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Se sentó en la cama y miró en torno. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Apenas reconoció aquel íntimo desorden de ropas y libros. Era como si se hubiera ausentado de casa muchos meses.

Imágenes vagas empezaron a formarse en su cerebro. ¿Se había emborrachado? Su primer pensamiento coherente fue el rostro de Eri. Después evocó una función de teatro, cierta frase sobre alguien que abre o cierra los caminos, el encuentro con una mujer en la oscuridad de un parque, una mansión laberíntica de la cual deseaba escapar… Se frotó los ojos para borrar los restos de sueño. Su agitación aumentó mientras repasaba sus recuerdos. Estaba segura de que la habían drogado; por eso sus visiones eran tan absurdas: el contorsionista masturbatorio, el semen azul fluyendo de las vaginas, los jovencitos que limpiaban los genitales con agua de rosas… Una pesadilla alucinógena. Sólo la casa se le antojó verdadera. La santera debió de tramar aquella farsa para librarla de su frigidez y hacer quedar bien a sus supuestos dioses. Si era así, el propio Eri estaba involucrado en la conjura. ¿Sería cómplice Lisa?

Tuvo que dejar las especulaciones para otro momento; ahora tenía tareas más urgentes que resolver. Por lo pronto empezó a barruntar que le diría a su madre. De hecho le extrañaba no tenerla ya armándole un escándalo por no haber avisado que dormiría afuera, aunque últimamente se comportaba como si anduviera muy lejos, Gaia no sabía si su distanciamiento era producto de un automatismo deliberado para alejar las angustias cotidianas o si el entorno habría minado parte de su cordura.

Al llegar a la cocina se la encontró ordenando platos, apartando calderos y husmeando en el café que ya hervía sobre el fogón.

– Apúrate, que vas a llegar tarde y yo también.

– ¿Tarde? -Gaia se recostó en el marco de la puerta-. ¿Adónde?

Su madre dejó la cafetera sobre la mesa y la observó con atención.

– ¿No piensas ir a tus clases?

– Pero si hoy es domingo.

– Todavía estás dormida.

Gaia miró el reloj que tía Clara les trajera de Miami -un calendario digital que marcaba la hora y el día de la semana: sábado, 8:17 a.m. No era posible. Si la memoria no le fallaba, había ido al teatro el viernes por la tarde; y, según sus cálculos, debió pasar la noche en la mansión, durmió allí la mañana y la tarde del sábado hasta la noche -eso explicaría que nunca viera la luz del sol-, y luego se quedaría hasta bien avanzada la madrugada. Tenía que ser domingo.

– ¿No hubo apagón en estos días?

– Ya sabes que siempre hay apagones.

– Te lo digo porque el reloj anda atrasado.

La madre terminó de servir el café.

– Ese reloj funciona perfectamente. Tu tía me dejó baterías de repuesto y las cambié hace menos de dos semanas -se detuvo un momento-. ¿Qué te pasa? ¿No dormiste bien? Tienes una cara rarísima.

Gaia cogió una taza.

– ¿No me sentiste llegar anoche? -preguntó.

– La verdad es que después de la telenovela, caí rendida.

La telenovela. Entonces ayer había sido viernes.

– Lo siento, pero no hay pan -dijo la mujer-. Y no pude conseguir leche.

Gaia buscó con la vista la azucarera, desentendiéndose de su madre, que siguió murmurando para sí. Su charla era un telón de fondo que ya había oído demasiadas veces como para impedirle rumiar la única idea que le preocupaba: su visita a la mansión.

– … ¡Tan hipócritas que son! Claro, así es muy fácil… A ver, ¿por qué no vienen a vivir para acá? Yo les cedo mi puesto. Les regalo la casa y me voy sin nada para el Tíbet, a la cumbre del Himalaya a vivir con el yeti…

Gaia escuchaba a medias la letanía, dividida entre dos universos irreconciliables: uno tibiamente nocturno, sacudido por las imágenes de un sueño húmedo; y otro árido y soleado que copaba el ambiente como una pesadilla.

La mujer colocó su taza bajo el grifo del fregadero.

– Ya volvieron a quitar el agua -masculló cuando la tubería silbó sin dejar salir una gota-. Mal rayo los parta.

Abrió el refrigerador, echó agua en un vaso y se lo llevó al baño para cepillarse los dientes.

Gaia quedó pensativa ante la mesa, dándole vueltas a su taza, antes de tomar una decisión. Desde su dormitorio llamó a Lisa por teléfono.

– Tengo que verte -la apremió-. ¿Puedes faltar al primer turno?

– Y al segundo.

– Espérame en el Parque de los Cabezones.

Desde tiempos inmemoriales, los estudiantes le daban ese nombre a un territorio casi boscoso donde abundaban los bustos de personajes ilustres. El apodo hacía referencia al tamaño de las venerables testas. Era un refugio apartado y fresco, protegido por los muros del recinto universitario. Allí solían darse cita los amantes, los conspiradores y los poetas.

Gaia recordaba la primera vez que se sentó bajo uno de esos árboles. Mientras intentaba leer, había asistido a una disputa que la distrajo. Varios estudiantes discutían con dos turistas, incapaces de distinguir entre el espiritismo y la santería. Para los extranjeros, toda criatura del trópico que viera un muerto o un fantasma estaba relacionada con el vudú. Nueva discusión para explicarle a aquellos analfabetos que el vudú y la santería eran cosas diferentes. Tampoco la mediumnidad tenía nada que ver con los orishas, aunque ocurriera en las Antillas. La primera era un residuo espiritual importado de Europa; lo segundo tenía un origen africano y no solía incluir visiones, sino comunicaciones a través de oráculos o la manifestación de los dioses en el cuerpo de los vivos… Gaia se divirtió tanto que quizás por eso adquirió la costumbre de sentarse a leer en aquel rincón. Regresaba allí con cualquier pretexto y pronto se convirtió en su lugar preferido.

– Me voy -anunció su madre, besándola en la frente-. No te demores o vas a llegar tarde.

Gaia escuchó el golpe de la puerta que se cerraba, dejándola a solas con el lujo de revolver calmadamente sus gavetas. Sin abandonar del todo sus recuerdos, sacó ropa limpia y la puso sobre una vieja canasta junto al lavamanos. Su madre había comprado aquel cesto poco antes de que ella naciera y ahora el mimbre se deshacía sobre las losetas amarillas. Ya se disponía a entrar en la ducha cuando se acordó de que no había agua.

Volvió a vestirse y fue al patio para sacar un cubo del tanque destinado a las emergencias. Por suerte era verano y los aguaceros abundaban en aquellos días. Dentro del tanque flotaban algunas florecillas del naranjal vapuleado por los alisios; pero no se tomó el trabajo de apartarlas. Sabía que tanto los espiritistas como los santeros recomendaban bañarse con ciertas yerbas o llores, a manera de despojo: ebbó sagrado y rutinario que realizaban incluso quienes no practicaban ninguna de esas creencias. Remedio de brujas blancas. Magia eterna y neolítica que había sobrevivido, contra todo karma, hasta los albores de la era espacial. Allí estaban los azahares, como arrojados del cielo por la mano de un dios; aguardando su destino en esa isla, que era flotar en el agua fresca antes de precipitarse en cascada sobre los cuerpos desnudos de sus habitantes… Gaia tomó del cubo una de las flores para olería. Sería una buena limpieza para librarse de los malos sueños.

II

– ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Tía Rita sería incapaz.