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– ¿Un meprobramato? -repitió la mujer, abandonando por un segundo su tarea-. ¿Pero en qué mundo vives, niña? Si ni siquiera hay pan, ¿de dónde voy a sacar un meprobramato?

– Es que ando medio nerviosa.

– Tómate un buche de benadrilina -le dijo, volviendo a lo suyo.

– ¡Eso es para la alergia, mami!

– Es lo único que tengo para dormir -respondió la mujer, sin dejar de afanarse en su improvisado cultivo de supervivencia-. ¿No es eso lo que buscas?

Gaia no insistió. Se fue al comedor y revolvió el estante de las medicinas. Moviendo la luz sobre su cabeza, localizó el frasco del jarabe y se tomó dos cucharadas, usando la propia tapa del pomo para medirlas. Después regresó al patio y, sin decir palabra, dejó el quinqué sobre la tierra, junto a su madre, con la intención de ayudarla; pero ella la rechazó.

– Vete a dormir -le ordenó-. Prefiero estar sola.

Gaia la besó y se fuea su cuarto.

A tientas se desvistió.

Dos semanas de exámenes pasarían pronto, y ella anhelaba salir de la universidad lo antes posible. Allí el ambiente era cada vez más opresivo, especialmente con aquellas reuniones que acababan de instaurar -las llamaban «asambleas de crítica y autocrítica»- donde todos debían hacerse un mea culpa público, una especie de harakiri obligatorio, so pena de ser acusados de inmodestia: ese mal burgués que derivaba en apatía o subversión… Gaia estaba harta de que la obligaran a sentirse culpable. ¿Culpable de qué? ¿De algún pecado que otros habían cometido? Sospechó que las asambleas eran un plan para transformarlos en neuróticos llenos de complejos; pero por más que pensó, no pudo encontrar la razón. Tenía que graduarse. No quería seguir siendo un cobayo; por eso le daría prioridad a sus clases. Primero, los exámenes; después… Y en ese punto, sus pensamientos se lanzaron en picada por un nuevo derrotero: Eri.

No estaba muy segura de qué la impulsaba a tal cacería. Existían mil razones, y ninguna en especial. ¿O sí? ¿Qué pretendía en el fondo de su corazón: saber si ella le interesaba realmente o que él admitiera su papel en una farsa? ¿Buscar a sus cómplices? ¿Quizás averiguar cómo había creado aquel universo irreverente? ¿O conocer con exactitud dónde se hallaba esa absurda casa de juegos?… Porque había hecho lo imposible por encontrarla; tres veces intentó desandar la misma ruta, pero no logró dar con ella.

Cerró los ojos.

Los efectos del antihistamínico gravitaron dulcemente sobre su conciencia. Era el tiempo sin tiempo, la memoria sin memoria. Se perdió en un sueño vivido; en el trasiego de una corriente algodonosa donde seres invisibles la conducían a través de la maleza, casi a rastras, y luego ataban sus manos a una rama, dejándola inmóvil con los brazos en alto. La oscuridad la rodeaba. Sin embargo, podía ver bien gracias a esa ilógica conveniencia de las pesadillas.

A sus pies, un hombre y una mujer se besaban y mordían sin tocarse. Pronto el duelo de las bocas se convirtió en un asalto de lamidas sobre ella. Gaia vio la forma oscura que emergía entre las piernas del hombre; floreció de la nada como una planta efímera que surge y se esfuma en la primavera del desierto. Así fue el curso de su visión. Por un instante el falo brilló bajo la luna, pero en seguida su resplandor pereció devorado por las nubes. De las alturas bajaron ráfagas de viento; un relámpago estalló en la noche y su destello le permitió reconocerlos: Oshún, emperatriz del gozo, y Shangó, señor supremo de los fuegos terrenales y celestes. Se abandonó al deleite de su propio cuerpo. Ahora se nutrían de sus néctares la criatura de labios dorados que fuera su guía en la mansión y aquel negro hermoso que las persiguiera por sus pasadizos. Y en las brumas de ese sueño, Gaia quedó convencida de la naturaleza deífica de sus captores.

