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Anne Meredith sacudió la cabeza.

—Nunca pensé en ello.

—Me lo figuraba. ¿Tiene usted ya abogado... un buen abogado de Londres, por ejemplo?

Ella volvió a sacudir la cabeza.

—Nunca lo necesité.

—Está el señor Bury —dijo Rhoda—. Pero es muy caro.

—Si me permite un consejo, señorita Meredith, le recomiendo que acuda al señor Myherne, mi propio abogado. El hombre de la firma es Jacobs, Peel & Jacobs. Son abogados de primera fila y conocen todos los hilos que hay que mover.

La palidez de Anne aumentó. La joven tomó asiento.

—¿Cree usted que es realmente necesario? —preguntó en voz baja.

—Yo diría que sí. Existe una gran cantidad de trucos legales.

—¿Y son muy... caros esos abogados?

—No importa —intervino Rhoda—. Me parece muy bien, mayor Despard. Creo que todo lo que ha dicho es acertado. Anne debe estar protegida.

—Estoy seguro de que sus honorarios serán razonables —dijo Despard, y añadió con tono serio—: Con toda sinceridad, estimo que resultaría una medida muy prudente, señorita Meredith.

—Muy bien —convino Anne lentamente—. Lo haré, si usted lo cree así.

—¡Estupendo!

—Creo que ha sido usted excesivamente amable, mayor Despard —dijo Rhoda con afecto—. Sí; se ha preocupado demasiado.

—Gracias —añadió Anne.

La muchacha titubeó un instante y luego preguntó:

—¿Dijo usted que el superintendente Battle venía hacia aquí?

—Sí. Pero no debe usted alarmarse. Es una cosa inevitable.

—Sí, ya lo sé. Por decirlo así, lo estaba esperando.

Rhoda intervino impulsivamente.

—Pobrecita... este asunto es capaz de acabar con ella. Es algo vergonzoso y... terriblemente injusto.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Despard—. Resulta brutal en extremo el mezclar a una muchacha en un asunto de esta clase. Si alguien quería apuñalar a Shaitana, debió escoger otra ocasión.

Rhoda preguntó con acento de sinceridad:

—¿Quién cree usted que lo hizo? ¿El doctor Roberts o esa señora Lorrimer?

—Una ligera sonrisa distendió el bigote de Despard.

—Pude hacerlo yo mismo, como ya sabe.

—¡Oh, no! —exclamó Rhoda—. Anne y yo sabemos que usted no lo hizo.

El joven las miró con ojos de expresión afectuosa.

Eran un par de chicas muy agradables. Extraordinariamente imbuidas de fe y confianza. Anne era una pequeña llena de timidez. Pero no importaba: Myherne la comprendería a la perfección. La otra estaba animada por un espíritu luchador. Despard dudaba que ella se hubiera desanimado de encontrarse en la misma situación que su amiga. Buenas chicas. Le gustaría saber algo más de ellas.

Estos pensamientos pasaron por su imaginación. Luego dijo en voz alta:

—No asegure nunca una cosa así, señorita Dawes. Yo no concedo mucha importancia al valor de la vida humana, como hace la mayoría de la gente. Pongo por ejemplo todo ese revuelo histérico que se produce acerca de los accidentes callejeros. El hombre está siempre en peligro... por el tráfico, los microbios y otras mil cosas. Puede morir de una forma u otra. Opino que, en el momento en que uno empieza a cuidar de sí mismo, adoptando el lema de «La seguridad ante todo», puede encontrar la muerte por donde menos se lo figura.

—Pienso exactamente igual que usted —exclamó Rhoda—. Creo que es conveniente llevar una vida llena de peligros... si se tiene ocasión de ello, quiero decir. Pero de todas formas, la vida es terriblemente insípida.

—Hay momentos en que no lo es.

—Para usted sí, desde luego. Porque se va a los rincones más apartados del mundo donde le acechan los tigres; dispara contra las fieras; las sabandijas se le introducen entre los dedos de los pies y le pican los insectos. Cosas que resultan muy incómodas, pero que son emocionantes de verdad.

