Los otros protestaron, manifestando que siendo así, preferían no jugar, pero Shaitana sostuvo con firmeza sus propósitos y, por fin, tomaron asiento. Poirot y la señora Oliver contra Battle y Race.
El anfitrión los estuvo observando durante un rato. Sonrió mefistofélicamente cuando vio con qué cartas declaraba la señora Oliver un «dos sin triunfo» y luego pasó silenciosamente a la otra habitación.
Encontró a los demás jugadores con las caras serias, embebidos en los lances del juego. La subasta se hacía con gran rapidez: «Un corazón». «Paso». «Tres tréboles». «Tres picos». «Cuatro diamantes». «Doblo». «Cuatro corazones».
El señor Shaitana observó el juego durante un momento, con la cara sonriente.
Luego cruzó la habitación y se sentó en un gran sillón, al lado de la chimenea. En una mesilla contigua tenía una bandeja con botellas. El resplandor del fuego se reflejaba en los protectores de cristal colocados ante el hogar.
Como siempre fue un perito en el arte de la iluminación, el señor Shaitana la había dispuesto de tal forma en aquella estancia, que parecía alumbrada solamente por las llamas del fuego. Una lamparita con pantalla, colocada al lado de su sillón, le permitía leer si lo deseaba. Discretas luces indirectas daban al salón una luz más viva sobre la mesa de juego, en torno a la cual seguían oyéndose las mismas exclamaciones monótonas.
«Una sin triunfo». Claro y decisivo... La señora Lorrimer.
«Tres corazones.» Una nota agresiva en la voz... el doctor Roberts.
«Paso.» Una voz tranquila... Anne Meredith.
Siempre se producía una pausa antes de que hablara Despard. No era la vacilación del hombre que piensa con lentitud, sino la del que quiere estar seguro antes de hablar.
«Cuatro corazones.»
«Doblo.»
Con la cara coloreada por las llamas vacilantes, el señor Shaitana sonrió.
Y siguió sonriendo, mientras los párpados le temblaban un poco...
Aquella fiesta le estaba resultando muy agradable.
* * *
—Cinco diamantes. game y rubber —dijo el coronel Race—. Ha jugado muy bien, compañero —se dirigió a Poirot—. No creí que pudiera hacerlo. Hemos tenido suerte al no dejarles jugar su pico.
—No me parece que hubieran variado mucho las cosas —replicó el superintendente Battle, pues era un hombre de benévola magnanimidad.
Había cantado picos. Su compañera, la señora Oliver, tenía ayuda a este palo, pero «algo la había movido a salir con un trébol»... y los resultados fueron desastrosos.
El coronel Race miró su reloj.
—Las doce y diez. ¿Jugamos otra?
—Tendrán que perdonarme —dijo el superintendente—. Estoy adquiriendo la costumbre de irme temprano a la cama.
—Yo también —convino Poirot.
El resultado de los cinco rubber jugados durante la velada fue una aplastante victoria para el sexo fuerte. La señora Oliver perdió tres libras y siete chelines. Quien más ganó fue el coronel Race.
Aunque jugaba muy mal al bridge, la novelista sabía perder deportivamente. Pagó sin que le faltara el buen humor.
—Esta noche me salió todo al revés —dijo—. Suele ocurrir algunas veces. Ayer, por ejemplo, tuve unas cartas estupendas. Ciento cincuenta honores, tres veces consecutivas.
Se levantó y recogió su bolso, conteniendo a tiempo el movimiento instintivo de alisarse el pelo hacia la nuca.
—Supongo que el señor Shaitana estará en la otra habitación —observó.
Y seguida por los otros tres, entró en el salón.
El dueño de la casa seguía sentado al lado del fuego y los jugadores estaban absortos en el curso de la partida.
—Doblo los cinco tréboles —decía en aquel momento la señora Lorrimer con su voz fresca e incisiva.
—Cinco sin triunfo.
—Doblo.
La señora Oliver se dirigió hacia la mesa. Por lo visto, aquella mano prometía ser interesante.