Otro trueno avivó la tempestad que agitó ñeramente los árboles. Gaia cerró los ojos para protegerlos del polvo. La naturaleza respondía a las pasiones de sus amos, conviniendo sus instintos en huracán, como si cada latido de sus vientres provocara un temblor en la atmósfera. Oshún se acercó para lamerle el cuello, filón de suave pendiente que la diosa siguió hasta la curvatura de los pechos. No fue la única invasión sobre su piel. La lengua del dios humedecía -demoníaca y viperina- el umbral de la hendidura posterior, hasta que halló otro sustituto para atravesar la resbalosa entrada. Gaia no protestó. Sólo un suspiro escapó de su boca entreabierta, circunstancia que la diosa aprovechó para atrapar su lengua y retenerla. Más que un beso, fue una penetración; y ella se sometió sin reticencias, entregándose con la mansedumbre de un animalito que sucumbe ante una sierpe.

La lluvia caía sobre los tres cuerpos, iluminados por la luz de los relámpagos a punto de golpear la ceiba. Era una tormenta en todo su esplendor onírico, con descargas de alabastro que evocaban el resplandor élfíco de la Tierra Media.

Lejos de mitigar el ímpetu de los orishas, el diluvio actuaba como catalizador de sus pasiones. Excitada por los azotes del agua, la diosa se arrodilló en ademán de adoración, aceptando el obsequio del soberano que sostuvo a la prisionera para que la hembra divina tuviera acceso a su manjar. Un trueno bramó sobre sus cabezas. Shangó persistió en su ardoroso enlace y Oshún bebió hasta la última gota a su alcance: ambrosía de oceánico bouquet, fresca y suculenta como un cardumen de peces al amanecer.

Dentro del sueño, Gaia sintió nacer esa efervescencia que es preludio del orgasmo. Por unos segundos se debatió entre dejarse llevar y retenerlo, pero su mente -esa masturbadora sin decoro- la arrastró al abismo. De cualquier manera no hubiera podido evitarlo, porque el dios mantuvo su ataque hasta la eyección del magma que estalló con la violencia de un Vesubio negro. Corrientes telúricas se alojaron en su interior; la empujaron, la embistieron, amenazaron con hacerla pedazos. Llegó a la esencia de su nombre. Conoció los estremecimientos de la creación, que en la Madre Tierra adquieren connotaciones divinas. Así se entregaba ella, como una puta celestial. O eso le susurraba el dios mientras su alma escapaba y ella se unía a la nada. Ya no era ella. Ni siquiera era. Existía meramente en aquel muí mullo. Magia de hombre. Sus sentidos se alejaron del mundo. Sólo entonces él desató sus muñecas y dejó que cayera encima del lodo, aletargada en su propio éxtasis.

Pero la diosa no había terminado. Sin reparar en el creciente fanguero, se abatió sobre la cautiva para apagar su insatisfacción atacando con su pelvis la entrepierna. Ebria de deseo, oculto el rostro tras los cabellos empapados, era la imagen rediviva de una bacante abandonada a la orgía.

Gaia no supo más porque el fango le tapó los ojos con tanta saña como cubría su cuerpo… o quizás porque el sueño ya llegaba a su fin.

IV

Tres meses.

¿Se acordaría de ella? ¿Le diría algo su rostro? ¿Existiría él, después de todo?

La quietud del edificio evocaba un hangar muerto. Los pasos resonaban por sus corredores con un eco sobrecogedor. El sitio parecía desierto. Daba la impresión de estar sumido en la más completa soledad, aunque un rastro de luz escapaba bajo la puerta del apartamento. Gaia aguardó un momento antes de tocar. Casi deseó sorprenderlo con otra, refocilándose en alguna dionisíaca particular; eso le daría la justificación necesaria para olvidarse de él.