Las pupilas de Lisa relampaguearon como una espada que se agita bajo el sol.
– No creo que lo haya hecho con mala intención -repuso Gaia suavemente-. Quizás no lo conozca bien.
– Te digo que no; ella nunca enviaría a nadie a hacer algo así… ¡Si ni siquiera se enteró a qué restaurante irías! ¿No te acuerdas que nosotras mismas lo escogimos?
– Sí, asesoradas por tu hermana.
Lisa captó el tono.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -protestó-. A Irene esas cosas le dan risa. Si nos ayudó fue porque yo se lo pedí.
– Pero Rita pudo mandar a que me siguieran.
– Esto no es Hollywood, Gaia. Pon los pies en la tierra. Mi madrina es una santera respetable; su única preocupación es darle de comer a sus orishas y atenderlos para poder ayudar a sus ahijados. Ahora no vayas a echarle la culpa si lo que encontraste te asustó o no era lo que esperabas… Aunque me gustaría saber si valió la pena.
– ¿Qué cosa?
– No te hagas la loca; ibas a sacarte un muerto con un vivo. Dime la verdad, ¿funcionó?
– Eri es especial, pero me da miedo.
Lisa sonrió con aire malévolo.
– Te fue de maravillas.
– Ese no es el problema.
– ¿Y cuál es entonces?
– Necesito estar segura de que tu madrina no tiene nada que ver con esto.
– Ya te lo dije: va contra sus principios -la miró con incredulidad-. ¿Tan fuerte te ha dado?
– No se trata de él, sino de un sitio al que me llevó.
– ¿Cuál?
– Un lugar donde hay orishas.
– ¿Qué?
Gaia no quería entrar en detalles, pero no le quedó otro remedio que contarle sobre la ceremonia de Iroko y el dios de semen azul en aquella mansión con apariencia de paraíso… Sus mañas por lograr un relato coherente no impidieron que la propia Lisa terminara dudando de ella. ¿Y si su amiga era una mitómana delirante? Nunca lo hubiera sospechado. ¿Se habría vuelto loca? Imposible, no podía ser más cuerda ni más racional. También descartó otras posibilidades, incluida una borrachera mayúscula. Gaia sólo bebía traguitos afeminados, llenos de yerbitas, fruticas y todas esas mariconerías con las que se pasaba horas jugando.
– ¿Dices que esa mujer pronunció una frase cuando se encontró contigo?
– La contraseña que Eri me había dado.
– Seguro que fue una sugestión.
– ¿Una sugestión?
– Si Eri es médico…
– En realidad, es masajista.
– Da igual. Si tiene nociones de medicina, pudo hipnotizarte en algún momento y darte una frase a la que responderías de determinada manera.
– ¿Y eso se puede hacer?
– Una vez vi cómo hipnotizaban a alguien. Le advirtieron que, cada vez que escuchara cierta palabra, vería una paloma roja posada sobre el hombro de quien tuviera delante, y así fue. Samuel podía estar hablando contigo muy normal; pero si tú le insertabas esa palabra en la conversación, en seguida se quedaba embelesado mirando lo que sólo él podía ver.
– ¿Una paloma roja? Eso no existe.
– Díselo al subconsciente. El es capaz de ver dragones rojos o extraterrestres, si a su hipnotizador se le antoja.
Gaia repasó los acontecimientos de las noches previas. Sí, eso pudo ocurrir; aunque existía aquel detalle…
– Hay algo que no encaja.
– ¿Qué cosa?
– El tiempo.
– ¿Qué hay con el tiempo?
– Hoy tenía que haber sido domingo. Pasé dos noches en ese sitio, y ni siquiera mi madre se dio cuenta de mi ausencia.
– A ver, explícame eso.
– Oshún ya me lo había anunciado -y aclaró al ver la expresión de Lisa-. Una mujer que dijo llamarse Oshún me aseguró que, cuando uno entraba en esa casa, el tiempo se detenía afuera; y que, al salir, era como si no hubiera transcurrido… ¿La hipnosis produce ese efecto?
