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El superintendente no opuso ninguna objeción y prosiguió con sus preguntas metódicas y sosegadas.

—¿A qué hora ocurrió eso?

—Hacía poco más de una hora que habíamos empezado a jugar.

—¿Y qué me dice de los demás?

—El doctor Roberts me trajo una copa. Se sirvió otra para él... pero eso fue mas tarde. El mayor Despard también se levantó para beber... alrededor de las once y cuarto, poco más o menos.

—¿Sólo se levantó una vez?

—No... creo que dos. Los caballeros estuvieron yendo y viniendo por la habitación, pero no me di cuenta de lo que hicieron. La señorita Meredith se levantó una sola vez y dio la vuelta a la mesa para ver el juego de su compañero.

—¿Y no se alejó de allí?

—No puedo decírselo. Es posible que lo hiciera.

Battle asintió.

—Todo esto es muy vago —refunfuñó.

—Lo siento.

Una vez más, el superintendente actuó como un prestidigitador y sacó el largo y delgado estilete.

—¿Quiere usted verlo, señora Lorrimer? —preguntó.

La mujer lo tomó sin inmutarse.

—¿Lo había visto alguna vez?

—Nunca.

—Sin embargo, estaba sobre la mesa del salón.

—No me fijé en él.

—Tal vez se dará cuenta de que con una arma como ésta una mujer podría llevar a cabo un asesinato tan fácilmente como un hombre.

—Supongo que sí —dijo ella bajando la voz.

Se inclinó para devolver a Battle el delicado objeto.

—Pero, así y todo —agregó el policía—, esa mujer debía estar en un verdadero callejón sin salida. Era muy peligroso el riesgo que debía correr.

Aguardó un minuto, pero la señora Lorrimer no replicó.

—¿Sabe usted algo acerca de las relaciones entre los otros tres y el señor Shaitana?

Ella sacudió la cabeza.

—Nada absolutamente.

—¿Tendría inconveniente en darme su opinión sobre cuál de ellos podría ser el culpable?

La mujer se enderezó.

—Me parece muy inconveniente el hacer una cosa así. Y, además, considero altamente impropia esa tajante pregunta.

El superintendente pareció un chiquillo avergonzado, a quien su abuela acababa de reprender.

—¿Quiere darme su dirección, por favor? —murmuró, mientras cogía su libro de notas.

—Ciento once, Cheyne Lane, en Chelsea.

—¿Y el número de su teléfono?

—Chelsea, 45632.

La señora Lorrimer se levantó.

—¿Quiere hacer alguna pregunta, monsieur Poirot? —preguntó Battle precipitadamente.

La mujer se detuvo, inclinando ligeramente la cabeza.

—¿Sería «apropiado» el preguntarle, madame, su opinión sobre sus compañeros, no como asesinos en potencia, sino como jugadores de bridge?

La señora Lorrimer contestó con frialdad:

—No me opongo a contestar eso, si es que tiene algo que ver con el asunto que nos ocupa; cosa que no veo muy clara.

—Deje que sea yo quien juzgue tal extremo. Usted conteste, por favor, madame.

Con el tono de un adulto que trata de complacer a un niño cargante, la señora Lorrimer replicó:

—El mayor Despard es un jugador muy bueno. El doctor Roberts extrema mucho el juego, pero lo desarrolla brillantemente. La señorita Meredith es una jugadora muy concienzuda, aunque demasiado prudente. ¿Algo más?

Haciendo a su vez un juego de manos, Poirot sacó cuatro arrugadas hojas de carnet de bridge.

—¿Alguna de estas hojas es suya, madame?

Ella las examinó.

—Éstos son mis números. Es el tanteo del tercer rubber.

—¿Y ésta?

—Debe ser del mayor Despard. Va tachando a medida que anota el tanteo.

—¿Y esta hoja?

—De la señorita Meredith. Son del primer rubber.

—Entonces, ¿ésta que no se acabó es la del doctor Roberts?

—Sí.

—Muchas gracias, madame. Creo que eso es todo.

