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Atravesaron la oquedad y subieron por otra escalera. Se dejó guiar, nublada la razón por los vapores que anegaban su cerebro… aunque no estaba muy segura de que su aturdimiento naciera de los aromas o de una bebida. ¿Se debería al bullicio del entorno? ¿Al clima orgiástico de esa villa? ¿O simplemente a un paseo que parecía no tener rumbo?

No se atrevió a protestar por temor a parecer impertinente, pero no dejaba de cuestionarse para qué demonios subían y bajaban sin cesar cuando hubiera sido mejor seguir por el mismo nivel. Estaba segura de que no se debía a que existiera una falta de continuidad en cada piso. Siempre volvía a encontrarse con los mismos salones: el de la primera planta tenía un gigantesco sol pintado en uno de sus extremos y estaba profusamente iluminado con lámparas de pie, candelabros colgantes y apliques broncíneos; el corredor del sótano, en cambio, permanecía en una penumbra apenas disimulada por los veladores de los nichos, que dejaban adivinar una luna menguante dibujada al final. Iban del día a la noche, de la noche al día, sin razón alguna que lo justificara como no fuera el capricho de su guía. Pensó que la incongruencia del recorrido era parte de una prueba.

Cuando subieron la escalera por octava o novena vez, Oshún reanudó su indiscreto fisgoneo, abriendo mamparas y husmeando en las habitaciones colmadas de escenas alucinantes donde intervenían criaturas y artefactos de todo tipo. Tras una de esas puertas les aguardaba una visión digna de un Buñuel pornógrafo: varias mujeres admiraban las maniobras de un contorsionista que ejecutaba el arco de espalda hasta lograr con su cuerpo una O perfecta. Su miembro había crecido frente a la atenta mirada del público, que lanzó alaridos de entusiasmo cuando sus labios tocaron la punía. Instigado por las exclamaciones, redobló sus esfuerzos y logró introducirlo completamente en su boca para iniciar una masturbación lenta y gozosa de sí.

El ambiente era cada vez más denso por la niebla que escapaba a borbotones de los pebeteros insertados en las paredes, Gaia sospechó que esas emanaciones provocaban en ella algo más que una mera confusión de los sentidos.

– ¡Hace falta una novicia! -gritó alguien.

Atontada por los vapores, no opuso resistencia cuando varias mujeres la arrastraron hacia el centro de la habitación; entre todas le sacaron el vestido y la acercaron a la boca del atleta que, manteniendo su posición en arco, atacó el sexo que se le ofrecía. Lengua y falo se alternaron para penetrarla con el tesón de dos rivales que se disputaran un botín, hasta que la boca terminó por ceder su lugar a la criatura anillada, cuya piel relucía cada vez que emergía de la gruta. Gaia cerró los ojos. Su razón se rebelaba contra aquella experiencia, pero su carne latía con un deseo nuevo que no le permitía decidir ni escoger, sólo tomar cuanto se le ofrecía.

Manos poderosas la sujetaron por las caderas.

Sintió la carne que pugnaba por penetrar en ese sitio al cual sólo Eri había tenido acceso, y trató de volverse hacia su agresor, tal vez con la idea de amedrentarlo; su tentativa sólo provocó que la luz se apagara, dejándola a oscuras con las manos que la obligaban a doblarse y a aceptar.

Dolor y caricias, suavidad y espinas: de eso estaba hecho el placer. Hubiera querido huir, pero notó que sus intentos por liberarse no hacían más que azuzar el deseo de sus dos asaltantes: el atleta, cuyo falo musculoso se distendía gloriosamente dentro de ella, y el desconocido que la atacaba sin misericordia por detrás. Hasta ella llegaban los suspiros y los gritos de la bacanal que se organizaba a su alrededor, fustigada sin duda por la visión del trío que constituía el principal espectáculo de la noche porque, pese a la ausencia de luz, una claridad indefinida permitía observar el conjunto.

