—¡Es magnífico! —exclamó Poirot, tasando debidamente aquel alarde—. Es usted, doctor, un verdadero observador.
El médico preguntó con curiosidad:
—¿He mencionado el objeto que tenía usted en el pensamiento?
—Ahí está precisamente lo interesante del caso —continuó Poirot—. Si hubiera nombrado ese objeto me hubiera sorprendido muchísimo. Pero tal como me lo figuraba no se refirió a él.
—¿Por qué?
Poirot parpadeó.
—Tal vez porque no estuviera allí.
Roberts lo miró fijamente.
—Eso parece recordarme algo.
—Le recuerda a Sherlock Holmes, ¿verdad? El curioso incidente del perro. El perro no ladró durante la noche. ¡Eso es lo curioso del caso! Bueno; no quiero utilizar los trucos de los demás.
—Sepa usted, monsieur Poirot, que estoy completamente a oscuras respecto a lo que se propone.
—Me parece muy bien. Si he de decirle la verdad, así es como consigo mis golpes de efecto.
Después, como viera que Roberts parecía seguir confundido, dijo sonriendo mientras, con gran parsimonia, se levantaba:
—Por lo menos, comprenderá usted esto: Lo que ha contado me será de mucha utilidad en mi próxima entrevista.
El médico se levantó a su vez.
—No tengo ni idea de cómo, pero me fío de su palabra.
Se estrecharon la mano.
Poirot bajó los peldaños de la casa del doctor y detuvo un taxi libre que pasaba.
—Al ciento once de Cheyne Lane, en Chelsea —ordenó al conductor.
Capítulo XI
La señora Lorrimer
El 111 de Cheyne Lane correspondía a una casita de aspecto limpio y acicalado, situada en una calle apacible. La puerta estaba pintada de negro; los peldaños que conducían a ella desde la acera estaban especialmente blanqueados y el bronce del llamador y del pomo relumbraban al sol de la tarde.
Una criada de bastante edad, vestida con impecables cofia y delantal, abrió la puerta.
Respondiendo a la pregunta de Poirot, dijo que la señora estaba en casa.
Le precedió por la estrecha escalera.
—¿A quién anuncio, señor?
—A monsieur Hércules Poirot.
Fue introducido en un salón que tenía la acostumbrada forma de L. El detective miró a su alrededor, tomando nota de los detalles. Buenos muebles; bien pulimentados, de viejo estilo. Lustrosos tapizados en los canapés y sillones. Unos cuantos marcos de plata para fotografías, también de estilo antiguo. Además, una agradable cantidad de espacio y luz y algunos hermosos crisantemos arreglados en un jarrón de cuello alto.
La señora Lorrimer avanzó hacia él.
Le estrechó la mano sin demostrar ninguna sorpresa por su visita; le indicó una silla, tomó asiento en otra e hizo una observación sobre el buen tiempo de que disfrutaban.
Luego hubo un momento de silencio.
—Espero, madame —dijo Hércules Poirot—, que me perdonará por esta visita.
Mirándole fijamente, la señora Lorrimer preguntó:
—¿Es una visita profesional?
—¿Debo confesarlo?
—Supongo, monsieur Poirot, que se habrá dado cuenta de que, no obstante estar dispuesta a facilitar al superintendente Battle y a la policía cualquier informe y ayuda que puedan necesitar, no tengo ni la más mínima intención de hacer lo mismo con un investigador privado.
—Estoy seguro de ello, madame. Si me indica usted la puerta, saldré por ella sin rechistar.
La señora Lorrimer sonrió ligeramente.
—Todavía no estoy dispuesta a llegar a esos extremos, monsieur Poirot. Le puedo conceder diez minutos, pues pasado ese tiempo tengo que salir para acudir a una partida de bridge.
—Con diez minutos tengo de sobra para mis propósitos. Necesito que me describa, madame, la habitación donde jugaron al bridge la otra noche, el aposento en el que fue asesinado el señor Shaitana.
La mujer levantó las cejas.
—¡Vaya una pregunta! No comprendo su objeto.
—Madame, si cuando está usted jugando, alguien le pregunta por qué ha jugado el as, o por qué jugó el valet, al que gana la reina, en lugar del rey, con el que hubiera hecho la baza... si la gente le preguntara estas cosas, las respuestas serían largas y aburridas, ¿no le parece?
La señora Lorrimer volvió a sonreír.
