Выбрать главу

– Qué va, flaco, yo no estoy para esta descarga -dijo el otro-. Allá ella si se quiere embarcar.

Se levantó de su puesto y salió al pasillo. Gaia y Castillo se quedaron cuchicheando a solas.

– Verdad que tú estás loca -susurró Castillo-; no sé para qué quieres hacerte la mártir. Total, lo único que vas a lograr es pudrirte en un calabozo sin que nadie se entere.

Esta vez, ella lo observó sin decir palabra. Después volvió la vista al Chino, que en ese momento entraba con un bolígrafo en la mano. ¿Sería verdad que ninguno de ellos creía en lo que firmaba? ¿Bajaban la cabeza por conveniencia? ¿Acataban los mandatos para evitarse problemas? Repasó ciertos comentarios, frases intrigantes, pequeños gestos de complicidad… Sí, algo había cambiado. O estaba en proceso de cambiar. La hipocresía iba ganando terreno por doquier. La doble moral. Las máscaras. Sospechó que el fenómeno no era reciente, pero ella había tardado años luz en percibirlo. ¿Dónde estuvo metida? Mientras jugaba a los novios, sus amigos se habían convertido en los actores más excelsos del planeta.

Se dio cuenta de que el joven aguardaba por una decisión suya, y fue como si algo se desmoronara en su interior. Comprendió que de nada valdría su resistencia aislada, si acaso para hacerla pasar por una chiquilla obtusa. Además, estaba cansada de oponerse a una fuerza que siempre terminaba por vencerla.

La imagen de la sombría mansión brotó en su mente y, con ella, una idea se fue abriendo camino, fructificando con la pasión de una espiga que busca ansiosa la luz. Aquella casa se parecía a su país: a esa isla onírica y engañosa, seductora y fraudulenta, embustera y libertina. Sólo que para notarlo había que vivir allí, habitar sus noches y sus días, fornicar con su miseria y sus encantos, y no pasearse con el aire ausente de un turista llegado de otro mundo. Por doquier florecía una condición tortuosa que impedía saber dónde terminaba el delirio de la psiquis y dónde empezaban los absurdos de una sociedad que nadie quería, pero cuya destrucción nadie parecía dispuesto a enfrentar; una sociedad capaz de engañar al resto del mundo, pues incluso a sus propios ciudadanos le resultaba difícil descifrar los atroces mecanismos de su funcionamiento.

Intuyó que Eri había querido mostrarle algo más que un paraje irreal; quizás la mansión guardara una moraleja que ella no pudo descifrar. Mientras firmaba el absurdo papel, sospechó que volvería a verla.

III

Cada mañana se juraba que lo buscaría; cada mañana, desde hacía dos meses, y aún no lo había hecho. En varias ocasiones llegó hasta la esquina donde se hallaba el edificio con sus grandes puertas de cristal, pero no se atrevió a acercarse. Espió de lejos, eso sí. Vio gente entrar y salir: algunos con sus batas de médico; la mayoría, vestidos de civil. Nunca a él.

Cada mañana intentaba convencerse de que ése sería el día, pero el miedo era más fuerte que su curiosidad. El comportamiento de Eri le recordaba el de su difunto Pintor y el de otros hombres con los que había tropezado. La culpa, al parecer, la tenía su aire de perenne inocencia, su expresión a medias desafiante y traviesa, unos ojos asombrados como si acabara de nacer o quizás otra característica que no lograba definir.

La primera vez que se enfrentó a esa anomalía fue durante una fiesta escolar. No recordaba el motivo exacto de la celebración, pero ya estaba acostumbrada a que decidieran por ella los aniversarios, los mártires y las fechas patrias que debía reverenciar, por eso no se preocupó por averiguar el motivo de los festejos. Sólo recordaba -por causas muy distintas- que aquella ocasión había sido especial.