Se rindió sin quejas al posesivo duelo. Sus gemidos se mezclaron con los del gimnasta circense y los de su incógnito agresor. Sintió, muy a su pesar, que gozaba hasta el paroxismo con aquella doble acometida que la mantenía clavada en su sitio, como una santa crucificada o una emperatriz que se ofreciera a sus esclavos para que éstos la disfrutaran más por ese acto de profanación que por el placer que su cuerpo les brindaba. Así soportó ella la embestida de los miembros hasta que de ambos brotó el maná, espeso y bullidor como la lava: riachuelos que la glorificaron bautismalmente.

Casi en seguida notó que le faltaba el apoyo del equilibrista, sin duda agotado por el extraordinario esfuerzo. Luego fue abandonada por su postrero atacante. V hubiera caído al suelo de no haber sido por unos brazos femeninos que la llevaron a un rincón, donde se dejó vencer por el sueño.

III

Despertó al sentir la tibieza que refrescaba sus torturados orificios. Un jovencito la limpiaba con agua de rosas, derramando pétalos y pistilos sobre su vientre hasta que cada poro exudó fragancias. A la tenue luz de un cirio, varias mujeres dormían solas o abrazadas entre sí. Gruesos cortinajes velaban toda visión del exterior. La mujer que se hacía llamar Oshún estaba cerca, comiendo trozos de naranja.

– ¿Quieres? -preguntó, tendiéndole uno.

Gaia lo tomó con avidez.

– Tengo que irme -anunció, y el zumo dulce se le escurrió por la barbilla.

– No puedes -le aseguró su anfitriona, que observó el goteo con expectativas de vampira.

– Es que tengo clases.

– ¿De madrugada?

– Ya debe de ser mediodía -Gaia chupó su pedazo-. He dormido mucho.

– Por eso no te preocupes. Cuando salgas de aquí, allá afuera no habrá transcurrido ni un instante.

Gaia alzó las cejas, pero no se molestó en rebatir ese argumento demencial. Oshún continuaba destrozando su fruta con deleite, ajena al enfado de su mirada; y la joven decidió aparentar que acataba sus explicaciones para no levantar sospechas, preparándose mentalmente para una fuga.

Todavía reinaba el silencio. Al parecer era demasiado temprano para los ocupantes de la casa, que probablemente aún dormían tras la prolongada saturnal. El recuerdo de la noche anterior la llenó de vergüenza y sospechó que su comportamiento era consecuencia de la infusión: un afrodisíaco o tal vez un alucinógeno. Se hizo el propósito de no beber más en aquel sitio.

Junto a ella descubrió un peplo de gasas azules. A falta de otra ropa -su vestido había desaparecido-, se lo puso para acercarse a una ventana y apartar las cortinas. Entrecerró los ojos, dispuesta a recibir la pesada luz del mediodía. La luna brillaba por encima de los árboles.

– ¡Es de noche! -exclamó, volviéndose a la mujer que continuaba engullendo naranjas.

– Ya te expliqué lo que ocurre con el tiempo -dijo ésta con aire de fastidio-, pero parece que no me entendiste… ¿Tienes hambre?

– Sed.

Su anfitriona le sirvió de una jarra.

– ¿Qué es?

– Algo que seguramente no has probado antes.

– Prefiero agua -pidió Gaia al olisquear el líquido.

– Aquí no se toma agua, sólo infusiones.

– ¿Por qué?

– Está contaminada.

Gaia suspiró, pero no se dio por vencida. Valiéndose de un cuchillito, despedazó dos naranjas y exprimió el zumo en un vaso para tomarlo. El ardid no sirvió de nada; por el contrario, le dio más sed. No le quedó otro remedio que beber algunos sorbos de la infusión: otro brebaje que olía a flores.

– Deberías alimentarle mejor -le dijo Osliún, señalando una bandeja llena de quesos y trozos de carne-. Pronto será la ceremonia.

– ¿Cuál ceremonia?