– Sé tu papá.
– (Como papá) Es verdad y ¿sabés que?: Hijo, ahora me doy cuenta de que vos y yo somos iguales también en esto. Porque esto es lo mismo que te pasa a vos. ¿No es cierto?
– ¿No es cierto?
– Sí, es verdad.
– Contale a tu papá lo que sentís ahora.
– Papá, papito, siento que ya es tarde para vos. Siento que es tarde para esperarte y que me enseñes a recibir. Sin embargo, no es tarde para mí, papá. Quiero aprender a recibir, quiero aprender a dejarme sostener, quiero aprender a tener pares, papá, no hijos: pares. Y en cuanto a vos, papá, no voy a esperar más que recibas.
Me acuerdo de algo que leí sobre el amor y que puedo trasladar al dar.
Primero doy porque me dan después doy para que me den
después doy para que reciban lo que doy y por último, doy sólo por el placer de dar.
Hoy he crecido, papá, quiero darte por el placer de darte; no quiero enseñarte y no tenés qué enseñarme. Como dice Barry, quizás hoy sea tu ex-hijo…
– ¿Qué sentís?
– Alivio, placer, paz y en algún lugar, un poco de pena.
– ¿Querés decirle algo más a tu papá?
– Sí, que lo amo más que antes.
– Despedíte.
– Chau, papá…
– ¿Querés algo
– No. Gracias, Fritz.
CARTA 46
Claudia:
¿Cuál es la palabra? ¿Contento? ¿Pleno? ¿Satisfecho? ¿Tranquilo? ¿Realizado? ¿Bello? ¿Sereno? ¿Amarillo? ¿Rojo? ¿Plácido? ¿Expandido? ¿Encontrado? ¿Junto? ¿Maduro? ¿Adulto? ¿Alegre? ¿Musical? ¿Bien? ¿Indisoluble?
¿Fuerte? ¿Amado? ¿único?
¡Todo esto me siento!
Y, sin embargo, me sé:
Descontento… Vacío… Insatisfecho… Irritable… irrealizable… Horroroso… Inquieto… Gris… Negro… Intranquilo… Retraído… Desencontrado… Desunido… Inmaduro… Infantil… Triste… Silencioso… Malo… Desarmado… Débil… Odiado…
Uno más…
A pesar de todo esto, o quizás por todo esto, hoy me siento Feliz.
CARTA 47
Claudia:
Me conecto ahora con algo que muchas veces comento en el consultorio. La diferencia entre entender, comprender y aceptar. Aquí estoy otra vez con mi cargosa vocación por el significado de las palabras (¿qué diría Lacan de todo esto?).
Entender me suena a mental, a intelectual. Entenderte es asegurarte que mi computadora interna es capaz de decodificar tu mensaje; o que tu actitud es razonablemente lógica dados los hechos y las circunstancias. En última instancia, tu conducta (acción o expresión) está plenamente justificada.
Comprender más allá. La computadora no participa. Participa mi capacidad de ”sentir con”. Me identifico, soy capaz de sentir dentro de mí lo que decís, sentís, hacés.
¿Y aceptar? Aceptar es darme cuenta de que sos quien sos. Puede ser que no sea capaz de entenderte, quizás tampoco te comprenda. Sin embargo, si te acepto, podré no avalarte, no compartir con vos, pero NO te pediré que cambies, que te modifiques.
Entonces, la dimensión de la palabra rechazo cambia. Mi rechazo podría ser una forma de aceptarte, en la medida en que no exijo que te modifiques, que seas diferente, que tengas otra actitud para quedarte aquí.
Aceptarte podría ser:
“No me gusta tu actitud, me molesta tu forma de ser o pensar, no quiero compartir cosas con éste que sos, andáte o mejor me voy. Pero no te pido que cambies, por lo menos no para mí, no para conservarme, no para permanecer conmigo. Seguí siendo quien sos y si querés, buscá quien te quiera así, tal como sos. Porque te acepto, te rechazo.”