La mujer se volvió hacia la señora Oliver.

—Buenas noches, señora Oliver —dijo—. Buenas noches, coronel Race.

Después, una vez que estrechó la mano de los cuatro, salió de la habitación.

Capítulo VI

 

¿El tercer asesino?

No he podido conseguir que se alterara —comentó Battle—. Y, además, hasta me he sorprendido. Está chapada a la antigua; con muchas consideraciones para los demás, ¡pero arrogante como el propio diablo! No puedo creer que ella lo hiciera, ¡quién sabe! Tiene mucha firmeza. ¿Qué es lo que pretende con esas hojas de carnet, Poirot?

El detective las extendió encima de la mesa.

—Aclaran mucho las cosas, ¿no cree? ¿Qué es lo que necesitamos en este caso? Conocer el carácter de una persona. Y no sólo de una, sino de cuatro. Aquí es donde podremos encontrarlo reflejado con más seguridad... en estos números garrapateados. Esta hoja corresponde al primer rubber... bastante insípido; pronto acabó. Los números son pequeños y bien hechos; las sumas y las restas realizadas con cuidado... es de la señorita Meredith. Jugaba con la señora Lorrimer. Tenía buenas cartas y ganaron.

»En ésta que sigue, no es tan fácil reconstruir las incidencias del juego, puesto que se ha ido tachando el tanteo. Pero algo nos dice, tal vez, sobre el mayor Despard... un hombre a quien le gusta saber de una ojeada, en un momento dado, la situación en que se encuentra. Los números son pequeños y con mucho carácter.

»La hoja siguiente es de la señora Lorrimer; ella y el doctor Roberts contra los otros dos. Fue un combate homérico. Hay números en ambos lados. Por parte del doctor se aprecia tendencia a sobrepujar, y fallaron algunas bazas; si bien, como los dos son jugadores de primera fila, no fallaron muchas. Si los faroles del doctor impulsaban a los otros a jugar fuerte, tenían ocasión de atraparlos doblando. Vean... estas cifras corresponden a bazas falladas, dobles. Una escritura característica: airosa, legible y firme.

»Y aquí tenemos la última hoja... la correspondiente al rubber sin terminar. Como ven, hemos recogido una hoja escrita por cada uno de los jugadores. En ésta, los números son bastante extravagnates. Los tanteos no llegaron a la altura del rubber precedente. Ello fue debido, con seguridad, a que el doctor jugaba con la señorita Meredith y ésta es una jugadora bastante tímida. Si hubiera lanzado más faroles, corría el riesgo de que ella jugara con más timidez todavía.

»Tal vez creerán ustedes —terminó Poirot— que las preguntas que hago son tonterías. Pero no lo son. Necesito conocer el carácter de los cuatro jugadores y cuando ven que solamente les pregunto acerca del bridge, todos están dispuestos a contarme lo que saben.

—Nunca creí que sus preguntas fueran disparatadas, monsieur Poirot —dijo Battle—. Ya he tenido ocasión de ver cómo trabaja usted. Cada cual tiene sus métodos, lo sé. Tengo por costumbre que mis inspectores gocen de la libertad en este aspecto. De tal forma, cada uno de ellos tiene ocasión de saber qué método cuadra mejor a sus aptitudes. Pero será preferible que dejemos esto para otro rato. Haremos que pase la muchacha.

Anne Meredith parecía bastante trastornada. Se detuvo en el umbral de la puerta, respirando con dificultad.

Los instintos paternales del superintendente Battle se pusieron inmediatamente de manifiesto. Se levantó y dispuso una silla para la joven, en ángulo ligeramente diferente, para que no se sentara frente a él.

—Tome asiento, señorita Meredith, por favor. Vamos, no se alarme. Ya sé que todo esto parece algo terrible, pero en realidad no lo es tanto.

—No creo que haya cosas peores —dijo ella con un hilo de voz—. Es tan horroroso... tan horroroso... pensar que uno de nosotros... que uno de nosotros...