– No sé.
– Tengo que hablar con Eri.
– Ándate con cuidado.
– ¿Quién es la aprensiva ahora?
– No estoy aprensiva. El que haya curado tu frigidez no quiere decir que debas confiar en él.
– Fue tu madrina quien me aconsejó buscarlo.
Lisa se mordió los labios.
– Si hubiera querido hacerme daño…
– ¿Qué piensas de él realmente?
– Es un hombre misterioso. Tiene cara de santo y cuerpo de dios griego.
– No te pongas vaginal.
– Hablo con el corazón.
Un timbre resonó en el edificio próximo al parque, alborotando a los gorriones que se guarecían en la fronda centenaria. La marea de aves se elevó por un instante hacia las nubes en un remedo de plaga langostera. La bandada le dio la vuelta a la Plaza Cadenas y regresó de nuevo al árbol, cuyas ramas volvieron a oscurecerse.
– Me voy -dijo Gaia, poniéndose de pie-. Si estoy de humor, te llamaré por la noche.
En silencio subieron las escaleras cercanas a la cafetería, casi siempre vacía por la habitual carencia de abastecimientos. Un rápido beso y se separaron. Lisa ingresó en uno de los edificios aledaños a la plaza -espléndida congregación del neoclásico tropical- y Gaia se dirigió a la salida de autos y peatones. Aún debía pasar junto a la Facultad de Física y descender la pendiente hasta el edificio de Letras.
Cuando entró al aula, la profesora no había llegado. Evadió la primeras filas y se sumergió en el abarrotado centro, donde era más difícil encomiar un asiento vacío que un espacio en la platea del teatro Lorca durante el estreno de un ballet. Cuando halló uno, dejó sus bártulos en el entrepaño inferior del pupitre y se dedicó a revisar sus cuadernos. Alguien le pasó un papel.
– ¿Qué es esto?
– Tienes que firmarlo -le pidió Castillo, el responsable ideológico del aula.
– ¿Para qué?
– Es un acuerdo.
Gaia leyó: los estudiantes se comprometían a poner al descubierto las inconsistencias filosóficas e ideológicas que atentaran contra los principios del marxismo-leninismo, en el marco de los lineamientos que velaban por la pureza de la moral comunista de la juventud…
¡Dios mío! Otra de aquellas estupideces. Esos documentos semanales provocaban el efecto de una epidemia por contagio. Por culpa de ellos tenía que esconderse para leer a Jung y a Blavatsky; por culpa de ellos apenas podía conseguir de contrabando ciertos filmes de Wajda y Almodóvar.
– Yo no voy a firmar nada.
– ¿Qué?
Varios estudiantes se volvieron a mirarla.
– No voy a firmar eso.
– ¿Por qué?
En otra ocasión hubiera replicado «porque no me da la gana»; esta vez guardó silencio.
– No seas terca -susurró el muchacho, tras comprobar que el resto volvía a sus asuntos-. Vas a buscarte un lío por gusto. De todos modos, aquí nadie cree en esto. Fírmalo, ¿qué más te da?
Gaia se puso en alerta. No era la primera vez que le soltaba una de aquellas frases. ¿Sería un provocador?
– Es que te tienen en la mirilla, mujer-insistió él.
– Oye, Castillo, me has dicho eso mismo más de veinte veces en las últimas semanas. ¿Qué te traes?
– Nada; pero si no firmas, te lo sacarán a relucir en la próxima asamblea. Por eso mismo ya botaron a tres en Lenguas Extranjeras.
– Me da igual.
– Niña, no seas monga -intervino el Chino que, pese a su apodo, tenía más de mulato que de asiático-. Firma y olvida eso.
Ella se les quedó mirando, convencida de que actuaban.
– ¿Pero no se dan cuenta de que es una idiotez?
El Chino movió la cabeza en señal de desaliento, antes de empezar a palparse los bolsillos como si hubiera recordado que debía encontrar algo en ellos.
– Chino, convéncela -le rogó Castillo-. A mí siempre me ignora.