Dicho de otro modo, mi no aceptación es:
“¡Te quiero tanto! No nos separemos, pero vos tenés que cambiar esto o aquello. Tenés que dejar de ser así como sos. Si querés estar conmigo, hacé el esfuerzo y modificá esto y esto otro y así. Así estaremos juntos y felices…”
Y se me ocurre otra forma de no aceptación, también disfrazada de aceptación. Es vulgarmente conocida como idealización.
En verdad, si te idealizo es precisamente porque no te acepto. Si te aceptase, no necesitaría idealizarte.
No quiero que cambies. No para mí. Quiero aceptarte como sos aun cuando éste sea el camino de separarnos. Prefiero que te alejes de mí por ser como soy, a que permanezcas conmigo para cambiarme.
De todas maneras, si puedo elegir, elijo que me aceptes para quedarte, elijo aceptarte y tenerte cerca, tan cerca como ahora…
Es que ahora que te escribo, que te cuento estas cosas, que comparto con vos mis delirios, ahora estás aquí a mi lado, del mismo modo que me sentirás a tu lado -lo sé- cuando leas esta carta.
CARTA 48
Claudia:
Hoy murió Sara. Sara tenía 52 años. Sara sufría de cáncer.
Conocí a Sara hace un año. Llegó al consultorio con un cuadro depresivo. Me contó que hacía unos años había sido operada de un tumor de mama. Que el tumor era benigno, pero debía seguir un tratamiento profilácticamente.
Sara tenía una calidez muy especial. Charlamos mucho sobre su vida y la relación con sus hijos. Sobre el final de la entrevista, Sara me dijo que ella iba a ser uno de mis fracasos. Le dije que no alcanzaba a darme cuenta de lo que me quería decir. Contestó que había estado con varios terapeutas antes y no había recibido nada de ninguno de ellos. Llegó a la conclusión de que el problema era ella. Le respondí que no tenía ninguna posibilidad de ser mi fracaso; fracasar implica una expectativa previa y yo no la tenía con ella; yo le iba a dar lo que tenía y ella podría usar eso como quisiera. Para crecer, para mortificarse, para pasar el tiempo o para suicidarse. Eso era su decisión, no la mía.
Sara se quedó muy sorprendida y quedamos en seguir viéndonos.
Durante el siguiente mes, paseamos un poco por toda su vida. Sara tenía una estructura de personalidad muy sana.
Me sorprendía que físicamente estuviera tan desmejorada. Me trajo sus análisis clínicos con valores normales. Días después, a mi pedido, me entrevisté con su hijo mayor.
Sara estaba siendo engañada. Su tumor era maligno, había metástasis ósea en pelvis, columna y cráneo, una metástasis probable en cerebro y sus posibilidades eran nulas.
Le dije a su hijo que yo creía que Sara tenía derecho a saberlo, que era su vida y que no era honesto para con ella ocultárselo. Me contestó que era una decisión familiar y que no la iban a modificar y me pedía que me comprometiera a no revelarle la verdad.
Respondí que no era mi manera de trabajar: el engaño (?) la estafa, y que no estaba dispuesto a negarle a Sara una enfermedad que, por otra parte, yo estaba convencido de que ella sabía que tenía. Agregué que el paciente podrá negárselo pero, internamente, conoce su mal.
Sara dejó de venir, imaginé que influida por sus hijos y su marido.
De vez en cuando, me hablaba por teléfono y charlábamos unos minutos.
Pasaron los meses.
Hace tres semanas, me llamó desde el hospital. Estaba internada para ”un estudio” como otras veces; me pedía que la visitara. Lo hice. Sara estaba muy desmejorada, pálida, adelgazada y temblorosa. Me acerqué a su cama, le tomé las manos y sentí que apretaba las mías con fuerza. Me miró y me dijo: