Una amiga los presentó una tarde, cuando ambas se tropezaron en la escalinata de la universidad. Gaia conocía a Lisa desde que tenía uso de razón. Quizás por eso se atrevía a hablarle de temas que jamás hubiera mencionado delante de otros, y no era raro que a menudo comparasen sus frustraciones. La universidad no era aquel parnaso descrito en los libros. De no haber mediado una amistad de años, Gaia jamás se habría quejado ante Lisa de la aridez de sus asignaturas, y Lisa no se hubiera lamentado de cuan pocos temas podía debatir con alguna libertad. Sentadas en mitad de la enorme escalinata -un método que les permitía percatarse con antelación de la proximidad de intrusos-, se dedicaron a rezongar durante media hora y a compartir sus impresiones. Ya estaban al borde de un pacto suicida, cuando un grupo de personas cruzó la calle en dirección a la heladería Coppelia.
– Mira quién va por ahí -exclamó su amiga, olvidando por un momento sus lamentos existenciales.
Se refería a aquel cuarteto compuesto por un hombre y tres jovencitas que parecían estudiantes. Una de ellas le hizo señas con el brazo.
– ¡Y va con Melisa! -exclamó, afilando su mano.
– ¿Con quién?
– Una amiga que no veía desde hace meses. Es medio lunática, pero inofensiva. Fíjale si es rara que hasta escribe cuentos de vampiros… ¡Ahora me lo explico! Por eso anda con él -agarró a Gaía por un brazo-. Vamos.
– ¿Adónde?
– Ven conmigo -Lisa va bajaba las escaleras-. Quiero presentarle a uno de nuestros mejores pintores.
Caia la siguió con interés, más por la promesa de conocer a un artista que por el hecho de tratarse de un tipo medianamente apuesto. Tuvo su primera sorpresa al estrecharle la mano. Era alto -mucho más de lo que supusiera al principio-, y a ella siempre le habían gustado los hombres altos; de esos que la obligaban a doblar el cuello hasta casi fracturarse una vértebra, como si estuviera frente a un altar donde hay que elevar la mirada para ver a Cristo en su lejana cruz. Además, éste era pintor, es decir, uno de esos seres que viven inmersos en la bruma de sus visiones… Gaia no recordaba sus cuadros, pero su nombre le resultaba familiar v eso era suficiente para convertirlo en una pieza de museo.
Jamás creyó que tuviera intenciones de llamarla cuando apuntó su teléfono. Supuso que aquél sería uno de esos actos que realiza cierta gente con la única intención de parecer amable. Sin embargo, cumplió su palabra. Y no sólo eso: empezó a propiciar reuniones semanales para conversar y discutir acerca de rodo lo imaginable. Su erudición era tan asombrosa que Gaia pronto olvidó que ese hombre pudiera ser algo más que un interlocutor ansioso por compartir el tipo de anécdotas que casi nunca aparecen en los libros. Era su manera habitual de seducir, pero ella no se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.
El Pintor sabía que muchos temas eran asuntos prohibidos en el ámbito académico porque ocho años atrás también había navegado por aquellas aguas. Después de exponer ciertas obras polémicas, un tanto osadas para el gusto oficial, se vio obligado a trabajar en una oscura imprenta; experiencia que marcó para siempre su ánimo, incapaz de asimilar el desprecio o las amenazas. Su salida del ostracismo no le hizo olvidar la inmanencia de los censores. De ahí que pudiera entender perfectamente la pasión de Gaia por mamar de fuentes iconoclastas, y por eso no escatimó esfuerzos en proporcionar a la joven todo tipo de estímulos a su fantasía.
Para ella fueron semanas de turbia lucidez. Vivía en una perpetua exaltación del intelecto que, al mismo tiempo, le impedía distinguir con claridad lo que la rodeaba, consecuencia de un plan maestro que el propio vizconde de Valmont habría celebrado. Se reunían en cualquier punto de la ciudad y se sumergían en un universo que parecía habitado por sus propios fantasmas y demonios. Así llego la tarde en que, seguro de su reacción, el Pintor se preparó para escalar la fortaleza que intuía tras la curiosidad de su amiga.
