—Sí; lo es.
El café y las tostadas calientes recubiertas de mantequilla, llegaron en aquel momento.
Rhoda comió y bebió con infantil satisfacción. Le resultaba muy emocionante el estar compartiendo una comida íntima con una celebridad.
Cuando terminaron, la joven se levantó y dijo:
—Espero que no la habré molestado mucho. ¿Tendrá inconveniente... quiero decir, si no le molestará mucho... el que le enviara uno de sus libros para que me lo dedicara?
La señora Oliver rió.
—Puedo hacer una cosa mucho mejor —abrió un armario que había al extremo de la habitación—. ¿Cuál le gusta más? Yo prefiero El caso de la segunda carpa dorada. No es tan malo como el resto de ellos.
Un tanto sorprendida al oír cómo hablaba una autora de los hijos de su ingenio, Rhoda aceptó ávidamente. La señora Oliver cogió el libro, escribió su nombre con grandes y floridos abarescos y lo entregó a la joven.
—Aquí lo tiene.
—Muchísimas gracias. Lo he pasado muy bien. ¿De veras no le ha molestado mi visita?
—Estaba deseando que viniera.
Y añadió después de una pausa:
—Es usted una buena chica. Adiós. Cuídese mucho.
«¡Vaya! ¿Por qué le habré dicho eso?», se preguntó cuando cerró la puerta una vez que salió la joven de la habitación.
Sacudió la cabeza, se revolvió el pelo todavía más y volvió a las magistrales especulaciones de Sven Hjerson ante el relleno de salvia y cebolla.
Capítulo XVIII
Té en el entreacto
La señora Lorrimer salió de una de las casas de Harley Street. Se detuvo un momento en lo alto de los peldaños que conducían a la acera y luego bajó por ellos lentamente. Había una expresión rara en su cara... una mezcla de resolución e indecisión. Frunció un poco las cejas, como si se concentrara en un profundo problema.
Fue justamente entonces cuando vio a Anne Meredith en la acera opuesta.
La muchacha estaba contemplando un gran edificio que hacía esquina.
La señora Lorrimer titubeó un instante y luego cruzó la calzada.
—¿Cómo está usted, señorita Meredith?
Anne hizo un movimiento de sorpresa.
—Oh. ¿Cómo está usted?
—¿Todavía en Londres? —preguntó la mujer.
—No. Sólo he venido para pasar el día. Tenía que despachar un asunto con mi abogado.
Sus ojos se desviaban todavía hacia el edificio que había estado mirando antes.
—¿Le ocurre algo? —preguntó de nuevo la señora Lorrimer.
Anne se estremeció.
—¿Algo? No. ¿Qué podía pasarme?
—Estaba mirando como si pensara en algo.
—Pues no pensaba en nada. Bueno, en realidad, sí estaba pensando, pero en algo sin importancia; algo completamente tonto.
La muchacha rió.
—Era tan sólo, que pensé haber visto a mi amiga... la que vive conmigo... entrar en esa casa, y me preguntaba si habría venido a visitar a la señora Oliver.
—¿Aquí vive la señora Oliver? No lo sabía.
—Sí. Vino a vernos el otro día; nos dio su dirección y nos dijo que viniéramos a visitarla. Quisiera saber si era Rhoda la que vi entrar.
—¿Quiere subir y comprobarlo?
—No. No hace falta.
—Venga a tomar el té conmigo —invitó la señora Lorrimer—. Conozco un buen establecimiento aquí cerca.
—Es usted muy amable —dijo Anne titubeando.
Caminaron juntas por la calle y entraron en una adyacente. Les sirvieron té con pastas en una pequeña pastelería.
No hablaron mucho. Cada una de ellas parecía encontrar un alivio en el silencio de la otra.
Anne preguntó de pronto:
—¿Ha ido a verla la señora Oliver?
—Nadie me ha visitado excepto monsieur Poirot.
—No quería referirme a... —empezó Anne.
—¿De veras? Creí que quería saber eso.
La muchacha le dirigió una rápida y asustada mirada. Vio algo en la cara de la señora Lorrimer que pareció tranquilizarla.
Hubo un momento de silencio.
