—Mademoiselle, no debe usted intimidarse... En todo caso, debiera estar fuertemente emocionada. Debía tener listo su libro de autógrafos y la estilográfica.
—Pero a mí no me interesan los asuntos relacionados con el crimen, ni creo que le interesan a ninguna mujer. Los hombres son los únicos que leen novelas policíacas.
Hércules Poirot suspiró con afectación.
—¡Ay! —murmuró—. ¡Qué no daría yo ahora por ser un astro cinematográfico, aunque fuera de poca magnitud!
El mayordomo abrió la puerta de par en par.
—La comida está servida —anunció.
El pronóstico de Poirot se cumplió ampliamente. La comida fue exquisita y perfecta en sus detalles. Luz suave, maderas pulidas y el centelleo azul del cristal irlandés. En la penumbra, sentado en la cabecera de la mesa, el señor Shaitana tenía un aspecto más diabólico que nunca.
Pidió disculpas con elegancia, sobre el número desigual de señoras y caballeros.
La señora Lorrimer tomó asiento a su derecha y la señora Oliver a la izquierda. La señorita Meredith se sentó entre el superintendente Battle y el mayor Despard, y Poirot entre la señora Lorrimer y el doctor Roberts.
—No vamos a permitir que acapare durante toda la noche a la única chica bonita que tenemos. Ustedes los franceses no pierden el tiempo, ¿verdad?
—No lo sé. Soy belga —contestó Poirot.
—Tanto da por lo que se refiere a las mujeres —comentó el médico alegremente.
Después, bajando el tono jocoso y adoptando el profesional, empezó a hablar con el coronel Race acerca de los últimos descubrimientos en el tratamiento de la enfermedad del sueño.
La señora Lorrimer se volvió hacia Poirot e inició la conversación hablando sobre las últimas obras teatrales estrenadas. Sus juicios eran sensatos, así como las críticas que formuló. Derivaron luego al tema de los libros y por fin al de la política mundial. Poirot apreció en ella una mujer instruida y muy inteligente.
En el lado opuesto de la mesa, la señora Oliver estaba preguntando al mayor Despard si conocía algunos venenos exóticos o poco comunes.
—Pues... el curare —dijo él.
—¡Eso es vieux jeu, querido amigo! Ha sido empleado centenares de veces. ¡Me refiero a algo completamente nuevo!
El mayor contestó con sequedad:
—Las tribus primitivas están algo chapadas a la antigua. Prefieren utilizar los materiales que sus abuelos y bisabuelos emplearon antes que ellos.
—¡Qué aburridos son! —dijo la señora Oliver—. Yo creía que estaban constantemente haciendo experimentos con hierbajos y cosas parecidas. ¡Qué oportunidad para los exploradores! Cuando volvieran a casa podrían matar a todos los tíos ricos, con alguna nueva droga de la que nadie oyó hablar.
—Eso debe usted buscarlo en los medios civilizados y no en las selvas —comentó Despard—. En un laboratorio moderno, por ejemplo. Cultivos de gérmenes, en apariencia inofensivos, que pueden producir enfermedades artificiales tan mortales como las genuinas.
—Eso no interesa a mis lectores. Además, los nombres de esos bichos se prestan a confusión..., estafilococos, estreptococos... Muy complicados para que los escriba correctamente mi secretaria y, de todos modos, resultan algo aburridos, ¿no cree? ¿Qué opina usted, superintendente Battle?
—En la vida real la gente no se busca tantas complicaciones —dijo el interpelado—. Generalmente utilizan el arsénico porque es más eficiente y no resulta difícil de conseguir.
—Tonterías —replicó la señora Oliver—. Eso lo dice simplemente porque hay una infinidad de crímenes que ustedes, los de Scotland Yard, nunca podrán descubrir. Pero si tuvieran allí una mujer...
—Puede decirse que tenemos...
—Sí; esas horribles mujeres policía que llevan un gorro ridículo y molestan a la gente en los parques. Yo me refiero a una mujer que ocupara un alto cargo. Las mujeres saben mucho acerca del crimen.
