En un claro ardían túmulos de leña. Las llamas se contoneaban baje; los dedos de la brisa, y el olor a madera quemada se mezclaba con el de una fragancia que Gaia no pudo identificar. Debajo de una ceiba, frente al fuego, se alineaba una doble hilera de camastros. Hombres y mujeres yacían sobre ellos; pero no en parejas, sino solos, como criaturas que se aprestaran a dormir.
– ¿Y esto?
– Shhh… Ya empieza.
– ¿Qué cosa?
– La ceremonia de Iroko. Abre bien los ojos, porque nunca la verás allá afuera.
– No entiendo nada.
Oshún la miró visiblemente irritada.
– ¿Qué cosa no entiendes?
– Me hablaste de la fiesta de Inle. ¿Quién es Iroko?
– Iroko es la ceiba, el lugar donde habitan los orishas.
Fue como regresar de golpe a su infancia. Era apenas una niña cuando oyó decir por primera vez: «Quien derribe una ceiba está maldito de por vida.» Evocó esa callejuela del Vedado junto a la avenida 23, donde se alzaba uno de esos árboles que interrumpía el paso de los vehículos porque nadie se atrevió a quitarlo nunca. Allí continuaba retoñando en medio del asfalto, a pesar de los años transcurridos. Y es que el poder de los orishas era una realidad de la cual no escapaban católicos ni ateos. Muchos se jactaban de no creer en brujerías, pero se habrían desmayado del susto si hubieran descubierto una frente a su puerta.
Gaia reconoció que también pertenecía al círculo de los infectados por la superstición. De una u otra manera, se había sumado a sus filas. Todos los años se dirigía en obediente peregrinación hasta La Habana Vieja para conmemorar el nacimiento de su ciudad. Allí, a la medianoche, cumplía con ese rito obligatorio de habanidad que consiste en dar doce vueltas alrededor de la ceiba que se alza junto al Templete, el primer sitio donde -según la leyenda- se oficiara la primera misa… Ceiba centenaria y luminosa; rescatada de las tinieblas por los reflectores que el hombre -reverente hasta en su tecnología- había colocado en aquella zona de monumentos antiguos para exaltar la figura del árbol más mágico de la isla, el cual creara su vínculo con la religión oficial desde los inicios de la colonia. Pues ¿qué otra cosa, sino magia, era ese ritual que debía cumplirse a la medianoche para poder pedir un deseo? Sólo en aquel país demoníaco y tentador se conmemoraba el aniversario de un oficio católico trazando círculos en torno a una ceiba. Justificar la costumbre como parte de una tradición no servía de nada. La ceiba era Iroko. La mansión de los orishas; y celebrar el nacimiento de La Habana reverenciando a ese árbol, no hacía más que perpetuar su potencia.
Por primera vez pensó que tal vez existiera una conexión entre el nombre de su guía y la mansión. Quizás estaba en uno de esos «toques de santo» de los que tanto había oído hablar. Vagamente sabía que se trataba de una especie de fiesta donde se invocaba a los dioses. ¿Habría alguna relación entre aquella orgía y el culto a los orishas?
Oshún se volvió a mirarla.
– ¿En qué piensas?
Gaia dio un respingo.
– En nada.
– No digas mentiras. Piensas tan fuerte que das dolor de cabeza… Anda, suelta la pregunta antes de que me muera de una jaqueca.
– Sólo quería saber si esto era un toque de santo.
– ¡Dios! ¡No tienes idea de nada! -exclamó Oshún, entornando los ojos-. Todo en el universo tiene dos aspectos: lo esotérico y lo exotérico. La gente hace sus fiestas y sus rogaciones, consulta sus oráculos, se ocupa del aspecto externo y evidente del culto, de lo exotérico; y usan esos ritos con propósitos inmediatos. Aquí nos ocupamos de la parte oculta. Es lo que en otros pueblos llaman misterios…
– ¿Como los misterios de Eleusis?
