El superintendente Battle abrió y cerró cajones; escudriñó casilleros; repasó un libro de cheques; contó por encima el importe de las facturas pendientes de pago y anotó sus conceptos. Revisó el pasaporte de Roberts, revolvió sus historiales clínicos y, por fin, no dejó documento escrito sin revisar. El resultado fue pobre en extremo. Después echó una ojeada al armario de los venenos; tomó nota de las firmas que los vendían al médico y del sistema que seguía éste para controlarlos. Cerró el armario y dedicó su atención al buró. El contenido de este último era de una naturaleza más personal, pero Battle no encontró nada relacionado con su búsqueda.
Sacudió la cabeza, tomó asiento en el sillón de Roberts y apretó el botón de la mesa.
La señorita Burguess apareció con encomiable rapidez.
Battle le rogó cortésmente que se sentara y una vez que la muchacha lo hizo, la contempló durante un momento, antes de decidir la forma en que la abordaría. Se había dado cuenta inmeditamente de su hostilidad y no sabía si provocarla, para que hablara irreflexivamente, incrementando dicha hostilidad o utilizar un método más suave de aproximación.
—Supongo que estará enterada de la causa de todo esto, señorita Burgess —dijo al fin.
—Me lo ha dicho el doctor Roberts —contestó la joven con presteza.
—Es un asunto muy delicado —contestó Battle.
—¿De veras?
—Sí; algo desagradable. Cuatro personas son sospechosas y una de ellas debió cometer el crimen. Necesito saber si vio usted en alguna ocasión a ese señor Shaitana.
—Nunca.
—¿Y no oyó hablar de él al doctor Roberts?
—Tampoco... No, espere. Estoy equivocada. Hará cosa de una semana, el doctor Roberts me dijo que anotara una cita para comer en su libro de visitas. El señor Shaitana, a las ocho y cuarto del día dieciocho.
—¿Y ésa fue la primera vez que oyó hablar del señor Shaitana?
—Sí.
—¿Nunca vio su nombre en los periódicos? A menudo aparecía en las «Notas de Sociedad».
—Tengo otras cosas mejores que hacer, en lugar de perder el tiempo leyendo «Notas de Sociedad».
—No lo dudo, no lo dudo —dijo el superintendente dócilmente—. Bueno —prosiguió—. Eso es lo que hay. Cada una de esas cuatro personas admite que sólo conocía al señor Shaitana muy superficialmente. Pero una de ellas lo conocía lo bastante para matarlo. Y mi trabajo consiste en desenmascararlo.
Se produjo una pausa. La señorita Burguess parecía no tener ningún interés respecto a la forma en que el superintendente debía llevar a cabo su trabajo. El suyo se reducía a obedecer las órdenes de su jefe, oyendo lo que el policía tuviera que decirle y contestando cuantas preguntas le hiciera directamente.
—Compréndame usted, señorita Burguess —el superintendente se dio cuenta de que era una empresa ardua, pero perseveró—. Dudo que llegue a hacerse cargo ni de la mitad de las dificultades que encontramos en nuestro trabajo. Por ejemplo, la gente dice cosas. Pues bien; no podemos creer ni una palabra, pero debemos tomar nota de ello. Esto es más susceptible en un caso como el que nos ocupa. No quiero decir nada contra su sexo, pero no hay duda de que una mujer, cuando empieza a hablar, es capaz de dejar que su lengua se desmande un poco. Hace acusaciones infundadas, insinúa esto, aquello y lo de más allá; y saca a relucir toda clase de escándalos pretéritos que probablemente no tienen nada que ver con el caso.
—¿Quiere usted dar a entender que una de esas personas ha estado hablando mal del doctor? —preguntó la señorita Burguess.
—No ha hablado mal, precisamente —respondió Battle con precaución—. Pero de todas formas, estoy dispuesto a enterarme de lo que sea. Circunstancias sospechosas en la muerte de un paciente. Seguramente serán todo tonterías. Tengo reparos en molestar enojosamente al doctor con todo esto.