Antes del asalto, por supuesto, previo hasta el último detalle. Le resultaba imposible abismarse en la profanación de la carne femenina sin estar rodeado de comodidades; era de esas personas que no pueden separar el lujo del placer. Por eso la llevó a uno de: los mejores bares de la ciudad, situado en la primera planta de un hotel. No era lacil entrar allí, pero él tenía sus contactos, a los que pagaba las generosas propinas que le permitían sus ingresos; y no porque su propia obra rindiera tales dividendos, sino porque había empezado a reproducir cuadros renacentistas para extranjeros: tarea que resultó ser un filón tan lucrativo como las legendarias minas de Zinnj.
Tras deslizar los billetes al portero, con ese ademán detectivesco que le encantaba lucir, subieron al bar rodeado de troncos de bambúes secos. La cortina tropical contrastaba con la bruñida superficie del suelo y con la repiqueteante cristalería que transportaban los mozos en sus bandejas. Los cocteles que rezumaban aguardientes olorosos a cañaveral, y embellecidos con rodajas de naranja y jardines de hierbabuena, se sumaron a la conversación, que él supo sazonar con imágenes sacadas de sus ídolos, donde figuraban los paraísos femeninos de Gauguin, la perversidad de Beardsley y la impudicia fotográfica de Hainilton. Gaia perdió la cuenta de los Mojitos, los Alexanders y los Bello-Montes que desfilaron frente a ella, enfrascada en seguir el hilo de un diálogo que requería la atención de todos sus sentidos; porque el Pintor, incluso inmerso en su labor seductora, no escatimaba referencias históricas ni juegos de palabras sobre sus personajes favoritos. Y ahí residía su mayor encanto. Era imposible rechazar las caricias de quien citaba a Catulo -"Mira adonde, mi Lesbia, por tu culpa / ha ido a parar mi alma…/'- mientras rozaba con sus dedos la mano absorta. No fue nada extraño que ella lo siguiera, sin oponer resistencia, al elevador que los condujo a uno de los pisos más altos del hotel.
Apenas llegaron a la habitación, Gaia abrió las cortinas. Y fue como si el mar Caribe penetrara de golpe con ese esplendor único, capaz de herir mor-talmente como sólo puede herir de belleza el mar de Cuba. Desde allí oteó la línea de la costa que ceñía a su ciudad. En ciertos trechos del malecón, la espuma salada embestía con el instinto de una bestia a la que han cerrado el paso, y su visión era suficiente para seducir sin remedio el alma que la contemplara.
Fascinada ante esa imagen, tardó un instante en percibir el aliento que retozaba sobre sus hombros. Fue entonces cuando reparó en las manos que emprendían la lenta y minuciosa labor de abrir la blusa.
– Nos van a ver -protestó débilmente.
Pero él ni siquiera se dio por aludido. Deslizó sus dedos hacia latitudes meridionales y palpó su ropa interior. Con delicadeza sopesó la firmeza de sus nalgas, la curva de sus caderas, la línea angulosa que descendía hasta la ingle… Gaia no se atrevió a hacer un solo gesto durante el tiempo que duró el examen. No estaba muy segura de que esos tocamientos fueran caricias o habría actuado en consecuencia. El instinto le indicó que debía permanecer ajena a esa suerte de reconocimiento. Una manipulación como aquélla pedía más bien ser aceptada que devuelta, ignorada que advertida; por eso lo dejó hacer, pese a que su nerviosismo aumentaba por momentos. Al rato, y sin que hubiera mediado palabra alguna, él se apartó suavemente, dejándola sola y confusa frente al balcón. ¿Qué haría ahora? ¿Permanecer de pie? ¿Seguir los movimientos del hombre? ¿Sentarse en la cama? ¿Tomar la iniciativa? Iónicamente al escuchar un chirrido a sus espaldas se atrevió a volverse.
El Pintor buscaba algo dentro de una misteriosa carpeta que llevara consigo toda la tarde. En el bar, ella había notado los abultados compartimientos que, según imaginó, debían contener los esbozos originales de un lienzo que ciaría que hablar a los críticos: tal vez -supuso con expectativa- se tratara de un onírico paisaje postmodernista, o bocetos de un posible happening, o un enfoque novedoso del conceptualismo. En cualquier caso, allí se guardaría un indudable aporte a la cultura nacional; eso era lo que suponía Gaia… Silenciosamente se acercó a la cama. Para su sorpresa, en el cartapacio sólo vio ropas. Pero no cualquier tipo de ropas: eran piezas del inconfundible uniforme escolar.