Выбрать главу

– La fiesta de Inle.

– ¿El orisha de la medicina?

– El orisha más bello de lodos -afirmó Osliún, y su voz tembló ligeramente-. Es tan hermoso que tiene que cubrirse el rostro.

– ¿Por qué?

– Para proteger a la gente.

Gaia aspiró el aire de la madrugada: lluvia tardía, frutos que maduran bajo las estrellas, céfiro que azota las cordilleras y mastica los pélalos dormidos de los azahares… Pero la llamada de sus sentidos alucinados se extinguió ante otra realidad más inmediata. ¿Cómo era posible que todavía fuese de noche?

– ¿Ynadie puede verlo? -preguntó finalmente, decidida a pasar por alto aquel misterio.

– ¿A Inle? -susurró la mujer-. Algunos; pero quienes lo hacen, quedan atados a su voluntad y ya no pueden negarle nada… Créeme, te lo digo yo que debería ser inmune a esas cosas.

Oshún se puso de pie.

– Estoy toda pegajosa -se quejó-. Voy a bañarme.

Y abandonó la habitación con el aplomo de un gato que de pronto se harta de quienes lo rodean. Gaia corrió tras ella, temerosa de quedarse sola en esa tierra de nadie que parecía gobernada por la voluntad de algún dios caprichoso y febril; dispuesta también a no perderle píe ni pisada a la única criatura que parecía prestarle alguna atención, aunque fuera a regañadientes.

Atravesaron varios salones donde la gente se vestía o cambiaba de ropa. Y a medida que avanzaban, el murmullo de las conversaciones fue creciendo. La casa se le antojó nodriza de una pequeña civilización, como un asteroide que contuviera todo lo necesario para la supervivencia de una especie distinta que viviera a espaldas del universo. Eso le pareció a Gaia aquella mansión huraña de cuyos sótanos, sin embargo, brotaban sin cesar criaturas desatinadas y carnavalescas que, pese a su aislamiento, parecían del todo satisfechas… Intentó acercarse a algún balcón y a varias puertas que supuso darían al jardín, pero alguien se lo impedía siempre: jóvenes que jugaban a su alrededor, o atletas que montaban guardia, o parejas que la arrastraban a sus juegos amorosos, o tropas de niños que pugnaban por arrancarle la rúnica…

Algo o alguien había prohibido la comunicación con el exterior. ¿Ycómo sabría el mundo que ella deseaba ser rescatada si ni siquiera le permitían hacer una señal? Jardines exuberantes bloqueaban el acceso visual a la calle. Había lápices y papeles sobre algunas mesas, pero ningún sobre o buzón donde colocarlos. Los teléfonos eran meros objetos de adorno. Gaia descolgó varios, y la línea arrojó en su oído el soplo del vacío. Sin embargo, a nadie parecía molestarle.

Allí vegetaba una realidad tentadora, capaz, de sumir a sus habitantes en una orgía que les hacía olvidar los rigores de ese encierro, lira posible, incluso, disfrutar de la bacanal; ella misma lo había hecho. Sólo cuando los festejos terminaban y uno podía ver los rostros acotados e indiferentes, comenzaba a entender el alcance de aquella mise en scène. Pero ¿aquién pedir ayuda si el dueño o los dueños del recinto controlaban cada puerta, cada ventana, cada balcón?

La casa se hallaba muy iluminada en ciertos lugares; en otros, reinaba la oscuridad. La luz se alternaba con las sombras como si se tratara de un mensaje o de un símbolo. ¿Qué se ocultaba tras esa doble condición? ¿Por qué había tanta claridad en unas zonas, mientras otras permanecían deliberadamente en tinieblas? Sin duda existía un propósito; era posible palparlo en la persistencia de una pauta que -por el momento- escapaba a la comprensión de Gaia porque sus sentidos se concentraban en algo más apremiante: escapar.

Se esforzó por reprimir su alegría cuando vió el portón de intrincados relieves. Hasta el momento, habían atravesado las estancias mientras empujaban las mamparas de etéreos vitrales, salpicados de pigmentos: perla semidorada en los botones de una enredadera; vetusto gris en un paisaje agreste; fondos esmeraldinos para iluminar una llanura… Cada vez que franqueaban alguna de esas puertas, sus hojuelas quedaban aleteando como levísimas mariposas. Por eso sospechó que la aparición del panel, semejante a la entrada de una iglesia dieciochesca, podía ser su meta.

