La señora Lorrimer parecía estar un poco desconcertada. Queriendo volver a sus anteriores maneras, dijo:
—Caso de que me convenga, monsieur Poirot, negaré todo lo que acabamos de hablar. Recuerde que no hemos tenido testigos. Lo que le he contado acerca de lo que vi aquella noche es... absolutamente privado entre los dos.
Poirot contestó con gravedad:
—No se hará nada sin su consentimiento, madame. Y no se preocupe; yo tengo métodos especiales. Ahora sé lo que debo hacer...
Tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios.
—Permítame que le diga, madame, que es usted una mujer extraordinaria. Reciba mi homenaje y mis respetos. Sí; es usted una mujer como hay pocas. Ha hecho incluso lo que novecientas noventa y nueve mujeres de cada mil, no hubieran podido evitar.
—¿Y qué es ello?
—Dejar de contarme por qué mató a su marido... y qué causas, en realidad, justificaron tal proceder.
La señora Lorrimer se levantó a su vez.
—Monsieur Poirot —dijo con rigidez—. Esas razones son de mi absoluta incumbencia.
—Magnifique! —exclamó Poirot, y, después de besarle otra vez la mano, salió de la habitación.
Hacía frío en la calle y miró en todas direcciones buscando un taxi; pero no vio ninguno.
Se encaminó hacia King's Road.
A medida que avanzada, su imaginación trabajaba a toda presión. De vez en cuando hacía gestos afirmativos con la cabeza y una de las veces la sacudió negativamente.
Miró hacia atrás. Alguien subía los peldaños que conducían a la puerta de la señora Lorrimer. Por su figura parecía Anne Meredith. Titubeó durante unos momentos, preguntándose si debía volver o no, pero al final reanudó su paseo.
Al llegar a casa se encontró con que Battle se había ido sin dejar ningún mensaje para él.
Telefoneó al superintendente.
—¡Hola! —llegó hasta él la voz de Battle—. ¿Ha conseguido algo?
—Je crois bien. Mon ami, debemos ir tras la Meredith... y con rapidez.
—Ya voy tras ella... pero, ¿por qué tanta prisa?
—Porque puede ser peligrosa, amigo mío.
Battle calló durante unos instantes.
—Ya sé a qué se refiere —dijo al fin— Pero no hay... Bueno; no debemos dejarlo al azar. Le acabo de escribir Una noticia oficial en la que le anuncio mi visita para mañana. Pensé que lo mejor sería tenerla un poco indecisa sobre nuestros propósitos.
—No está mal. ¿Podré acompañarle?
—Naturalmente. Me veré muy honrado por su compañía, monsieur Poirot.
El detective colgó el teléfono. Le embargaba una gran preocupación que se reflejaba en su rostro.
Se sentó un rato frente al fuego, con el ceño fruncido, hasta que, por fin, desechando sus dudas y temores, se acostó.
—Veremos qué pasa mañana —murmuró.
Pero no tenía idea de lo que traería la luz del nuevo día.
Capítulo XXVIII
Suicidio
La llamada llegó por teléfono en el momento en que Poirot tomaba su desayuno, compuesto de café y bollos.
Cogió el receptor y oyó la voz de Battle.
—¿Monsieur Poirot?
—Sí, soy yo. Qu'est ce qu'il y a?
La sola inflexión de la voz del superintendente le dijo que algo había ocurrido. Los recelos de la noche anterior volvieron a soliviantarle.
—De prisa, amigo mío, dígame.
—La señora Lorrimer.
—Lorrimer... ¿sí?
—¿Qué diablos le dijo usted... o qué le contó ella ayer? No me indicó usted nada; antes al contrario, me dejó pensar que la Meredith era la que debíamos vigilar.
Poirot preguntó sin inmutarse:
—¡Qué ha pasado?
—Suicidio.
—¿La señora Lorrimer se ha suicidado?
—Eso es. Parece ser que estuvo muy deprimida y que últimamente no parecía la misma. Su médico le ordenó que tomara cierto soporífero. Ayer por la noche se administró la última dosis.
Poirot aspiró profundamente el aire.
