En contraste con la oscuridad exterior, había luz en aquel salón: un fulgor levemente azulado. Varios butacones y divanes vacían esparcidos por doquier; nadie los ocupaba, a excepción de dos mujeres que cuchicheaban mientras se servían frutas de un cesto colocado sobre una mesa. El aspecto de ambas no podía ser más extraordinario: se sujetaban los cabellos con cintas, al modo de las antiguas romanas, y vestían túnicas que ceñían a sus cuerpos con velos. Sus risas se mezclaban con el ruido de los clientes que rompían la pulpa de los melones y las piñas; una de ellas yacía reclinada sobre un banco de alabastro, con las piernas al descubierto. En conjunto, la visión evocaba una de esas bucólicas pinturas victorianas donde la abundancia de tules no hace más que revelar la voluptuosidad de aquello que se pretende cubrir: una escena donde afloraban detalles soñados por artistas de antaño -desnudeces sobre el mármol frío, miradas lánguidas y rendidas, plumas acariciantes para morir de deseo-, cual futuras reminiscencias de Sade y Masoch.
Al verlas entrar, una de las mujeres se puso de pie y se aproximó a una antigua marmita que despedía humo. Con un cucharón sirvió líquido en dos vasos y se acercó a las recién llegadas.
– Cortesía de la casa -dijo.
Gaia olisqueó, desconfiada.
– ¿Qué es?
– Té de flores.
Era un brebaje que olía a yerbas y disfrazaba su amargor con una miel turbia y oscura.
Otras risas se escucharon con mayor claridad. Gaia supuso que se celebraba alguna fiesta al otro lado de la puerta, aunque sus vitrales ahumados le impedían confirmar o negar esa posibilidad. De cualquier modo, no intentó averiguar más. Su acompañante bebía plácidamente echada sobre un diván. Gaia terminó de tomarse su té mientras barajaba explicaciones: o la mujer no reñía apuro en buscar a Eri, o era él quien se reuniría con ellas, o esa espera formaba parle de un ritual cuyo objetivo desconocía.
No fue necesario aguardar mucho para comprobar que la bebida era algo más que un simple cocimiento. Los objetos fueron rodeándose de un aura cremosa, casi apetecible; luego aparecieron aromas-perfumes de todo tipo: vino mentolado, aceite de rosas, tierra húmeda, almizcle empapado de polen, leña ardiente, agua de jazmín- como si su olfato hubiera trascendido los límites humanos. Casi se sobresaltó cuando su guía la tomó de nuevo por la cintura.
– Vamos, ya es hora -parecía algo borradla.
AI otro lado de la puerta se extendía un pasillo, protegido por una penumbra acogedora para que los ojos vieran sin fatigarse. En aquella intimidad, reinaba el bullicio. Decenas de personas entraban o salían de incontables habitaciones. Era fácil averiguar lo que ocurría en ellas porque las puertas no eran realmente puertas, sino mamparas coloniales de dos hojas. Gaia atisbo por encima de una y la visión le produjo algo más que sorpresa. 'Tendidas sobre lechos y alfombras, varias parejas se refocilaban entre almohadones. Por todas partes deambulaban jovencitos semidesnudos, que corrían solícitos para limpiar a quienes culminaban sus embales amorosos. Gaia observó la dedicación con que empapaban sus toallas en el agua tibia donde flotaban pétalos de rosas, y la ternura con que pasaban los paños por las vulvas húmedas y los falos a punto del desmayo.
– ¿Adónde vas? -preguntó Oshún al notar que la joven pretendía escabullirse.
– Yo vine a ver a Eri.
La mujer hizo un gesto posesivo.
– No, querida. Estás aquí porque Eri te ordenó que obedecieras a su mensajero, y tú aceptaste la invitación. Si él decide verte o no, será asunto suyo. Por ahora no te queda más remedio que seguirme… Y espero que no te pongas pesada y obedezcas.
No sin mortificación, reconoció que la otra estaba en lo cierto. Era inútil exigir atenciones ni cumplidos después de meterse en la boca del lobo. Había hecho un compromiso con él; nadie la había obligado… ¿O tal vez sí? Su voluntad se había derretido tras la extraña violación de la noche anterior, como si aquel miembro acanelado le hubiera inoculado un filtro que la hechizaba, obligándola a cumplir sus exigencias… Pero quizás estuviera inventando lo que no existía. Tal vez sólo estaba allí por su impaciencia en llegar al fondo de ese hombre misterioso.