Apenas cruzó el umbral, supo que se había equivocado: aquella salida desembocaba en un patio. O más bien, en una finca rodeada de árboles. La vista se perdía en el follaje multiverde de los helechos, en los cedros de troncos veteados y en la carnalidad de las orquídeas. Posiblemente allí se cobijaran los últimos ejemplares de especies casi extintas, Gaía creyó distinguir la silueta del mítico carpintero real y el vuelo feérico de varios colibríes. Le pareció escuchar el canto del tocororo, esa ave tricolor única en el mundo, símbolo de su isla. Su voz tristísima y grave se mezclaba con el viento nocturno: tocoró, tocoró… Por un instante esperó verla entre las brumas con su pecho luminosamente claro, el manto azul sobre la cabeza y las pinceladas rojas en la cola y el vientre; pero por más que lo internó, no logró verla. Centenares de cantos y chillidos poblaban las cercanías. Todo bullía con el tránsito de: criaturas aladas o terrestres, como si el mundo hubiera regresado a la noche de los tiempos, centurias atrás, y los bosques cobijaran aun el crisol endémico de sus especies.

Gaia se detuvo junto a una elevación cavernaria, salpicada de musgo. Hilos de agua se desprendían de las rocas y caían hasta el borde de un estanque que en otros tiempos estuviera colmado de peces, pero que hoy servía de diversión a los huéspedes del lugar. A prudente distancia, varias teas culebreaban al viento en soportes ele bambú.

Oshún se había despojado de sus ropas, y su silueta eclipsó cuanto Gaia hubiera visto en libros o museos. Una ola de murmullos indicó que no fue la única en notarlo. Los griegos -en su afán por respetar el equilibrio de las proporciones- se habían empeñado en representar el cuerpo humano sin reducir o magnificar ciertos detalles, pero la figura de esa mujer violaba todas las normas clásicas. El cabello caía abundante sobre sus pechos cobrizos. Rotaban sus caderas, siguiendo la mágica curvatura de los astros, y al ritmo de esa sinfonía -música de las esferas que en el trópico puede adquirir resonancias de güiro- las miradas respondían con fervor religioso. Era imposible ignorarla. Su grupa trascendía la gracia de la divina Epona céltica. La cintura, de haberse dejado atrapar, se habría perdido entre las manos. Y su piel acanelada y tersa brillaba como la miel.

– ¿No vas a bañarte?

– No tengo trusa -repuso Gaia.

La mulata se echó a reír y dio media vuelta, ajena al esplendor de su cuerpo bajo la noche. Gaia miró a su alrededor. Muchos bañistas estaban desnudos. Sin pensarlo más, soltó los broches que sujetaban sus velos y fue tras su guía.

La calidez del agua la sorprendió. Nadó entre los pétalos que flotaban por doquier y saboreó el aire perfumado del estanque. Los cocuyos se aglomeraban en los bordes arcillosos y plateaban el agua con su claridad de leche. Gaia disfrutó de aquel baño purificador que la eximía de excesos -o eso quiso imaginar- hasta que unos débiles tañidos inundaron la noche.

– Vamos -la apremió Oshún, mientras trepaba a la orilla para colocarse sus gasas a la manera de un sari.

Cuando las campanas dejaron de llamar, la noche pareció extrañamente vacía. Fue como un respiro. O una advertencia. El aire se cargó de esa calma que llega con el vórtice de un huracán, ames de que sus vientos vuelvan a despedazarlo todo con mayor violencia. Así pareció moverse la brisa entre las ramas: susurro de languideces a punto de escupir un apocalipsis.

Se internaron en la maleza y unos pocos bañistas las siguieron. El corazón de Gaia saltó enloquecido. No era muy tranquilizador adentrarse en aquel bosque sin más compañía que algunas siluetas. La luminiscencia de los cocuyos las persiguió durante todo el trayecto. Atrás quedaba el jolgorio de la casa. Unsolemne toque de tambores actuó contó señal para que se apresuraran.