—Bueno. La señorita Meredith también ha tenido sus emociones. Supongo que no le habrá ocurrido muy a menudo eso de encontrarse en una habitación mientras se está cometiendo un asesinato...

—¡Oh, no! —exclamó Anne.

—Lo siento —dijo él rápidamente.

Pero Rhoda prosiguió, dando un suspiro:

—Fue terrible, desde luego... ¡pero también fue emocionante! No creo que Anne aprecie este punto de vista. Estoy segura de que la señora Oliver está vivamente emocionada por el hecho de haber estado allí la otra noche.

—¿La señora...? ¡Ah, sí! Su voluminosa amiga; la que escribe novelas acerca de ese finlandés de nombre impronunciable. ¿Trata ahora de dedicarse a la investigación de un crimen real?

—Eso parece.

—Bien; deseémosle suerte. Sería divertido que les diera una lección a Battle y compañía.

—¿Qué tal es el superintendente Battle? —preguntó Rhoda con curiosidad.

—Es un hombre muy astuto —dijo Despard—. Un hombre de facultades poco corrientes.

—¡Oh! —exclamó Rhoda—. Me dijo Anne que tenía un aspecto algo estúpido.

—Eso, según creo, forma parte de su juego. Pero no comete ninguna equivocación. Battle no es tonto,

El joven se levantó.

—Bueno; debo irme. Hay otra cosa que me gustaría decirle.

Anne se levantó también.

—¿Sí? —dijo extendiendo la mano.

Despard se detuvo un momento, como si estuviera escogiendo cuidadosamente las palabras. Tomó la mano de ella y no la soltó, mientras miraba con fijeza sus ojos grandes y grises.

—No se ofenda conmigo. Quería decirle esto: Es humanamente posible que existan algunas facetas de su amistad con Shaitana, las cuales no desee usted que salgan a la luz. Si es así... no se enfade, por favor... —sintió la instintiva sacudida de la mano de ella—, tiene usted perfecto derecho a negarse a contestar cualquier pregunta que le haga Battle, mientras no esté presente su abogado.

Anne retiró la mano. Sus ojos se abrieron aún más y su color gris se oscureció por efecto de la cólera.

—No hay nada... nada... Casi no conocía a ese hombre.

—Lo siento —dijo el mayor Despard—. Creí que debía recordárselo.

—Es verdad —intervino Rhoda—. Anne apenas le conocía. No le tenía muchas simpatías, pero daba unas fiestas verdaderamente encantadoras.

—Al parecer, eso fue lo único que justificaba la existencia del difunto señor Shaitana —comentó Despard con aspereza.

—El superintendente Battle puede preguntarme lo que guste —dijo Anne fríamente—. No tengo nada que ocultar... nada.

—Le ruego que me perdone —solicitó el joven con suavidad.

—Está bien —la muchacha lo miró. Su cólera se desvaneció y sonrió con dulzura—. Ya sé que me lo advirtió con buena intención.

Extendió su mano otra vez y Despard la tomó mientras decía:

—Vamos los dos en la misma embarcación. Debemos alinearnos...

Anne lo acompañó hasta la cancela. Cuando volvió, Rhoda estaba mirando por la ventana y silbando. Dio la vuelta cuando su amigo entró en la habitación.

—Ese chico es muy interesante, Anne.

—Ha sido muy amable, ¿verdad?

—Mucho más que amable... me ha fascinado por completo. ¿Por qué no fui yo en tu lugar a esa maldita comida? Hubiera disfrutado de toda aquella excitación... La red cerrándose sobre mí... las sospechas envolviéndome... la sombra del patíbulo...

—Nada de eso. Estás diciendo tonterías, Rhoda.

Anne habló con voz aguda. Luego se suavizó y dijo:

—Fue muy amable al venir aquí... por una extraña... una chica a la que solamente había visto una vez.