– ¿Vienes conmigo?
Asintió humildemente.
II
Se abrieron camino entre la multitud que deambulaba enfebrecida, riendo, gritando v persiguiéndose. Era una nueva versión de Babel, aunque más locuaz que la bíblica porque sus protagonistas eran criaturas del trópico. La muchedumbre iba y venía, imitando la efervescencia de unmercado árabe con su prolusión de artefactos, golosinas y personajes: gitanas que leían el porvenir en las volutas del ombligo; llantas de dimensiones priápicas; efebos de contoneantes traseros, ataviados como hawaianas; brebajes para encender el deseo; artistas del tatuaje que realizaban sus obras en las paredes vaginales; cinturones de castidad con doble cerradura; monturas de donde emergían falos fastuosos para que las ninfómanas calmaran sus ansias al cabalgar sobre ellos; confituras afrodisíacas; gladiadores que ofrecían sus servicios nocturnos; sahumerios narcotizantes; ataúdes donde las mujeres podían esconderse para sacar sus pedios a través de dos agujeros y ofrecerlos anónimamente a los transeúntes…
Animada por el entorno, Osgún iba apartando las mamparas para escudriñar los salones donde la gente se dedicaba a diversas actividades. Gaia prefirió observar el trasiego de los transeúntes por los pasillos. En dos ocasiones su mirada tropezó con la de un gigante negro que parecía seguirlas, arrastrando consigo a una joven mestiza totalmente ebria y a otra mujer tan negra como él. Iba descalzo y vestía unos pantalones rojos que encendían más el brillo de su torso. La mestiza era muy hermosa, pero el pañuelo ensangrentado con que se cubría la cabeza le daba un aire deslucido y triste. La otra mujer, en cambio, se desplazaba con toda la majestad del mundo sobre sus hombros y una expresión gélida en las pupilas. Gaia observó de reojo al hombre, creyendo sentir su mirada. Primero pensó que imaginaba cosas porque un par de veces lo perdió de vista en la muchedumbre; pero cuando volvió a distinguirlo, ya no tuvo dudas: sus ojos inquisitivos se fijaban en Oshún.
– Es mi marido -respondió la mujer a la muda pregunta de Gaia.
– ¿Tu marido?
– Hace días que no nos hablamos -aclaró con desdén-. Mejor, ignóralo.
– Pero esta con dos mujeres.
– Sí, ya las conozco.
– ¿Las conoces? ¿Y no te importa?
– No soy celosa.
– ¿Por qué te persigue? -susurró Gaia, aunque era imposible que el hombre pudiera oírlas en medio de la algarabía-. Tal parece que fueras tu quien anduvieras enredada con alguien, y no él.
La mulata se encogió de hombros.
– En el parque me dijiste que se habían peleado -insistió Gaia.
– Y como ves, siempre acaba de perro faldero… Vamos.
Aprovechando un momento de confusión, ambas se colaron por una puerta que las llevó a un corredor desierto. Era obvio que la mujer conocía la casa; ni siquiera se detuvo a explorar otros salones. Gaia intentó memorizar secretamente aquel laberinto, intuyendo que nadie le enseñaría sus recovecos o atajos; su instinto le advertía que era importante conocer el terreno que pisaba.
Descendieron por unas escaleras hasta el sótano. Gaia estudió el agujero que se abría ante ella y aspiró la humedad que le producía cosquillas en la nariz. Una nube de aromas la golpeó, enroscándose en torno a su cuello como una bufanda neblinosa o como entidades que buscaran apoderarse de una víctima. Imaginó duendes olorosos a canela, talco de arroz, hojas de pino, lavanda, melado de azúcar, mazos de albahaca… Hubiera querido hundirse en ese pozo de fragancias, ahora que su oído percibía también el canto de los insectos en celo y el goteo del agua entre las piedras. Quizás fuera la cercanía de la tierra, pensó, de la Madre Tierra cuyo nombre llevaba, lo que producía aquella eclosión en sus sentidos. ¿Ola habrían drogado?