Poirot movió la cabeza con gesto de aprobación.
—Una solución admirable. Tan clara... tan irónica... Por desgracia, el señor Shaitana no era un hombre de esa clase. Tenía muchos deseos de vivir.
—No creo que fuera muy escrupuloso —comentó la señora Oliver con lentitud.
—No; no lo era —respondió Poirot—. Pero estaba vivo... y ahora ha muerto. Y como le dije en cierta ocasión, tengo un concepto burgués del asesinato. Lo condeno, por completo.
Y luego añadió suavemente:
—Por lo tanto... estoy dispuesto a entrar en la jaula del tigre.
Capítulo IX
El Doctor Roberts
Buenos días, superintendente Battle. El doctor Roberts se levantó del sillón y alargó una mano grande y sonrosada que olía a una mezcla de jabón y ácido fénico,
—¿Cómo van las cosas? —preguntó.
Battle dio una ojeada a la confortable sala de consulta antes de contestar.
—Pues verá, doctor Roberts; hablando con propiedad, no van. Están paradas.
—Los periódicos no se han ocupado mucho del caso. Me alegro de que haya sido así.
—Sí; sólo aquello de: «Fallece repentinamente el conocido señor Shaitana, en una reunión que se celebraba en su propio domicilio.» Lo hemos dejado así, de momento. Se ha hecho la autopsia y he traído el informe... por si pudiera interesarle...
—Ha sido usted muy amable... me interesa... hum... hum... Sí, muy interesante.
Devolvió el papel.
—Nos hemos entrevistado con el abogado del señor Shaitana para enterarnos de las disposiciones de su testamento. No hay nada de particular en él. Por lo visto, tiene unos parientes en Siria. Después, como es lógico, hemos investigado todos sus documentos particulares.
Fue una ilusión o una realidad, aquella cara ancha y bien afeitada pareció estirarse un poco, endureciéndose sus rasgos.
—¿Y qué han encontrado? —preguntó el médico.
—Nada —replicó Battle sin apartar la vista de él.
No hubo ningún suspiro de alivio. Nada tan llamativo. Pero toda la persona de Roberts pareció descansar un poco más confortablemente en el sillón.
—Y por lo tanto, acude usted a mí.
—Ni más ni menos.
Las cejas del médico se levantaron ligeramente y sus astutos ojos se fijaron en los de Battle.
—Quiere dar un vistazo a mi documentación privada, ¿no es eso?
—Tal es mi idea.
—¿Trae una orden de registro?
—No.
—Bueno; de todas formas puede usted procurarse una fácilmente. No quiero crear dificultades. No es muy agradable ser sospechoso de asesinato, pero supongo que no puedo echarle las culpas a usted por llevar a cabo lo que indiscutiblemente es su deber.
—Muchas gracias, señor —replicó el policía verdaderamente agradecido—. Aprecio muchísimo su actitud y espero que los demás serán tan razonables como usted.
—Lo que no puede curarse debe sufrirse —dijo el médico con jovialidad.
—Ya terminé mi consulta aquí y estaba a punto de salir para empezar las visitas. Le dejaré las llaves y avisaré a mi secretario. Después puede usted revolver cuanto le plazca.
—Es usted muy amable —dijo Battle—. Pero antes de que se vaya, quisiera hacer algunas preguntas.
—¿Sobre lo de la otra noche? Creo que ya se lo dije todo.
—No. Referente a usted mismo.
—Muy bien; pregunte. ¿Qué desea saber?
—Sólo un ligero bosquejo de su vida. Dónde nació; cuándo se casó y cosas por el estilo.
—Eso servirá para que se refieran a mí en el «Quién es quién» —dijo el médico con sequedad—. Mi carrera ha sido perfectamente recta. Nací en Ludlow, en el Shropshire. Mi padre practicaba la medicina allí. Murió cuando yo tenía quince años. Me eduqué en Shrewsbury y estudié medicina, como hizo mi padre antes. Pertenezco a la Facultad de San Cristóbal... pero supongo que todos estos detalles relativos a mi profesión los habrá recogido usted ya.