Para homenajear a los artistas que visitarían la escuela, se escogieron diez niños que entregarían flores. Gaia fue una de las elegidas. Cuando le tocó su turno subió muy oronda a la presidencia, con su uniforme planchado y su pañoleta de pionera, para ofrecerle su ramo a un solista del Ballet Nacionaclass="underline" un hombre tan apuesto que lo imaginó condenado para siempre a hacer de príncipe; un Sigfrido eterno. Ella, al igual que el resto de los alumnos, permaneció junto al visitante hasta que terminó el himno y los huéspedes se sentaron a ver la función que la escuela había preparado en su honor: una de esas aburridas tablas gimnásticas con música militar. Durante diez minutos observó el espectáculo con desgana, esforzándose por sentirse inspirada y patriótica. Se concentró en el estribillo que llamaba a inmolarse en la lucha con la misma aplicación con que años después se abstraería para conseguir un orgasmo. Estaba a punto de lograr el éxtasis requerido cuando su mirada se cruzó con la del príncipe. Su expresión de Albrecht acosado por las willies la hizo sonreír. Él le tendió las manos, con un gesto que la invitaba a sentarse en sus piernas. Gaia miró a ambos lados. Otros niños ya habían hecho lo mismo con el resto de los visitantes; así es que los imitó. Aplaudió disciplinadamente al final de la tabla, y también cuando una fila de milicianos liliputienses se preparó para entonar un coro a la Revolución.

En su regazo descansaba el ramo de flores que el joven había colocado sobre ella. Eso le impidió reconocer de inmediato qué era esa cosquilla que se deslizaba por una de sus corvas. Se quedó helada cuando se dio cuenta a quién pertenecía el dedo trepador. Claro, no se le ocurrió que el visitante estuviera importunándola; semejante idea sólo emergería años después. Sin embargo, su instinto le indicó que existía algo prohibido en el sigilo con que el príncipe recorría la pelusilla interior de sus muslos, subiendo más y más en dirección a aquel lugar donde las hembras eran diferentes a los varones.

Trató de moverse; pero sus manos, bajo los pétalos húmedos, recibieron la presión de otra mano. El dedo se abrió camino bajo el elástico de su ropa interior y jugueteó con ella un rato. La cosquilla era tan agradable que abrió un poco más las piernas para dejarle mayor espacio al dedo goloso. Un escozor molesto creció en el lugar donde él la rascaba. Se movió un poquito para aliviarse, ayudándose de una protuberancia que abultaba en el pantalón del hombre. Poco a poco, sin que nadie lo notara, él deslizó su silla hasta emboscarse detrás de unas arecas.

El bullicio de las marchas mantuvo su crescendo, produciendo ese efecto donde el estruendo se transforma en barrera visual -un fenómeno bastante común, pero rara vez notado por la gente-. Era como si el sonido, al alcanzar determinado nivel, levantara una cortina de invisibilidad que, más que obstruir o nublar la visión, escamoteara los detalles. Fue así que ella y su príncipe se aislaron de la concurrencia, ocultos a medias por los abanicos vegetales y por el parapeto sónico que ya adquiría una consistencia casi palpable.

Ahora su alteza era poseído por un extraño frenesí; se agitaba convulso y se frotaba contra ella, quizás (pensó Gaia) víctima de algún brujo malvado. Cualquiera que fuese su causa, el príncipe se había convertido en un vándalo que reclamaba su botín.

Tiró de sus pantaloncitos para maniobrar con mayor libertad.

Por un instante ella pensó en resistirse, hastiada de aquella invasión; además, no le gustó que la sobaran con tanta impertinencia… Para su disgusto, la picazón entre sus piernas también aumentó. Adentro era un horno encendido, repleto de hormigas furiosas que la castigaban con su aguijón. Los dedos del príncipe-pirata se cerraron sobre sus manitas para impedir que se rascara. ¿Y si fuese un brujo disfrazado? El hormiguero se revolvió, tornándose avispero. Se resignó entonces a moverse con disimulo sobre la dureza del pantalón, con la esperanza de que el dedo solitario, que a ratos condescendía en escarbar la entrada de la colmena, la aliviara de aquella molestia.

El acoso fue mutuo. Ella pugnó por sacarse las avispas y él, por librarse del maleficio que perlaba su cuerpo de sudor, calentura peligrosa que requería de una pronta acción. Ambos necesitaban un remedio, cualquier medicina que barriera aquel incendio. El la forzó a moverse, casi con brusquedad. Los insectos se enfurecieron en su cueva. Ella estuvo a punto de gemir, pero él le cubrió la boca. Sin previo aviso, el bálsamo brotó de algún recinto inexplorado. O tal vez cayó de las nubes. ¿Cómo asegurarlo?… Sólo supo que una humedad súbita la empapaba como un rocío bienhechor.