La sonrisa del príncipe fue tan encantadora que ella le perdonó en secreto no haberle avisado que debía ir al baño, sobre todo porque se tomó el trabajo de limpiarla con su pañuelo. De nuevo era amable con ella, de nuevo la trataba como a una emperatriz. Gaia le hizo mil mimos y le devolvió la sonrisa, alegre de que él se hubiera liberado del maleficio… y ella de sus avispas. Al final del espectáculo se despidieron a escondidas, besándose en los labios.
Ése fue su primer amor, pero sólo al cabo del tiempo lo sabría.
La huella de aquel recuerdo provocaría un efecto perturbador sobre su madurez, arrojándola a las redes de esos pescadores que siempre buscan en río revuelto. Sus ademanes adultos no hicieron más que exacerbar la ronda de depredadores al acecho de niñas con pretensiones de hembra o de jóvenes con aspecto infantil. Así se convirtió en la presa codiciada de esos arponeros citadinos. Ahora sospechaba que las jugarretas de Eri se originaban en aquel provocativo factor ele su persona que, aunque inconsciente, encendía un aviso -apreciable para ciertos hombres- en alguna zona de su aura.
¿Qué hacer? ¿Le convendría regresar al apartamento? ¿O sería mejor indagar con cualquiera que entrara o saliera del edificio? Necesitaba verle el rostro en pleno día, asegurarse siquiera de que existía, abrumarlo de preguntas, impedir que elaborara sus respuestas, obligarlo a confesar qué había hecho de su voluntad y de ella misma que ahora deambulaba como una obsesa en su búsqueda. Pero tales inquietudes eran apenas el comienzo del enigma. ¿Eran reales la casa y sus habitantes, o sólo un buen truco de prestidigitación?
Lo pensó mejor. No debía involucrarse en ningún tipo de pesquisa. Los exámenes estaban por llegar y su meta era terminar de una vez sus estudios. «Otro encuentro como ése, y soy capaz de suspender el año», reflexionó. Además, ¿cómo saber si aquel individuo podía hacerla desaparecer durante un mes? El tiempo se comportaba como una dimensión ilógica dentro de la casa. Sería mejor armarse de paciencia y aguardar.
Pero mientras descendía por la vetusta escalinata, dejando atrás la imagen del Alma Mater, se dijo que no perdería nada con curiosear de lejos. Así es que atravesó el parque donde se guardaban las cenizas del amante de Tina Modotti, y bajó por todo San Lázaro hasta Infanta. Desde la esquina divisó la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, aunque apenas echó una ojeada a la sobrecogedora efigie que coronaba sus alturas y que siempre la había impresionado. Dobló hacia la izquierda, rumbo a La Rampa.
Allí, a escasas cuadras de la nao eclesiástica, latía el ardiente corazón de su ciudad; y en esa ruta, la más concurrida del país, las miradas de los cubanos -normalmente provocativas-adquirían un brío inusitado. El soplo de los alisios azotaba los cuerpos, levantando oleadas de vapor y sudores almibarados. Multitud de ojos resbalaban sobre pieles ajenas, como una lluvia acida que desgarrara las ropas en plena vía pública. Expuestos a la inclemencia de tales elementos, deambulaban cazadores y víctimas por esa calle lúbrica y siempre húmeda de deseo. Pero Gaia no llegó a sumergirse en ella.
Se detuvo a un centenar de pasos de la avenida y, desde su escondrijo, vio la silueta del edificio. Eran casi las siete. Las luces de la calle destilaban una mortecina luminiscencia que no podía hacer mucho por anular la penumbra de la capital. Bajo las sandalias de Gaia, trozos de cristal crujieron como cocuyos irritados: restos de una farola rota. Sobre su cabeza, un alambre colgaba tristemente de su viejo soporte.
Alguien tropezó con ella… Una figura oscura y masculina. Gaia farfulló una disculpa mientras el desconocido proseguía su camino, y se quedó contemplando los contornos aleteantes de la sombra sin que lograra determinar por qué le habían llamado la atención. Entonces cayó en cuenta: un hombre con sombrero de ala y enfundado en un gabán era algo que sólo recordaba haber visto en los filmes de Humphrey Bogart, nunca en su Habana calurosa y harapienta…
– ¡Dios mío! -murmuró-. Ya estoy alucinando de nuevo.