—Supongo que alguien se habrá hecho eco de esa historia acerca de la señora Graves —dijo la señorita Burguess coléricamente—. Es vergonzosa la forma con que la gente habla de cosas sobre las cuales no sabe nada. Muchas señoras ancianas se vuelven así... creen que todos tratan de envenenarlas... sus parientes, los criados y hasta su propio médico. La señora Graves tuvo tres médicos antes de que llamara al doctor Roberts y luego, cuando tomó las mismas manías acerca de él, mi jefe le indicó espontáneamente que buscara al doctor Lee. Según dijo, es la única cosa que se puede hacer en estos casos. Y después del doctor Lee, llamó al doctor Steele, y después al doctor Farmes... hasta que murió, la pobre.
—Quedaría usted atónita si supiera de qué forma las cosas insignificantes dan pie a un rumor —dijo Battle—. Siempre que un médico sale beneficiado por la muerte de un paciente, alguien tiene que esparcir alguna calumnia. Y sin embargo, ¿por qué no puede un paciente agradecido dejar un recuerdo pequeño o grande, al que lo atendió en su enfermedad?
—Son los parientes —comentó la señorita Burguess—. Siempre he creído que no hay nada mejor que la muerte para sacar a relucir toda la bajeza de la naturaleza humana. Antes de que se enfríe el cadáver ya disputan sobre quién se llevará lo mejor. Afortunadamente, el doctor Roberts no se ha visto mezclado en ningún caso de ésos. Dice siempre que tiene la esperanza de que sus pacientes no le dejen nada. Creo que una vez heredó cincuenta libras, con las que se compró dos bastones y un reloj de oro. Pero aparte de ello, nada más.
—Es difícil la vida de un facultativo —suspiró Battle—. Está expuesto siempre al chantaje. Los hechos más inocentes dan lugar muchas veces a suposiciones escandalosas. Un médico debe evitar hasta la sensación de maldad, lo cual quiere decir que debe vigilar con sus cinco sentidos todo lo que hace.
—Tiene usted mucha razón —convino la señorita Burguess—. Una de las preocupaciones de los médicos son las mujeres histéricas.
—Mujeres histéricas. Eso es. Para mí, a eso se reduce todo.
—¿Supongo que se referirá a lo ocurrido a la señora Craddock?
Battle hizo como si recapacitara.
—Déjeme que recuerde. ¿Fue hace unos tres años? No; más.
—Cuatro o cinco, me parece. ¡Era una mujer chiflada por completo! Me alegré cuando se fue al extranjero y creo que el doctor Roberts también. Le contó a su marido una sarta de mentiras... siempre hacen lo mismo. El pobre hombre pareció que ya no era el mismo... enfermó. Como usted sabe, murió de un ántrax producido por una brocha de afeitar infectada.
—Me había olvidado de ese detalle —mintió tranquilamente Battle.
—Luego ella se marchó al extranjero y murió poco después. Siempre la tuve por un mujer un tanto impúdica... se volvía loca por los hombres.
—Sí; conozco ese tipo —dijo el superintendente—. Son peligrosas. Un médico debe alejarse de ellas todo lo posible. ¿Dónde murió...? Creo que lo recuerdo...
—En Egipto. Contrajo una enfermedad de la sangre... una infección indígena.
—Otra cosa que puede ser un inconveniente para un médico —dijo Battle variando de tema—, es cuando sospecha que uno de sus pacientes está siendo envenenado por uno de sus parientes. ¿Qué hacer? Tiene que asegurarse de ello... o, en otro caso, cerrar la boca. Y si hace esto último, luego se sentirá embarazado si se habla de juego sucio. Me preguntaba si algún caso de esta índole se le había presentado al doctor Roberts.
—No creo que haya tenido ninguno —contestó la secretaria, como si estuviera recordando algo—. Nunca oí hablar de nada parecido.
—Desde un punto de vista estadístico, sería interesante saber cuántas defunciones ocurren anualmente entre la clientela de un médico. Por ejemplo, usted ha trabajado con el doctor Roberts durante algunos años...
—Siete.