—Acaba de marcharse.
—¿De veras? ¿Hacia dónde? No la hemos visto.
La señora Astwell, estudiando en secreto el extraño bigote del otro caballero y decidiendo que formaban una pareja muy rara para tratarse de dos amigos, facilitó más informes sobre el caso.
—Ha ido hacia el río... —explicó.
El caballero que llevaba bigote preguntó:
—¿Y la otra señorita? ¿La señorita Dawes?
—Se han ido juntas.
—Muchas gracias —dijo Battle—. Vamos a ver, ¿qué camino debemos seguir para llegar al río?
—Tuerzan por la izquierda y sigan por el sendero —respondió la señora Astwell con rapidez—. Cuando lleguen al camino de sirga, sigan por la derecha. Les oí decir que iban por allí —y añadió—: No hace un cuarto de hora que se marcharon. Las encontrarán en seguida.
«¿Quiénes serán estos dos? No puedo recordar si los conozco o no», pensó la mujer cuando cerró con desgana la puerta, después de contemplar pensativamente la espalda de los dos hombres que se alejaban.
La señora Astwell volvió a la cocina, mientras Battle y Poirot daban la vuelta hacia la izquierda, como les fue indicado.
Poirot caminaba apresuradamente y Battle lo miraba de vez en cuando con curiosidad.
—¿Ocurre algo, monsieur Poirot? Parece que tiene usted mucha prisa.
—Es verdad. Estoy intranquilo, amigo mío.
—¿Sobre algo en particular?
Poirot sacudió la cabeza.
—No. Pero todo es posible. Nunca se sabe...
—Usted tiene algo en el pensamiento —dijo Battle—. Ha querido que viniéramos esta mañana sin perder un momento... y puedo asegurar que el agente Turner ha pisado bien el acelerador gracias a usted. ¿Qué es lo que teme? La muchacha ha corrido el pestillo.
Poirot no contestó.
—¿Qué es lo que teme? —repitió Battle.
—¿Qué es lo que teme uno en estos casos?
Battle asintió.
—Tiene usted razón. Me pregunto si...
—¿Qué es lo que se pregunta usted?
El superintendente contestó con lentitud:
—Me pregunto si la señorita Meredith se habrá enterado de que su amiga le contó cierta cosa a la señora Oliver.
Poirot hizo un gesto afirmativo con vigorosa convicción.
—De prisa, amigo mío —dijo.
Recorrieron apresuradamente la orilla del río. No había ninguna embarcación visible sobre la superficie del agua, pero al dar la vuelta a un recodo, Poirot se detuvo. La rápida mirada de Battle también vio lo mismo.
—El mayor Despard —dijo.
Despard corría por la orilla del río, unas doscientas yardas delante de ellos.
Un poco más lejos se veía a las dos muchachas, en mitad de la corriente, sobre una pequeña barca de fondo plano. Rhoda hacía avanzar el barquichuelo mediante un palo que apoyaba en el fondo del río. Anne estaba tendida en el fondo de la embarcación y reía en aquel momento. Ninguna de ellas miraba hacia la orilla.
Y entonces... ocurrió. Anne extendió la mano; Rhoda se tambaleó y cayó al agua... vieron el desesperado manotazo que la muchacha dio a la manga de Anne...
La barca osciló... y, por fin, dio la vuelta y las dos jóvenes se debatieron en el agua.
—¿Lo ha visto? —exclamó Battle mientras empezaba a correr—. La Meredith cogió por el tobillo a su amiga y la lanzó por la borda. ¡Dios mío, éste es su cuarto asesinato!
Los dos corrían todo lo que sus piernas les permitían, pero alguien iba delante de ellos. Se veía que ninguna de las dos muchachas sabía nadar. Despard corrió por la orilla hasta el punto más cercano a ellas, se lanzó al agua y nadó hacia donde se debatían angustiosamente las dos jóvenes.
—Mon Dieu!; esto es interesante —exclamó Poirot cogiendo por la manga a su amigo—. ¿A cuál de las dos socorrerá primero?
Las muchachas no estaban juntas. Unas doce yardas las separaban.
Despard nadaba vigorosamente hacia ellas... no había ninguna vacilación en sus movimientos. Se dirigía rectamente hacia Rhoda.