– Y los de Isis… No puedo revelarle mucho, pero existe una conexión entre los misterios griegos y los egipcios con esta zona del Caribe. En la ceremonia de Iroko se manejan fuerzas vedadas a los seres humanos; fuerzas que, a su vez, producen otras fuerzas -giró el rostro para ocultarlo en las sombras-. Pero eso es algo de lo que no debo hablar.
– Todo es muy raro. No me explico…
– No hay nada que explicar -interrumpió la otra-. Lo que ves es un reflejo de lo que ocurre allá afuera, al otro lado de la reja. Sólo que a otro nivel.
– ¿Un reflejo?
– O una alegoría. Tómalo como quieras.
– ¿Y para qué sirve eso?
– Para salvar o para perder.
– ¿A quién?
– A ti, a tus amigos, a todos los que habitan en este lugar… Para hacer un hechizo, debemos reflejar la misma realidad que queremos cambiar. Eso es la ceremonia: un acto simbólico. Después las tuerzas se pondrán en movimiento; pero ese movimiento no sirve de nada sin la voluntad. Así es que lo que hagan ustedes con esas fuerzas desatadas concierne a sus almas.
Gaia sintió que la explicación la dejaba más confundida, pero de algún modo también le produjo miedo. Intuía que la clave para entender lo que le estaba ocurriendo se encontraba en aquellos dos conceptos: parodia y reflejo. ¿Qué le recordaban?
Un espejo refleja los objetos; reproduce lo que está frente a él y duplica la realidad. Un reflejo es un duplicado. Lo que está dentro de él es como lo que está afuera. Una parodia de la máxima hermética: lo que está arriba es como lo que está abajo. Esa ley antigua era también la base del universo, de la biología, de todo lo existente. La vida es una repetición. El macrocosmos refleja el microcosmos. La luz y la sombra son dos reflejos diferentes de una misma cosa.
Observó las llamas. La dualidad sombra/luz imperaba en toda la casa… y también en esos confines.
Recordó sus sentimientos mientras recorría las estancias. En contra de todo raciocinio, desconfiaba de las más iluminadas, con su infinita sucesión de lámparas que exponían cada escondrijo. Ese resplandor se le antojaba un acoso, un escrutinio sospechosamente insistente en su atan por revelar. La oscuridad, en cambio, ofrecía el ambiente acogedor de un útero; un refugio que imitaba el caos primigenio, anterior al fiat lux -ese punto mítico que trajera la dudosa protección de un dios-. Ella, por supuesto, prefería el ambiente subversivo de las tinieblas a la agobiante claridad. Preferir las tinieblas a la claridad. Repitió mentalmente las palabras. Preferir las tinieblas a la claridad… Trató de atrapar una idea que luchaba por emerger, pero el eco de los tambores volvió a llenar la noche.
Algo pareció moverse al pie de la ceiba: una figura envuelta en un manto azul metálico. ¿Había estado oculta en las sombras o realmente surgió del interior del tronco? Con un movimiento, tintinearon los pececillos que colgaban de su capa. Gaia lo vio avanzar hasta la doble fila de camas, el rostro cubierto con una malla espesa que sólo dejaba entrever el brillo de sus ojos.
Majestuoso como un espectro, se acercó a uno de los lechos, abrió su capa y mostró un cuerpo tan maravilloso como el fúlgido miembro que ofreció a una mujer. Con gesto de adoración, ella lo tomó en sus manos, contemplándolo desde todos los ángulos posibles; después se echó de espaldas sobre una camilla y aguardó por él. Ambos se entregaron a una rítmica cabalgadura que culminó en un clímax rápido y aséptico, sin caricias ni aspavientos. Y mientras un jovencito recogía en su jofaina el semen que se derramaba de ella, el encapuchado fue hacia otra camilla donde yacía una muchacha que abrió sus piernas para recibirlo. El adolescente se afanaba en su tarea de recolección; parecía ansioso por no perder una gota del licor que el encapuchado inoculaba en sus parejas. A Gaia le pareció que tenía un color azulado, pero desechó la idea cómo una ilusión. Entretanto, ya el gigante terminaba su tarea sobre otra muchacha. Casi en seguida, el líquido comenzó a escapar a borbotones de su sexo, yendo a parar al cántaro del chiquillo.