Exploró el cielo; ni siquiera había luna llena, así es que no podía atribuir aquella visión a esos ciclos delirantes que ponían en estado de alerta a los hospitales y a la policía. Trató de tranquilizarse. Tal vez no fuera un hombre con gabán, sino uno de esos locos que deambulan por las calles envueltos en trapos de toda índole, robados a los latones de basura.
Se quedó un rato más, atisbando las siluetas de los peatones que a duras penas adivinaba en el crepúsculo. Nadie entró o salió del edificio; al menos, nadie que la oscuridad le permitiera ver. El ocaso actuaba como un velo que ahumaba la visión y los sonidos. La luz de las primeras estrellas, lejos de contribuir a disipar las tinieblas, reforzaba la vaguedad de los objetos. Era una vigilia sin sentido. No le quedó otro remedio que alejarse del lugar con una sensación de impotencia.
De pronto la asaltó un mal pensamiento. Observó la gente, las calles, incluso el silencio amenazante que se esparcía como el polvo de una tormenta, y temió lo peor: un hueco negro en medio de la isla, un maleficio que la hubiera trasladado de nuevo a otra dimensión. Estaba en La Habana, pero no en La Habana que ella conocía. Se precipitó hacia la parada con la esperanza de deshacer el hechizo. No quería ser arrastrada, una vez más, hacia aquella región imprevisible donde la ciudad se convertía en otra cosa. La multitud que se agrupaba frente a la heladería fue su refugio. Revivió el consuelo de los seres primitivos cuando se reúnen con su tribu después de presenciar un fenómeno inusitado; pero no se sintió del todo segura hasta abordar el ómnibus, esquivando los codazos y las maldiciones de quienes llevaban horas esperando.
En su vecindario no había electricidad, es decir, no había radio, ni televisión, ni ventilador, ni posibilidades de leer. A la luz de un quinqué rememoró sus últimas vivencias, incluyendo la confusa sensación que le dejara aquel encuentro en La Rampa. ¿La engañaba su imaginación o la ciudad estaba llena de entidades fantasmagóricas? Casi volvió a ver la silueta embozada en aquel gabán sombrío. ¿Habrían emigrado al trópico los vampiros, ansiosos de un sustento más ardiente que la sangre europea? Lo pensó con detenimiento. Sí, estaba ocurriendo algo que escapaba a su comprensión. Quizás la noche no fuera sólo una ausencia de luz, sino un modo de revelar esencias ocultas durante el día. La claridad invitaba al estatismo, a la inacción, al estancamiento de las posibilidades. Era como si la llegada del sol paralizara las voluntades. Pero a medida que la oscuridad crecía, más criaturas y acontecimientos extraordinarios pululaban a su alrededor. Era una paradoja. ¿O debía buscar la causa sólo en ella misma? Repasó lecturas esotéricas, lecciones de física, teorías de todo tipo. ¿Y si algo se hubiera alterado en su organismo -la composición del aura, la densidad atómica de sus moléculas- hasta provocar esos saltos de una dimensión a otra? ¿Vagaba sin asidero posible entre lo fantasmal, que se ocultaba del sol, y lo real, que surgía con la llegada de la noche? ¿Se movía entre un espejismo de resplandores y un agujero tenebroso? Su encuentro con Eri debió de desquiciarla por completo. Lo peor es que ya no tenía cabeza para llegar a una conclusión coherente. Si quería refrescarse las entendederas, tendría al menos que dormir bien; y eso sería imposible sin ayuda.
Buscó a su madre para pedirle un meprobramato, pero no estaba en el portal ni en la cocina. La encontró en el patio, removiendo la tierra que rodeaba el limonero. Gaia movió el quinqué que llevaba en la mano. Le pareció que su madre iba echando el agua que llevaba en un cubo, después de escarbar el suelo para airear las raíces. Pero no podía ver bien, ni siquiera con aquella lámpara; por eso se le antojó un milagro que su madre lograra distinguir lo que hacía sin más ayuda que la de sus ojos.