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Battle movió la cabeza con simpatía.

—Supongo que sería un rudo golpe para usted.

—Así fue. Sabía que no estábamos en muy buena posición económica, pero comprobar que no había absolutamente nada... bueno, era diferente.

—¿Y qué hizo usted, señorita Meredith?

—Tuve que buscar un empleo. Mi educación no había sido muy buena y, además, yo no destacaba por lista. No sabía escribir a máquina, taquigrafía o cosas parecidas. Una amiga de Cheltelham consiguió que me colocara con unos conocidos suyos... para cuidar de dos chiquillos cuando estaban en casa los días de fiesta.

—¿Cómo se llamaba su señora, por favor?

—Señora Eldon; vivía en la finca «Los Alerces», en Ventnor. Estuve con ella durante dos años y luego los Eldon se marcharon al extranjero. Después serví a una tal señora Deering.

—Mi tía —apuntó Rhoda.

—¿En calidad de qué estuvo allí... de señora de compañía?

—Sí... puede decirse que sí.

—Más bien de segundo jardinero —dijo Rhoda.

Luego explicó:

—Mi tía Emily estaba chiflada por la jardinería. Anne se pasaba la mayor parte del tiempo cruzando e injertando rosales.

—¿Y dejó usted a la señora Deering?

—Su estado de salud empeoró y tuvo que buscar a una enfermera fija.

—Tiene cáncer —observó Rhoda—. La pobrecita ha de tomar morfina y cosas por el estilo.

—Fue siempre muy amable conmigo y sentí mucho dejarla —prosiguió Anne.

—Yo buscaba entonces una finca como ésta —dijo Rhoda—, y necesitaba que alguien la compartiera conmigo. Papá se casó otra vez... no muy a mi gusto, y le rogué a Anne que viniera. Desde entonces está aquí.

—Bien. Parece realmente que es una vida intachable —comentó Battle—. Aclaremos bien las fechas. Dijo que estuvo con la señora Eldon durante dos años. A propósito ¿dónde vive ahora?

—Está en Palestina. Su marido tiene allí un cargo oficial... no estoy segura de cuál es.

—Perfectamente; pronto lo sabré. ¿Y después estuvo usted con la señora Deering?

—Sí, durante tres años —dijo rápidamente Anne—. Su dirección es Marsh Dene, Little Hemburry, en Devon.

—Comprendido —convino Battle—. Por lo tanto, tiene usted ahora veinticinco años, señorita Meredith. Y ahora, sólo una cosa más... el nombre y la dirección de un par de personas de Cheltelham que la conozcan a usted y a su padre.

Anne se los proporcionó.

—Respecto al viaje que hizo a Suiza... donde conoció al señor Shaitana, ¿fue usted sola... o la acompañó la señorita Dawes?

—Fuimos las dos. Nos juntamos con más gente. Éramos ocho.

—Cuénteme algo sobre la forma en que conoció al señor Shaitana.

Anne frunció las cejas.

—No hay mucho que decir sobre ello. Estaba allí y le conocimos de la forma en que, por lo general, se traba amistad con la gente en un hotel. Le dieron el primer premio en un baile de disfraces. Se vistió de Mefistófeles.

El superintendente Battle suspiró.

—Sí; siempre fue su disfraz favorito.

—En realidad, era maravilloso —opinó Rhoda—. No tenía necesidad de maquillarse.

El policía miró a las dos muchachas alternativamente.

—¿Quién de ustedes dos lo conocía mejor?

Anne titubeó y Rhoda fue la que contestó:

—Al principio ambas lo tratábamos igual. Es decir, muy poco. Nuestra pandilla se dedicaba exclusivamente a esquiar y la mayoría de los días nos los pasábamos en las pistas. Por las noches bailábamos juntos. Entonces pareció que Shaitana se encaprichaba por Anne. Ya sabe usted; se desvivía por complacerla. La hicimos rabiar un poco con ello.

—Creía que lo estaba haciendo para molestarme —dijo Anne—. Porque a mí no me gustaba en absoluto. Supongo que le divertía verme turbada.

Rhoda comentó, riendo:

—Le dijimos a Anne que haría un buen casamiento. Se enfadó mucho con nosotros.

