—Creo que la idea es absurda —comentó Anne con sequedad—. Absoluta y absurdamente melodramática.
—¡Oh, Anne! —exclamó Rhoda como queriendo excusarla.
Miró a la señora Oliver. Sus ojos, como los de un inteligente spaniel, parecían querer decirle: «Compréndala. Compréndala.»
—Opino que es una magnífica idea, señora Oliver —convino Rhoda con acento de convicción—. Y un médico puede conseguir algo que no deje rastro, ¿verdad?
—¡Oh! —exclamo Anne.
Las otras dos se volvieron hacia ella.
—Recuerdo algo más —dijo la joven—. El señor Shaitana se refirió a las posibilidades que puede tener un médico en un laboratorio. Debió dar a entender alguna cosa con ello.
—No fue el señor Shaitana quien dijo eso. —La señora Oliver sacudió la cabeza—. Fue el mayor Despard.
El ruido de unos pasos en el sendero le hizo volver la cabeza.
—Bien —dijo—. Hablando del ruin de Roma...
El mayor Despard daba entonces la vuelta a la esquina de la casa.
Capítulo XIII
El segundo visitante
Al ver a la señora Oliver, el mayor Despard pareció quedar desconcertado. Bajo su cutis bronceado, su cara tomó un encendido color ladrillo. La turbación le hacía obrar espasmódicamente. Se dirigió hacia Anne, y le preguntó con amabilidad:
—Perdone, señorita Meredith. He hecho sonar el timbre, pero nadie ha contestado. Me he dirigido hacia aquí creyendo que la encontraría.
—Siento mucho que haya perdido el tiempo tocando el timbre —replicó Anne—. No tenemos criada... sólo una mujer que viene por la mañana.
Le presentó a Rhoda.
Esta última dijo vivamente:
—Tomemos el té. Está refrescando el tiempo. Será mejor que entremos en casa.
Pasaron al interior y Rhoda desapareció en la cocina.
—Qué coincidencia tan singular encontrarnos todos aquí —comentó la señora Oliver.
—Sí —respondió el mayor Despard.
Sus ojos se posaron en ella con aspecto pensativo y calculador.
—Le estaba diciendo a la señorita Meredith —observó la novelista, que estaba disfrutando grandemente —que debemos adoptar un plan de campaña. Acerca del asesinato, me refiero. Lo cometió ese médico, desde luego. ¿Está de acuerdo conmigo?
—No lo podría decir. Tenemos muy poco sobre que apoyarnos.
La expresión de la señora Oliver era la que acostumbraba a reflejarse en su cara cuando decía interiormente: «¡Cosas de hombres!»
Cierto aire de reserva se había apoderado de los tres. La novelista se dio cuenta de ello en seguida. Cuando Rhoda sirvió el té, se levantó y dijo que debía emprender el regreso a Londres. No; eran muy amables, pero no quería tomar el té.
—Le dejaré mi tarjeta —añadió—. Aquí tiene; en ella está mi dirección. Pase a verme cuando venga a la ciudad. Hablaremos del asunto y veremos si podemos pensar en algo ingenioso para llegar al fondo del caso.
—La acompañaré hasta la cancela —anunció Rhoda.
Cuando caminaba por el sendero, Anne Meredith salió corriendo de la casa y se unió a ellas.
—He estado recapacitando —dijo.
En su pálida cara parecía reflejarse una resolución extraña en ella.
—¿De veras?
—Ha sido usted extraordinariamente amable, señora Oliver, al tomarse todas estas molestias. Pero en realidad, estimo que no debo hacer nada. Quiero decir... que fue todo muy horrible. Lo que necesito es olvidarlo.
—Pero, muchacha. Lo que hace falta saber es si le permitirán que lo olvide.
—Sí; ya sé que la policía no abandonará el caso. Probablemente vendrán aquí y me harán gran cantidad de preguntas. Estoy dispuesta a ello. Pero en privado, quiero decir. No quiero pensar en esto... o que me lo recuerden de alguna forma. Puede decir que soy una cobarde, pero así es como pienso.
—¡Oh, Anne! —exclamó Rhoda Dawes.
—Entiendo perfectamente lo que siente —dijo la escritora—, pero no estoy segura de que esté usted acertada. Si los dejan solos, posiblemente los de la policía no se enterarán nunca de la verdad.
Anne Meredith se encogió de hombros.