—Sí; ya me informé, señor. ¿Es usted hijo único, o tiene otros hermanos?
—Fui hijo único. Mis padres murieron y yo no me he casado. ¿Tiene esto algo que ver con lo que tratamos? Vine aquí y me asocié con el doctor Embery. Se retiró hace unos quince años y ahora vive en Irlanda. Le daré su dirección si lo desea. Vivo en esta casa con una cocinera, una doncella y una criada. Mi secretario viene a diario. Tengo buenos ingresos y solamente mato a un número razonable de mis pacientes. ¿Qué le parece?
El superintendente hizo un leve gesto.
—Un bosquejo bastante amplio, doctor Roberts. Me alegro de que no haya perdido el sentido del humor. Y ahora, voy a preguntarle sobre otra cosa.
—Soy un hombre de ética profesional muy rigurosa, superintendente.
—No quería referirme a eso, no; solamente quería preguntarle si puede usted darme los nombres de cuatro amigos que le conozcan íntimamente desde hace tiempo. Una especie de referencia, como comprenderá.
—Sí, ya sé. Déjeme recordar. ¿Prefiere usted gente que viva ahora en Londres?
—Eso facilitará las cosas; pero no importa que vivan en otros sitios.
El médico recapacitó durante unos momentos y luego escribió cuatro nombres y dirección en una hoja de papel que entregó a Battle.
—¿Valdrán éstos? Son los mejores en que he podido pensar de momento.
El superintendente leyó con atención la lista, hizo un gesto aprobatorio de satisfacción y se guardó el papel en un bolsillo interior de la americana.
—Como se habrá dado cuenta —dijo—, esto es solamente cuestión de ir eliminando sospechosos. Cuanto más pronto consiga eliminar a uno de ellos como tal, y empezar a investigar el siguiente, mucho mejor para todos los interesados. Ahora tengo que asegurarme definitivamente de que usted no estaba indispuesto con el señor Shaitana; que no tenía relaciones ni negocios privados con él y que, con anterioridad, no le ocasionó ningún perjuicio por el cual pudiera usted guardarle rencor. Yo puedo creerle cuando me dice que sólo lo conocía ligeramente... pero no es cosa de que yo crea o no. Tengo que estar completamente seguro de ello.
—Le comprendo perfectamente. Tiene usted que pensar que todos son unos mentirosos, hasta que cada cual pruebe que está diciendo la verdad. Aquí tiene las llaves, superintendente. Éstas son de los cajones de la mesa; éstas del buró y... esta pequeña, es del armario donde guardo los venenos. Cuide de cerrarlo bien. Tal vez será preferible que avise a mi secretaria.
Apretó un botón que había sobre la mesa.
Casi inmediatamente se abrió una puerta y apareció una joven de aspecto eficiente.
—¿Llamó usted, doctor?
—Ésta es la señorita Burguess... El superintendente Battle, de Scotland Yard.
La señorita Burguess dirigió una fría mirada al policía. Pareció decir: «¡Dios mío! ¿Qué clase de bicho es éste?»
—Le agradeceré, señorita Burguess, que conteste a cualquier pregunta que le haga el superintendente Battle y le ayude en lo que necesite.
—Como usted ordene, doctor.
—Bueno —dijo Roberts levantándose—. Me marcho.
¿Ha puesto la morfina en el maletín? La necesitaré en el caso Lockaert.
Continuó hablando mientras salía de la habitación y la señorita Burguess lo siguió.
Al cabo de un rato volvió a entrar la joven y dijo:
—Cuando me necesite, apriete ese botón.
Battle le dio las gracias y le aseguró que así lo haría. Luego se puso a trabajar.
Su búsqueda fue cuidadosa y metódica, aunque no tenía grandes esperanzas de encontrar nada importante. La rápida aquiescencia de Roberts daba motivo para creerlo así. El médico no era tonto y podía haber previsto aquel registro y tomar las medidas oportunas. Existía, sin embargo, la ligera esperanza de que Battle pudiera dar con un indicio de la información que realmente buscaba, puesto que Roberts no conocía el objetivo verdadero del detenido registro.