Battle, por su parte, llegó a la orilla y se zambulló, mientras Despard llevaba felizmente a Rhoda hasta la orilla. La dejó allí y volvió a meterse en el agua, nadando hacia donde Anne acababa de irse al fondo.
—Tenga cuidado —advirtió Battle—. Hay hierbas abajo.
El joven y Battle llegaron al mismo tiempo, pero Anne se había hundido antes de que pudieran cogerla los dos hombres.
La encontraron por fin y entre los dos la llevaron a la orilla.
Poirot estaba atendiendo a Rhoda. La muchacha estaba sentada entonces y su respiración se normalizaba.
Despard y Battle tendieron en el suelo a Anne Meredith.
—Hay que practicarle la respiración artificial —dijo el superintendente—. No se puede hacer otra cosa. Pero temo que ya es tarde.
Empezó a trabajar metódicamente y Poirot se puso a su lado, dispuesto a relevarle si hacía falta.
Despard se arrodilló junto a Rhoda.
—¿Se encuentra bien? —dijo con voz ronca y ansiosa.
Ella respondió lentamente:
—Me ha salvado. Me ha salvado... —tendió las manos hacia él y cuando el muchacho las tomó entre las suyas, la joven rompió a llorar.
—Rhoda... —dijo él.
Sus manos se fundieron en un largo apretón.
Por la mente de Despard pasó una repentina visión... un paisaje africano y Rhoda, riendo feliz, a su lado...
Capítulo XXX
Asesinato
Quiere usted decir que Anne me tiró al río intencionadamente? —dijo Rhoda con acento incrédulo—. Reconozco que a mí sí me lo pareció. Ella estaba enterada de que yo no sabía nadar. Pero... ¿fue deliberado?
—Por completo —dijo Poirot.
Pasaban entonces por los arrabales de Londres.
—Pero..., pero, ¿por qué?
Poirot no contestó hasta pasados unos momentos. El detective pensó que, por lo menos, conocía un motivo por el cual Anne actuó en aquella forma; y aquel motivo estaba sentado entonces al lado de Rhoda.
El superintendente Battle tosió.
—Debe usted disponerse, señorita Dawes, a recibir un disgusto. La señora Benson, con quien vivió su amiga, no murió a causa de un accidente, según parecía... Por lo menos, tenemos ciertas razones para suponerlo.
—¿A qué se refiere?
—Creemos —intervino Poirot— que Anne Meredith cambió de sitio dos botellas.
—¡Oh, no... no! ¡Qué cosa tan horrible! Es imposible. ¿Anne? ¿Por qué tuvo que hacerlo?
—Tenía sus motivos —dijo el superintendente—. Pero la cuestión es, señorita Dawes, que por lo que sabía su amiga, usted era la única persona que podía darnos una pista sobre aquel incidente. Supongo que no le diría que se lo contó todo a la señora Oliver, ¿verdad?
Rhoda contestó lentamente:
—No. Pensé que se enfadaría conmigo.
—Desde luego. Y muy enfadada —dijo Battle con el ceño fruncido—. Pero ella creyó que el único peligro podría provenir de usted y por eso decidió... ejem... eliminarla.
—¿Eliminarme, a mí? ¡Oh, qué brutal! No puede ser.
—Bueno; ahora ya ha muerto —observó Battle—, y por lo tanto, lo dejaremos tal como está, pero no era una amiga que le conviniera, señorita Dawes... y eso sí que es verdad.
El automóvil fue aminorando la marcha y se detuvo ante una puerta.
—Subiremos al piso de monsieur Poirot —dijo el superintendente—. Hablaremos un poco sobre el asunto.
En el salón de Poirot fueron recibidos por la señora Oliver, que hasta entonces había estado entreteniendo al doctor Roberts. Bebían jerez. La señora Oliver llevaba uno de los sombreros más nuevos que la moda había impuesto entonces, así como un traje de terciopelo con un lazo sobre el pecho, en el cual reposaba un trozo de manzana.
—Pasen. Pasen —invitó hospitalariamente la mujer, como si se encontrara en su casa, en lugar de en la de Poirot—. Tan pronto como recibí su llamada, telefoneé al doctor Roberts y vino aquí. Todos sus pacientes se están muriendo, pero esto no le preocupa. En realidad, si no los visita se pondrán mejor. Queremos enterarnos de todo lo que ha pasado.