—Quiere decir con esto que en este juego usted es el experto y yo soy la novata. Muy bien —reflexionó un momento—. Era una habitación grande y en ella había gran cantidad de cosas.
—¿Puede describirme algunas de ellas?
—Unos cuantos floreros de cristal... modernos... bastante bonitos. Y también unos cuadros chinos o japoneses. Un pomo de tulipanes encarnados... muy primerizos para la estación en que estamos.
—¿Alguna cosa más?
—Temo que no me fijé detalladamente en nada.
—Los muebles... ¿recuerda el color de la tapicería?
—Era de tela sedosa, según creo. Es todo lo que puedo decir.
—¿Reparó usted en algunos de los objetos pequeños?
—Me parece que no. Había muchos. Recuerdo que me dio la impresión de ser el salón de un coleccionista.
Callaron durante un momento y la señora Lorrimer observó al fin, sonriendo:
—Creo que no le he proporcionado mucha ayuda.
—Hay otras cosas más —el detective sacó las hojas de carnet de bridge—. Corresponden a los tres primeros rubbers. Quisiera saber si, a la vista de estos tanteos, podría usted ayudarme a reconstruir la forma en que se jugaron las «manos».
—Déjeme ver. —La señora Lorrimer parecía interesada en aquello. Se inclinó sobre las hojas.
—Éste fue el primer rubber. La señorita Meredith y yo jugamos contra los dos caballeros. El primer game se hizo con una subasta de cuatro picos. Ganamos e hicimos una baza más. La mano siguiente se jugó con una subasta de dos diamantes y el doctor Roberts falló una baza. Recuerdo que se pujó mucho en la tercera mano. La señorita Meredith pasó. El mayor Despard cantó un corazón. Yo pasé. El doctor Roberts pujó hasta tres tréboles. La señorita Meredith subastó tres picos y el mayor Despard cuatro diamantes. Yo doblé. El doctor Roberts se quedó por fin con la subasta de cuatro corazones y falló una baza.
—Epatant! —exclamó Poirot—. ¡Qué memoria!
La señora Lorrimer prosiguió, sin hacer caso de la interrupción:
—En la siguiente mano el mayor Despard pasó y yo subasté un «sin triunfo». El doctor Roberts pujó a tres corazones. Mi compañera no dijo nada y Despard elevó la subasta a cuatro corazones. Yo doblé y ellos hicieron dos bazas de menos. Después fui yo mano y ganamos el rubber con una subasta de cuatro picos.
Cogió la hoja siguiente.
—Ésta es más difícil —advirtió Poirot—. El señor Despartí acostumbra tachar los tantos a medida que se juega.
—Me parece que ambos bandos fallamos una baza al empezar... después, el doctor Roberts subastó cinco diamantes; nosotros doblamos e hizo tres bazas de menos. Luego ganamos una subasta de tres tréboles, pero inmediatamente después los otros ganaron el game cantando picos. Hicimos nuestro primer game ganando una subasta de cinco tréboles. Luego perdimos un par de bazas. Los otros jugaron un corazón y nosotros dos «sin triunfo». Ganamos finalmente el rubber con una declaración de cuatro tréboles.
La mujer tomó otra hoja.
—Recuerdo que este rubber fue muy reñido. Empezó suavemente. El mayor Despard y la señorita Meredith ganaron una subasta de un corazón. Luego perdimos un par de bazas al tratar de hacer dos subastas, una de cuatro corazones y otra de cuatro picos. Los otros ganaron el game cantando picos... no pudimos hacer nada para evitarlo. Después de esto fallamos varias bazas durante tres manos consecutivas, pero sin que nos doblaran. Ganamos nuestro primer game con una declaración de «sin triunfo». Entonces empezó una verdadera batalla. Cada bando falló bazas a su vez. El doctor Roberts forzaba el juego, pero aunque falló de mala manera un par de veces, al fin salió ganando, porque en más de una ocasión la señorita Meredith se asustó de pujar su mano. Luego, Roberts subastó un original dos picos. Yo declaré tres diamantes y él subió a cuatro «sin triunfo». Hice una declaración de cinco picos y, de pronto, Roberts saltó a siete diamantes. Nos doblaron, desde luego. Mi compañero no tenía fundamento para hacer tal declaración. Puede decirse que ganaron por un milagro. Nunca creí que lo lográramos cuando extendió sus cartas. Si los otros llegan a salir de corazones, hubiéramos fallado tres bazas. Pero salieron del rey de trébol. Fue muy interesante.