—Tal vez podría facilitarme los nombres de las personas que les acompañaban en aquella excursión —solicitó Battle.

—No es usted lo que yo llamaría un hombre confiado —observó Rhoda—. ¿Cree que cada palabra de las que le decimos son mentiras preconcebidas?

El superintendente Battle parpadeó.

—Quiero asegurarme de que no lo son —replicó.

—Sospecha usted, ¿no es eso? —dijo Rhoda.

Escribió varios nombres en una hoja de papel y se la entregó.

Battle se levantó.

—Bueno; muchísimas gracias, señorita Meredith —dijo—. Como opina la señorita Dawes, parece que ha llevado usted una vida irreprochable. No creo que deba preocuparse mucho. Es extraña la forma en que el señor Shaitana cambió su forma de tratarla. Perdóneme la pregunta, ¿le pidió que se casara con él... o... ejem... la molestó con atenciones de otra clase?

—No trató de seducirla —intervino Rhoda—, si es eso lo que quiere usted decir.

Anne se sonrojó.

—Nada de eso —replicó—. Siempre fue muy cortés... y... formal. Justamente fueron sus maneras rebuscadas lo que me hacía sentirme incómoda.

—¿Y algunas cositas que dijo o insinuó?

—Sí... pero... no. Nunca insinuó nada.

—Lo siento. Esos hombres fatales lo hacen algunas veces. Bien; buenas noches, señorita Meredith. Muchísimas gracias por todo. El café era excelente. Buenas noches, señorita Dawes.

—¡Vaya! —dijo Rhoda cuando Anne volvió a entrar en la habitación después de haber cerrado la puerta cuando salió el policía—. Ya ha pasado todo y no ha sido tan terrible. Es un hombre amable y paternal que, evidentemente, no sospecha de ti lo más mínimo. Todo fue más bien de lo que yo creía.

Anne se dejó caer lentamente en un sillón dando un suspiro.

—Realmente, fue muy fácil —dijo—. Fui una tonta por preocuparme tanto. Creí que trataría de intimidarme como un fiscal desde su estrado.

—Parece ser bastante razonable —opinó Rhoda—. Sabe demasiado bien que tú no eres una mujer capaz de asesinar a nadie.

Titubeó un poco y preguntó:

—Oye, Anne. No le has dicho que estuviste en Combrease. ¿Te olvidaste?

La joven contestó lentamente:

—No creo que eso importe mucho. Estuve allí sólo unas pocas semanas. Y nadie me preguntará por ello. Le escribiré y se lo diré si crees que es necesario; pero estoy segura de que no lo es. Dejémoslo estar.

—Está bien; como quieras.

Rhoda se levantó y conectó la radio.

Una voz ronca dijo:

—Acaban ustedes de oír, interpretado por los «Black Nubans», el fox. ¿Por qué me cuentas mentiras, niña?

Capítulo XV

 

El mayor Despard

El mayor Despard salió del Albany, dio la vuelta hacia Regent Street y subió a un autobús. Era el período más tranquilo del día. En el piso superior del coche muy pocos asientos estaban ocupados. Despard recorrió el pasillo y se sentó en una de las plazas delanteras.

Había tomado en marcha el autobús. Se detuvieron en la siguiente parada, donde subieron varios pasajeros, y luego continuaron recorriendo la Regent Street.

Uno de los viajeros recién llegados subió por la escalerilla, cruzó el pasillo y tomó asiento en el lado opuesto al que ocupaba Despard.

El mayor no se fijó en aquel hombre hasta que, después de unos minutos, una voz murmuró:

—Se consigue una buena vista de Londres desde el segundo piso de un autobús, ¿no le parece?

Despard volvió la cabeza. Pareció confundido por un momento, pero luego su cara se iluminó.

—Le ruego que me perdone, monsieur Poirot. No le había visto. En efecto, desde aquí se contempla estupendamente el mundo a vista de pájaro. Pero antes era mejor, cuando no había techos ni cristales.

Poirot suspiró.

Tout de même, no siempre resultaba agradable cuando el tiempo era húmedo y el interior iba lleno. Y ya sabe usted que en este país predomina la humedad.