– ¿Para qué lo recogen?
– Es la leche de Inle. Con ella se pueden hacer milagros.
El orisha-o su representante en la tierra, ¿quién podía saberlo?- iba derramando su preciosa esperma en los receptáculos que con gusto se rendían al sacrificio. En algunas camillas había hombres, pero el dios no se inmutó. Los afeminados ofrecían con gracia sus traseros, dándose vuelta cuando él se detenía ante ellos con la gravedad de quien cumple un deber. Descargaba el zumo de sus potentes testículos y en seguida se dirigía al siguiente voluntario. Como una abeja reina, depositaba su fecundidad en los incontables cubículos de su colmena sin tomarse respiro. La operación se efectuaba bajo las reglas de la más absoluta higiene: cada vez que su fabuloso aguijón emergía de un orificio, éste era solícitamente limpiado por una jovencita que aguardaba a poca distancia.
Lentamente el orisha se fue aproximando al grupo de curiosos que observaba la ceremonia. Fue así como Gaia supo que no se había engañado: era leche azul lo que se escurría entre los muslos de los efebos y lo que brotaba de las mujeres con las que el dios había fornicado.
Muy pronto se llenaron tres jarras y varios sirvientes comenzaron a servir pequeñas dosis del elixir. Gaia se había jurado nocomer ni beber más allí, pero la tentación resultó inevitable cuando alguien le alargó un tazón de crema azul y proclamó sus cualidades milagrosas, entre las cuales no faltaban sus efectos sobre la belleza y la longevidad. En otro momento, en otro lugar, no habría hecho caso de semejante discurso; pero aquella casa desafiaba el sentido común. Esperanzada por la promesa del néctar, se lo tomó de un trago. Como un sorbo de menta tibia, así se extendió el vapor por su pecho.
Un mareo la tumbó de rodillas. Oshún trató de izarla, pero no pudo evitar que el encapuchado se acercara. Gaia miró aquel rostro semioculto tras una bruma lejana. Detrás de la máscara, sólo era visible el brillo de sus ojos.
– ¿Es la primera vez que bebes?
– Sí -respondió Oshún por ella.
– Entonces ya me explico -repuso la voz bajo la máscara, e intercambió con la mujer una mirada que sólo ellos entendieron.
En seguida dio media vuelta y echó a andar hacia la espesura. Casi al instante se perdió en la oscuridad, como si se hubiera desvanecido en alguna dimensión intangible.
– Vamos.
– ¿Adónde?
– Tenemos que apurarnos.
Gaia no insistió porque el vértigo volvió a adueñarse de ella. A duras penas logró mantener el equilibro, apartando troncos, muros y paredes que se le echaban encima. Más que un vahído, se trataba de una sensación volátil que alteraba sus percepciones y parecía multiplicar los estímulos. En el interior ele la casa, se dejó conducir hasta una escalera que la llevó a la planta alta. Por primera vez se percató de la existencia de un piso superior.
Bajo sus pies, el suelo mutaba, ora emergiendo como un farallón, ora hundiéndose como un pantano. Gaia se resignó a lo irremediable: allí era imposible ingerir algo que no tuviera un efecto devastador. Tal vez fuera el destino de quien se adentraba en aquel averno: alucinar sin tregua, confundir el rumbo, perder para siempre la certeza de lo que es verdadero… y todo ello, con la angustia de quien desea escapar y no puede. La idea de estar muerta se alojó en su ánimo consecuentemente. ¿En qué momento habría ocurrido? ¿En cuál de esos giros de su existencia? ¿Quizás en un accidente que no recordaba? La sensación de incertidumbre iba y venía. Se aferró a la esperanza de hallarse en un infierno transitorio.
Salones desiertos, ajenos al habitual bullicio de la mansión, las llevaron hasta una puerta custodiada por gárgolas de piedra. La habitación no era muy grande, pero parecía amueblada como un pequeño apartamento: una mesa, dos sillas, un escaparate y, en el centro, la cama de cuatro pilares. Oshún se dirigió a la ventana y separó sus hojas de vidrio para permitir el paso de la brisa.
– Hay alguien ahí -murmuró Gaia, señalando la figura agazapada en las ramas del árbol frente a la ventana, como un vampiro a punto de saltar.
– Es él -contestó Oshún.
– ¿Quién?
