuestras casas a descansar. La consigna era: “Hasta el día siguiente, hablar lo menos posible”. Esta tarea asignada buscaba, me pareció, provocar el contacto de cada uno consigo mismo.

Aumentar, como diría Perls, el darse cuenta del mundo de adentro. Y así fue. Nunca antes, creo, había sido tan consciente de mis sensaciones corporales y sensoriales.

Nuestro encuentro a la mañana siguiente fue muy cálido y sincero. Empezamos el trabajo con un ejercicio que debíamos hacer de a dos: uno adoptaría una postura corporal cerrada frente al mundo y el otro lo ayudaría a abrirse.

Recuerdo ahora lo hermoso de este contacto entre nosotros. Las caricias, el calor, el olor de mi compañero me llenaban de satisfacción. Y el placer de sentir que lo ayudaba a abrirse me hizo sentir feliz. Antes del almuerzo, realizamos un ejercicio que consistía en agredir en forma verbal a cada uno de los miembros del grupo. Debíamos agredirnos directamente, frente a frente. Como consigna, se nos indujo a conectarnos con nuestra propia capacidad de agresión. Nos pedían que fuéramos hostiles, que nos miráramos con rabia, que tratásemos de darnos cuenta de todo aquello que no nos gustaba del prójimo.

A medida que el ejercicio avanzaba, el clima se iba caldeando y muchos de los integrantes se levantaban cada vez con menor distancia de tiempo. Entretanto, el equipo terapéutico se había repartido hojas con el nombre de cada integrante, donde se registraba cada palabra utilizada como agresión.

Luego, durante el almuerzo, cada integrante debió representar el papel constituido por todas las agresiones que había dicho a los otros compañeros y que no reconocía como propias.

Con no poca sorpresa, cada uno de nosotros iba conectándose con las partes propias negadas por nuestra falsa búsqueda de aceptación. Las resumíamos como propias y nos responsabilizábamos por ellas.

Después realizamos un ensueño dirigido. Me guiaron en una visita a un imaginario museo de mi vida. Allí me encontré con situaciones importantes de mí historia y, por supuesto, con aquellas situaciones inconclusas que, para la Gestalt, están detrás de nuestras conductas inadecuadas. Todo el resto del laboratorio lo dedicamos a trabajar estas situaciones ensoñadas. Era maravilloso asistir al proceso de descubrimiento de cada uno de mis compañeros.

Sentí que, como yo, cada uno de nosotros estaba pendiente de todo lo que ocurría.

Presenciábamos la movilización, el trabajo, el hallazgo y, sobre todo, el cambio que casi mágicamente se producía cuando el que trabajaba cerraba su Gestalt encontrando un nuevo equilibrio.

Al final del sábado se dio una nueva consigna: caminar con los ojos cerrados, encontrarnos con los otros, sin saber con quién. El cuarto estaba a oscuras; debíamos en un primer momento buscar manos. Con nuestras manos, conocer, explorar, tocar, acariciar otras manos. Después, sentados en el piso, sobre las mantas, buscar pies, cuerpos y quedarnos conociéndolos el tiempo que deseáramos. Debíamos conocer muchos otros. Encontraba hermosos esos contactos, me sentía viva, reconocida. Todo se había convertido en un laberinto de manos que se entremezclaban con los pies, que se buscaban. Se formaba una alianza general alegre, divertida y simple. Se enlazaban las ganas mías de dar y recibir caricias y reconocimiento, con las de todos.

Se terminó la actividad del día sábado. Estaba agotada, pero feliz y querida. Sentía que amaba a todos los que estaban conmigo.

El domingo, me levanté con una sensación muy especial. Sabía que terminaba el laboratorio y adentro de mí se mezclaban los recuerdos: el placer de volver a verlos y el displacer de separarme de ellos.

Alrededor de las ocho de la noche, el laboratorio comenzó la parte final. Nos colocamos todos en rueda sosteniéndonos los unos a los otros, tomados de los hombros y realizando un pequeño movimiento libre de nuestro cuerpo. Jorge hablaba, preparaba nuestra despedida. Repitió la frase inicial del laboratorio y dijo que nos despidiéramos para siempre de todos, como si nunca más volviéramos a vernos, que si nos encontrábamos alguna vez, sería muy hermoso.

Nos despedimos… y me fui.

Al llegar a mi casa y acostarme, todavía podía sentir los abrazos, las miradas y las voces de mis compañeros. El día siguiente fue muy duro. Sentía que esa gente con quien había compartido tantas cosas era diferente a la que podía encontrar en la calle, en el trabajo, en el mundo real. Sentía que era muy difícil relacionarme con otras personas de esa manera pura, simple, honesta, con tan fuertes sentimientos y libre paso a la afectividad.

Pero sentía también que no estaba dispuesta aceptar relacionarme desde lo poco comprometido que ofrecen nuestras relaciones superficiales de todos los días.