—Por regla general, son criminales con mucha suerte —dijo el superintendente—. No pierden la cabeza y es divertido verlos cómo mantienen con toda desfachatez sus mentiras.
El señor Shaitana rió suavemente.
—El veneno es un arma femenina —observó—. Deben de existir muchas envenenadoras que nunca fueron descubiertas.
—Claro que las hay —contestó la señora Oliver, sirviéndose un generoso mousse de foie gras.
—Un médico también tiene oportunidad de ello —prosiguió el señor Shaitana con aspecto pensativo.
—Protesto —dijo el doctor Roberts—. Cuando envenenamos a nuestros pacientes es por puro accidente —rió de buena gana.
—Pues si yo estuviera decidido a cometer un crimen... —El señor Shaitana se detuvo y hubo algo en su pausa que llamó la atención de los demás.
Todas las caras se volvieron hacia él.
—Creo que lo llevaría a cabo con la mayor sencillez posible —siguió—. Siempre existe la posibilidad de que ocurre un accidente... que se dispare un arma sin querer, por ejemplo... o algún accidente de tipo doméstico.
Se encogió de hombros y cogió su copa de vino.
—¿Pero quién soy yo para decir estas cosas... con tantos expertos como hay aquí...?
Levantó la copa y al beber, la luz del candelabro reflejó una mancha roja sobre su cara, el bigote engomado, la perilla y las fantásticas cejas...
Hubo un momento de silencio y la señora Oliver dijo:
—¿Qué hora marca el reloj? Está pasando un espíritu... No tengo los pies cruzados... ¡debe ser un espíritu malo!
Capítulo III
Una partida de bridge
Cuando los invitados volvieron al salón, encontraron preparada una mesa de bridge. Se sirvió el café y el señor Shaitana preguntó:
—¿Quién juega al bridge? Que yo sepa, la señora Lorrimer y el doctor Roberts. ¿Juega usted, señorita Meredith?
—Sí, aunque no muy bien.
—Excelente. ¿Y el mayor Despard? Bien. ¿Qué les parece si ustedes cuatro jugaran aquí?
—Menos mal que habrá partida —dijo la señora Lorrimer en un aparte a Poirot—. Soy una de las más fervientes partidarias del bridge que existen. Es innato en mí. No acepto ninguna invitación si sé que no vamos a jugar después de la comida, pues me duermo irremediablemente. Estoy avergonzada de eso; pero es así.
Eligieron las parejas. La señora Lorrimer la formó con Anne Meredith y el mayor Despard con el doctor Roberts.
—Mujeres contra hombres —dijo la primera cuando tomó asiento y empezó a barajar las cartas con manos expertas—. Las cartas azules, ¿no le parece, compañera? Soy algo caprichosa.
—Procuren ganar —dijo la señora Oliver poniendo de manifiesto sus tendencias feministas—. Demuestren a los hombres que no siempre pueden hacer lo que les dé la gana.
—Las pobrecitas no tienen la menor posibilidad de ello —observó el doctor Roberts mientras barajaba el otro paquete de cartas—. Creo que le toca dar a usted, señora Lorrimer.
El mayor Despard se sentó lentamente. Miraba a la señorita Meredith como si acabara de descubrir que era verdaderamente bonita.
—Corte, por favor —dijo la señora Lorrimer con impaciencia.
Y el mayor, con un sobresaltado gesto de excusa, cortó la baraja que le ofrecían.
La señora Lorrimer empezó a repartir las cartas con gesto práctico.
—Tenemos preparada otra mesa en la habitación contigua —dijo el señor Shaitana.
Abrió una puerta y los cuatro invitados restantes le siguieron hasta un saloncito confortablemente amueblado en el que había dispuesta otra mesa de bridge.
—Tendremos que sortearnos —dijo el coronel Race.
—Yo no juego —anunció el dueño de la casa moviendo negativamente la cabeza—. El bridge no me divierte.