– Inle… Le gusta mirar.
– ¿Mirar qué?
La mujer hizo saltar los broches del peplo.
– ¿Sabes que hacemos una hermosa pareja?
El mundo entero oscilaba. Sintió la caricia de las cortinas sobre su rostro: alas de gasa blanca. ¿En qué momento se echó sobre la cama? ¿O alguien la habría empujado? ¿Qué vapores incendiaban su piel y corroían su voluntad, dejándola abierta y expuesta sobre el lecho?
Por un instante dudó si lo que veía era su imagen ante un espejo o si habría ocurrido un desplazamiento del espíritu fuera de su cuerpo. Era extraño reconocerse a sí misma, inerme bajo la deidad que saboreaba sus pechos con el placer de quien engulle un mango, o contemplar su viaje hacia selváticas latitudes, dando breves lamidas como las de un gato que toma leche. Se revolcó entre las sábanas para escapar, pero la otra fue más ágiclass="underline" su lengua la atacó con la rapidez de una culebra y la cosquilla fue escalando por túneles secretos. Aquella criatura sabía dónde besar, dónde palpar, dónde tocar…
No prestó atención a los ruidos del balcón. Ya no le importó que el dios estuviera allí, haciendo de voyeur voluntario, acariciándose para librarse de aquel licor celeste que manaba de él. Se sentía arder. Vio la imagen de Oshún deslizarse sobre su cuerpo, cubrirlo, frotarse contra su piel, luchar inútilmente por penetrarla, intentar fusionarse en un roce de vulvas distendidas. Sus caderas la golpearon con la furia de un amante desalmado. Hacía calor; un calor tropical v pegajoso. Saltaron chispas.
Saliva sobre la piel, sudor de caramelo: labios delicados a los que temía dañar. Los hombres no besaban así; no tenían esos labios de fiera mansa. Casi se detuvo. Casi. Pero no podía dejar de hacerlo. Ven, ven, muérdeme, entrañas mojadas en azúcar. La fortaleza de una hembra que sojuzga la mansedumbre de otra. Eres mía, ¿lo ves? Montes que colisionan. Licor de ron entre los muslos. Ven, entiérrate en mí. Ninfas que destilan miel. Quiero ahogarme, suicida, en el fondo de tu cuello húmedo. Qué lúcida masturbación esta de acariciar un cuerpo semejante. Ritual antiguo y eterno. Tórridas pieles, tórridas nalgas, tórridas caderas que no logran pasar aunque persistan en su embestida de gacelas. Estoy abierta, abierta. No puedo llegar, no tengo… Voy a engullirte con mi vagina. Cuánto fuego acumulado, cuánto infierno. Asómate entre mis piernas, misterio lésbico, y toca mis labios alucinados. Mira mi lengua roja y clitórea, ésa es mi daga. Vas a morir aquí, asesinada sin compasión con mi estilete… Mujeres hadas, mujeres diosas… Éste es mi punzón: caliente como el tuyo. Así te doy muerte, así… Hembras sin dueño, hembras divinas… Ya me derrito, ya.
Ahí estaba la imagen de la diosa que le abría las piernas, sujetándolas con fuerza para facilitar el roce y la caricia. El climax la sacudió hasta hacerle perder la noción de lo que la rodeaba. Ni siquiera advirtió el baño de leche azul que caía sobre ella, desde el borde de la cama, donde Inle había observado el final del juego sáfico.
SEGUNDA PARTE. TAMBIÉN PUEDE CERRARLOS
EN EL REINO DE OYÁ
I
Se despertó cuando el primer rayo de sol le dio en las mejillas. A su mente acudieron impresiones de temor y placer. Recordaba otras ocasiones en que había sentido lo mismo, al día siguiente de una experiencia amorosa y, sobre todo, después de una «primera vez». Un cosquilleo le apretaba la garganta: tenía la sensación de flotar, pero al mismo tiempo una náusea le ahogaba. Sabía que aquello era resultado de un condicionamiento: la sospecha de haber hecho algo prohibido… Y, no obstante, siempre llegaba la euforia de la liberación. En los últimos tiempos había empezado a perder la parte más angustiante de aquel reflejo, pero esa mañana había regresado. No era una experiencia agradable. Semejaba la cercanía del vacío: daría un paso y se hundiría en una brecha que la llevaría al infierno.