—Pues a mí no ha venido a verme ese señor —dijo lentamente.
—¿Y no la ha visitado el superintendente Battle? —preguntó a la joven.
—Sí. Desde luego.
Anne indagó con acento titubeante:
—¿Qué cosas le preguntó?
La señora Lorrimer suspiró con cansancio.
—Supongo que me hizo las preguntas corrientes en estos casos. Pura rutina. Estuvo muy agradable.
—Eso creo yo también.
Se produjo otra pausa.
—Señora Lorrimer —dijo Anne—, ¿cree usted... que llegarán a encontrar al culpable?
Tenía los ojos fijos en su platillo. No pudo ver la expresión extraña que apareció en los ojos de la mujer al mirar su cabeza inclinada.
—No lo sé... —murmuró la señora Lorrimer.
—No es... muy agradable, ¿verdad? —dijo lamentándose la joven.
La cara de la señora Lorrimer volvió a reflejar la misma expresión curiosa y a la vez comprensiva, cuando preguntó:
—¿Cuántos años tiene usted, Anne Meredith?
—Yo... yo... —la muchacha tartamudeó—. Tengo veinticinco.
—Yo tengo sesenta y tres.
Prosiguió jadeante:
—Tiene usted ante sí la mayor parte de su vida...
Anne se estremeció.
—Puede atropellarme un autobús al volver a casa —dijo.
—Sí, es verdad. Y a mí... puede que no.
Dijo aquello con un tono extraño. Anne la miró estupefacta.
—La vida es un negocio muy difícil —agregó la señora Lorrimer—. Lo sabrá cuando llegue a mi edad. Requiere una gran cantidad de coraje y otra tanta de resistencia. Y al final, una se pregunta: «¿Valía la pena?»
—¡Oh, no! —exclamó Anne.
La señora Lorrimer rió con su acostumbrada suficiencia y aplomo.
—Resulta vulgar el decir cosas tristes de la vida —comentó.
Llamó a la camarera y pagó la cuenta.
Cuando salían de la pastelería cruzaba un taxi libre ante la puerta y la señora Lorrimer lo detuvo.
—¿Puedo llevarla a algún sitio? —preguntó—. Voy a la parte sur del parque.
La cara de Anne se iluminó.
—No, muchas gracias. Mi amiga acaba de doblar la esquina. Muchísimas gracias, señora Lorrimer, Adiós.
—Adiós y buena suerte.
Arrancó el coche y Anne marchó precipitadamente hacia el otro lado.
Rhoda pareció alegrarse cuando vio a su amiga, pero luego adoptó una ligera expresión de culpabilidad.
—Rhoda, ¿has ido a ver a la señora Oliver? —preguntó Anne.
—Sí. He estado en su casa.
—Y yo te he cogido.
—No sé a qué te refieres con eso de que me has cogido. Vamos a tomar un autobús. Por lo visto, has acabado mal con tu amigo. Creí que, por lo menos, te hubiera invitado a té.
Anne guardó silencio durante un rato... una voz sonaba en sus oídos:
«¿Podríamos recoger a su amiga para tomar el té juntos?»
Y su propia contestación... rápida, sin tiempo para pensarla:
«Muchas gracias, pero tenemos que ir a tomarlo con unos amigos.»
Una mentira... una mentira tonta. La estúpida manera en que una decía la primera cosa que le venía a la cabeza, sin pararse ni un instante a reflexionar. Hubiera sido muy fácil decir: «Gracias, pero mi amiga debe haberlo tomado ya.» Eso, en el caso de que no quisiera, como así era, que Rhoda fuera con ellos.
A ella misma le extrañaba la forma en que detestaba la presencia de Rhoda. Había deseado, en definitiva, tener a Despard para ella sola. Había sentido celos. Celos de Rhoda. De Rhoda; tan ingeniosa, tan dispuesta la conversación, tan llena de entusiasmo y de vida... La otra noche parecía que el mayor Despard se había fijado mucho en Rhoda. Y sin embargo era a ella, Anne Meredith, a quien el muchacho había ido a visitar. Rhoda era así. Sin proponérselo la dejaba a una en segundo término. No; definitivamente, no había querido que Rhoda les acompañara.