—Je crois bien...; un gran slam vulnerable, doblado. ¡Es emocionante! Pero yo, lo reconozco, no tengo la suficiente presencia de ánimo para llegar al slam. Me contento con mi juego.
—Pues no debe hacerlo —dijo enérgicamente la señora Lorrimer—. Debe jugar sus cartas adecuadamente.
—¿Corriendo riesgos?
—No existe ningún riesgo si se ha subastado bien. Y ello puede hacerse con seguridad matemática. Por desgracia, muy poca gente subasta como es debido. Lo hacen bien al principio, pero luego pierden la cabeza. No saben distinguir entre un juego con cartas para ganar y uno sin cartas para perder... pero yo no soy quién para darle lecciones de bridge, o sobre cálculo de pérdidas, monsieur Poirot.
—Estoy seguro de que ello me aprovechará para mejorar mi juego, madame.
La señora Lorrimer prosiguió su estudio de la hoja de carnet.
—Después de esa mano tan interesante, las demás fueron algo sosas. ¿Tiene ahí el tanteo de la cuarta partida? ¡Ah, sí! Una lucha sonada... ninguno de los dos bandos se achicó.
—A menudo ocurre eso hacia el final de la velada.
—Sí; se empieza suavemente y luego las cartas se crecen.
Poirot recogió las hojas e hizo una ligera reverencia.
—La felicito, madame. Su memoria para las cartas es magnífica... ¡verdaderamente magnífica! Puede decirse que se acuerda perfectamente de cada una de las cartas que se jugaron.
—Creo que sí.
—La memoria es un don maravilloso. Con ella, el pasado no existe. Me figuro, madame, que para usted las cosas pretéritas tienen la claridad de un hecho ocurrido ayer mismo. ¿No es eso?
Ella le dirigió una rápida mirada. Sus ojos eran grandes y oscuros.
Aquella expresión duró sólo un momento. Luego volvió a tomar el aspecto de dama de gran mundo. Pero Hércules Poirot no dudó. El disparo había dado en el blanco.
La señora Lorrimer se levantó.
—Debo marcharme en seguida. Lo siento mucho, pero no puedo retrasarme.
—Desde luego... desde luego. Le ruego que me disculpe por haberla entretenido.
—Siento mucho también no haber sido capaz de ayudarle en mayor medida.
—De todas formas, me ha ayudado —dijo Hércules Poirot.
—No sé de qué manera —replicó ella con decisión.
—Pues sí. Me ha dicho usted algo que deseaba saber.
La mujer no preguntó a qué se refería.
Poirot tendió la mano.
—Muchas gracias, madame, por su amabilidad.
La señora Lorrimer observó al estrecharle la mano:
—Es usted un hombre extraordinario, monsieur Poirot.
—Soy como Dios me ha hecho, madame.
—Todos lo somos, supongo.
—No todos, madame. Alguno de nosotros trata de corregir su modelo. El señor Shaitana, por ejemplo.
—¿A qué aspecto se refiere usted?
—Tenía un gusto muy depurado en objets de virtu y antigüedades... Debía haberse conformado con esto. Pero en lugar de ellos, coleccionaba otras cosas.
—¿De qué clase?
—Bueno... digamos..., sensacionales.
—¿Y no cree que estaba dans son caractère?
Poirot sacudió la cabeza gravemente.
—Desempeñó el papel de diablo demasiado bien. Pero no era el propio diablo. Au fond era un estúpido. Y por esa razón... murió.
—¿Porque era estúpido?
—Es un pecado que no se perdona nunca y se castiga siempre, madame.
Callaron.
—Me marcho —dijo por fin Poirot—. Mil gracias por su bondad, madame. No volveré por aquí, a menos que usted me llame.
La mujer levantó las cejas.
—Por Dios, monsieur Poirot; ¿por qué tengo que llamarle?
—Puede ser. Es sólo una idea que se me ha ocurrido. Si lo hace, vendré. Recuérdelo.
Hizo una reverencia y salió de la habitación.
Cuando se encontró en la calle murmuró para su capote:
—Estoy en lo cierto, estoy seguro de ello... ¡Tiene que ser eso!
Capítulo XII
Anne Meredith
La señora Oliver salió con alguna dificultad de detrás del volante de su automóvil de dos plazas. Es cosa sabida que los modernos constructores de automóviles suponen que sólo las rodillas de una sílfide podrán entrar bajo el volante. Además, está de moda el hacer los asientos de la menor estatura posible. Si se tiene esto en cuenta, es natural que una mujer madura de generosas proporciones, necesita hacer un esfuerzo sobrehumano para salir de un coche moderno. Por otra parte, el segundo asiento del coche de la señora Oliver estaba completamente ocupado por varios mapas, un bolso, tres novelas y un gran envoltorio que contenía manzanas. La novelista sentía una predilección extrema por esa fruta y era cosa notoria que se comió por lo menos cinco libras de un tirón, mientras planeaba la complicada trama de Un muerto en el sumidero... y que volvió en sí de sus lucubraciones, con un respingo y un incipiente dolor de estómago, una hora y diez minutos después de haber empezado una comida que se daba en su honor y a la que tenía que haber asistido.
Haciendo una contorsión final y después de dar un violento empujón con la rodilla a una puerta recalcitrante, la señora Oliver aterrizó, un tanto súbitamente, en la acera, frente a la cancela de Wendon Cottage, esparciendo a su alrededor gran cantidad de residuos de manzana.
Dio un profundo suspiro, se empujó el sombrero hasta colocarlo en una posición bastante estrambótica y miró con aprobación el traje de tweed que llevaba, pues se acordó a tiempo de que debía ponérselo para ir al campo. Pero frunció un poco el ceño al ver que sin darse cuenta no se había cambiado los zapatos de charol y tacón alto que usaba en Londres. Abrió la cancela y recorrió el enlosado camino que conducía a la puerta principal. Apretó el botón del timbre y luego ejecutó un alegre repiqueteo con el llamador... un objeto caprichoso que representaba la cabeza de un sapo.
Como nada sucediera, repitió la ejecución.
Al cabo de un intervalo que duró minuto y medio, la señora Oliver tomó una decisión y empezó a dar la vuelta a la casa, con paso rápido, en viaje de exploración.
Detrás del edificio había un pequeño jardín, arreglado al viejo estilo, con margaritas y crisantemos esparcidos por los diversos arriates. Más allá se veía un prado y después un río. El sol calentaba bastante, a pesar de que corría el mes de octubre.
Dos muchachas cruzaban en aquel momento el prado en dirección a la casa. Cuando entraron en el jardín, la que iba delante se detuvo.
La señora Oliver dio unos pasos hacia ella.
—¿Cómo está usted, señorita Meredith? Se acuerda de mí, ¿verdad?