—¿Está seguro de que no fue... un accidente?
—Por completo. Todo estaba bien preparado. Escribió a los tres.
—¿Qué otros tres?
—A Despard, a Roberts y a la señorita Meredith. Lo expuso todo clara y lisamente, sin andarse por las ramas. Escribió diciéndoles que estaba dispuesta a terminar con aquella situación que... fue ella quien mató a Shaitana... y que les presentaba sus excusas... ¡sus excusas!... por las molestias que habían sufrido por su causa. Una carta con su carácter. Hasta el final conservó su sangre fría.
Durante unos momentos Poirot no contestó.
Aquélla era, pues, la última palabra de la señora Lorrimer. Al final había tomado la determinación de proteger a Anne Meredith. Una muerte rápida y sin dolor en lugar de la que esperaba tras un prolongado sufrimiento. Y una última acción altruista... la salvación de la muchacha por la que sentía una secreta simpatía. Todo lo había planeado y llevado a la práctica con eficacia despiadada... un suicidio anunciado cuidadosamente a los tres interesados. ¡Qué mujer! Su admiración por ella creció de punto. Lo ocurrido encaja a la perfección con la manera de ser de la señora Lorrimer... su determinación manifiesta; su insistencia en llevar a la práctica lo que se había propuesto.
Poirot pensó que la había convencido... pero evidentemente ella había preferido seguir su propia opinión. Era una mujer de voluntad férrea.
La voz de Battle le sacó de sus meditaciones.
—¿Qué diablos le dijo usted ayer? Debió ponerla sobre aviso y éste ha sido el resultado. Y no obstante, dio usted a entender que la consecuencia de su entrevista había sido confirmar las sospechas sobre la Meredith.
Poirot no contestó. Se daba cuenta de que, una vez muerta, la señora Lorrimer le obligaba más a su voluntad que si hubiera estado viva.
Por fin dijo lentamente:
—Estaba equivocado.
Eran unas palabras desacostumbradas en la boca del detective, quien detestaba el decirlas.
—Se equivocó, ¿eh? —dijo Battle—. Por lo visto, la mujer debió creer que iba usted por ella. No ha estado muy acertado... al dejar que se nos escapara de las manos de tal forma.
—No hubiera podido probar nada contra ella.
—No... supongo que no... Tal vez haya sido mejor. Usted... ejem... no tenía la intención de que pasara esto, ¿verdad, monsieur Poirot?
El detective negó con indignación.
—Dígame exactamente lo que ocurrió —solicitó.
—Roberts recibió la carta un poco antes de las ocho. No perdió el tiempo y salió a escape con su coche, dejando encargado a su doncella que nos comunicara lo que había pasado. Cuando llegó a la casa, se enteró de que la señora Lorrimer no había llamado aún. Subió a su habitación... pero era demasiado tarde. Le practicó la respiración artificial, pero inútil. Nuestro cirujano, que llegó poco después, aprobó su tratamiento.
—¿Cuál fue el soporífero?
—Veronal, según creo. Uno de los pertenecientes al grupo de los barbitúricos. Se encontró un tubo de pastillas al lado de la cama.
—¿Y qué pasó con los otros dos? ¿Han tratado de ponerse al habla con usted?
—Despard no está en la ciudad. Por lo tanto, no habrá recibido el correo de esta mañana.
—¿Y... la señorita Meredith?
—Acabo de telefonearle.
—Eh bien?
—Había abierto la carta unos momentos antes de que yo llamara. El correo llega tarde allí.
—¿Cómo reaccionó?
—Una actitud perfectamente apropiada a las circunstancias. Un gran alivio, decentemente velado. Conmovida y apesadumbrada... ya sabe cómo son esas cosas.
—¿Dónde está usted ahora, amigo mío? —preguntó por fin.
—En Cheyne Lane.
—Bien. Voy ahí inmediatamente.
En el vestíbulo de Cheyne Lane encontró al doctor Roberts que se disponía a marcharse. Los modales joviales acostumbrados en el doctor parecían ausentes aquella mañana. Estaba pálido y parecía conmovido.