El superintendente Battle la acompañó.
Race fue hacia donde estaba Shaitana y Poirot lo siguió.
—Nos vamos, Shaitana —dijo el coronel.
El interpelado no contestó. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía haberse dormido. Race dirigió una mirada de extrañeza a Poirot y se acercó un poco más. De pronto, lanzó una exclamación ahogada y se inclinó hacia delante. Poirot se colocó inmediatamente a su lado y miró lo que señalaba el coronel... algo que podía ser un botón de camisa... pero que no lo era...
El detective se inclinó a su vez, tomó una de las manos del señor Shaitana y la dejó caer. Hizo un signo afirmativo al ver la mirada interrogante de Race y éste levantó la voz y llamó:
—Superintendente Battle; un momento, acérquese, por favor.
El superintendente se acercó a ellos, mientras la señora Oliver quedaba viendo cómo se jugaban los cinco triunfos, doblados.
No obstante su aspecto estólido, Battle era un hombre ágil. Levantó las cejas y preguntó en voz baja, cuando llegó junto a los otros:
—¿Ocurre algo?
Con un ademán de cabeza el coronel Race señaló la silenciosa figura del sillón.
En tanto que Battle se inclinaba, Poirot contempló pensativamente la cara del señor Shaitana. Ahora parecía una cara inocente, con la barbilla caída... sin la expresión diabólica de antes...
Hércules Poirot sacudió la cabeza.
El superintendente se incorporó. Había examinado, sin tocarle el objeto que parecía un botón de la camisa del señor Shaitana... pero que no lo era. Battle levantó también la fláccida mano y la dejó caer.
Luego quedó rígido, insensible, capaz, marcial... dispuesto a hacerse cargo eficientemente de la situación.
—Un momento, por favor —dijo.
Su voz tenía un tono oficial, tan diferente al que había empleado durante la noche, que se volvieron hacia él todos los que estaban jugando. La mano de Anne Meredith quedó sobre el as de picos que iba a recoger del juego del «muerto».
—Siento comunicarles —dijo Battle— que nuestro anfitrión, el señor Shaitana, ha fallecido.
La señora Lorrimer y el doctor Roberts se levantaron. Despard frunció el entrecejo y la señorita Meredith dio un ligero respingo.
—¿Está usted seguro?
El doctor Roberts, dominado por su instinto profesional, cruzó el salón con paso rápido.
El superintendente Battle impidió que siguiera avanzando.
—Un momento, doctor Roberts. ¿Puede decirme, primero, quién entró y salió de la habitación desde que comenzó la velada?
Roberts lo miró fijamente.
—¿Entró y salió? No le entiendo. Nadie.
Battle dirigió la vista hacia el otro lado.
—¿Es cierto, señora Lorrimer?
—Desde luego.
—¿Ni el mayordomo ni alguno de los criados?
—No. El mayordomo trajo esa bandeja cuando nos sentamos a jugar y no ha vuelto desde entonces.
El superintendente miró a Despard y éste asintió sin proferir palabra.
Anne Meredith, casi sin aliento, aseguró:
—Sí..., sí, eso es.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Roberts con impaciencia—. Deje que le reconozca. Puede haber sido sencillamente un mareo.
—No ha sido ningún mareo y siento decirles... que nadie deberá tocarlo hasta que venga el médico-forense. El señor Shaitana ha sido asesinado.
—¿Asesinado? —un suspiro horrorizado e incrédulo lanzado por Anne.
Una mirada fija, desconcertada, de Despard.
Un agudo «¿Asesinado?» de la señora Lorrimer.
Un «¡Dios mío!» del doctor Roberts.
Battle hizo un lento signo afirmativo. Tenía en aquel momento el aspecto de un mandarín de porcelana china. Su expresión era desconcertante.
—Apuñalado —dijo—. Así ha ocurrido. Le han apuñalado.
Luego formuló una pregunta general.
—¿Alguno de ustedes se ha levantado de la mesa esta noche?