—¿Importa eso mucho?
—¿Que si importa? —dijo Rhoda—. Claro que importa. Importa mucho, ¿no le parece, señora Oliver?
—No me cabe la menor duda —asintió la mujer con sequedad.
—No estoy de acuerdo —se obstinó Anne—. Nadie de los que me conocen creerá nunca que yo lo hice. No veo ninguna razón para intervenir en esto. A la policía le incumbe esclarecer lo ocurrido.
—¡Oh, Anne, eres insensible! —se lamentó Rhoda.
—De todas formas, eso es lo que pienso —repitió la muchacha. Luego tendió la mano—. Muchísimas gracias, señora Oliver. Ha sido usted muy buena por haberse molestado.
—Muy bien; si opina usted así, no hay más que hablar —replicó la novelista jovialmente—. Pero por mi parte no dejaré de ninguna manera que la hierba crezca bajo mis pies. Adiós. Venga a verme en Londres si cambia de pensamiento.
Subió al coche, lo puso en marcha y se alejó agitando una alegre mano hacia las dos jóvenes.
Rhoda corrió súbitamente tras el automóvil y saltó al estribo.
—Lo que ha dicho... acerca de verla en Londres —dijo casi sin aliento—, ¿se refería solamente a Anne, o iba por mí también?
La señora Oliver pisó el freno.
—Me refería a las dos, desde luego.
—Muchas gracias. No se detenga. Yo... quizá vaya un día. Hay algo... no, no se pare. Puedo saltar.
Lo hizo así y después de agitar una mano en señal de despedida volvió hacia la cancela, donde esperaba pacientemente Anne.
—¿Por qué has...? —empezó esta última.
—¿No es encantadora? —preguntó Rhoda entusiasmada—. Me gusta. Las medias que lleva no son del mismo par, ¿te has dado cuenta? Estoy segura de que es muy lista. Debe serlo... para escribir tantos libros. Qué divertido sería si descubriera la verdad, mientras la policía se quedaba con dos palmos de narices.
—¿Por qué habrá venido? —preguntó Anne.
Los ojos de Rhoda se abrieron de par en par.
—Pero, chica... ya te he dicho...
Anne hizo un gesto de impaciencia.
—Entremos en casa. Lo he dejado solo.
—¿Al mayor Despard? Anne, ¿verdad que tiene muy buena presencia?
—Supongo que sí.
Recorrieron juntas el sendero.
El mayor Despard estaba junto a la chimenea, con una taza de té en la mano.
Cortó en seco las excusas que le ofreció Anne por haberle dejado solo.
—Señorita Meredith, quiero explicarle la causa de mi visita.
—¡Oh!... Pero...
—Dije que pasaba casualmente por aquí... pero no es ésa la verdad estricta. Vine expresamente.
—¿Cómo se enteró usted de la dirección? —preguntó Anne.
—Me la facilitó el superintendente Battle.
Vio como ella se estremeció un poco al oír aquel nombre.
El joven prosiguió con rapidez:
—Battle se dirige ahora hacia aquí. Lo vi en Paddington. Cogí mi coche y vine directamente. Sabía que llegaría fácilmente antes que el tren.
—Pero, ¿por qué ha venido?
Despard titubeó un momento.
—Puede que sea un poco presuntuoso... pero tuve la impresión de que está usted lo que se dice «sola en el mundo».
—Me tiene a mí —intervino Rhoda.
Despard le dirigió una rápida mirada, apreciando su gentil y esbelta figura que se apoyaba contra la repisa de la chimenea, mientras seguía con inmenso interés la conversación. Ambas constituían una pareja muy atractiva.
—Estoy seguro de que ella no podría encontrar una amiga más amiga que usted, señorita Dawes —dijo Despard cortésmente—, pero se me ocurrió que en estas circunstancias tan peculiares no sería despreciable el consejo de alguien que tuviera buena experiencia de lo que es el mundo. Con franqueza, la situación es ésta: la señorita Meredith resulta sospechosa de haber cometido un asesinato. Lo mismo ocurre conmigo y con otras dos personas que se encontraban en aquella habitación la otra noche. Tal situación no es nada agradable... y ofrece dificultades y peligros que alguien tan joven y sin experiencia como usted, señorita Meredith, no puede conocer. En mi opinión, debiera confiarse por entero a un buen abogado. ¿Tal vez lo ha hecho ya?