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Recorrió el marco con la vista, en busca del timbre. Los alambres salían como púas de la cajita empotrada en la pared. A juzgar por sus extremos oxidados y los desvaídos colores de los cablecillos, la carencia de tapa protectora se remontaba a alguna era precristiana.

Débilmente rozó la puerta con los nudillos, todavía no muy segura de su decisión. En el ambiente se produjo un instante de silencio, casi de suspenso. Gaia pudo sentirlo en el leve erizamiento de sus cabellos; pero la impresión no provino sólo de ella.

– ¿Quién es? -dijo su voz, pausada como siempre, aunque ahora acompañada por una ligera tensión.

En lugar de responder, tocó más fuerte. Se sucedieron el ruido de un mueble que se deslizaba, pasos sigilosos y una espera que correspondería a su ojo indagatorio a través de la mirilla.

– Pensé que no volvería a verte -su rostro parecía genuinamente sorprendido.

– Todavía no sé por qué estoy aquí.

– Pasa -se apartó para dejarla entrar-. ¿Te enojaste conmigo?

– ¿Qué crees tú?

– Puedes estar molesta por varias cosas. Si me dices una…

– ¿Por qué no fuiste?

– ¿A la casa?

– ¿Adónde iba a ser? -se sentó sin que nadie la invitara-. Si llego a imaginarlo, no voy.

– Estuve allí.

– ¿Te escondiste en algún sitio o te disfrazaste?

Eri se sentó frente a la joven.

– Te pedí que no hicieras preguntas.

Gaia se puso de pie, sin ocultar su irritación.

– Pues no vuelvas a repetir esas puestas en escena -se paseó por la sala-. Me sacan de quicio los juegüitos, sobre todo si son bromas de mal gusto.

Él se levantó de nuevo para acercarse a ella.

– Yo sólo quiero ayudarte -la miró a los ojos-. ¿Es mucho pedir un mes?

– ¿Un mes para qué?

– Para llegar al final.

– ¿De qué?

– De tu enseñanza. -Sacó una botella de su neverita antediluviana-. Este sitio acabará contigo si no aprendes.

– ¿De qué estás hablando?

Por toda respuesta, él sirvió el licor verdioscuro en dos vasos transparentes.

– No, gracias -dijo ella, observando con desconfianza el líquido oleaginoso.

– No te voy a envenenar -y para demostrárselo, tomó un sorbo de su propio vaso-. Si no confías en mí, nunca tendrás la respuesta que buscas.

– Yo no busco ninguna respuesta, por lo menos no la que te imaginas.

– ¿Qué sabes tú lo que tengo en mente?

– No sabré exactamente lo que piensas, pero sé muy bien lo que pienso yo; y te aseguro que no tiene nada que ver con esos juegos.

– Sólo quiero enseñarte.

– ¿A qué? ¿Cómo? ¿Drogándome para que otros me usen?

– Si lo ves así, lo lamento.

– ¿De qué otro modo tendría que verlo?

– Como un aprendizaje, como una experiencia que podría cambiar tu manera de ver las cosas.

Gaia soltó una risita.

– Cualquiera que te oiga, te confundiría con don Juan… y no me refiero al tenorio español, sino al shamán de Castañeda.

– De eso se trata -él tomó otro sorbo-. Hay muchas maneras de aprender. Existen disciplinas de autocontrol basadas en el sexo.

– No me vengas con cuentos.

– No lo son. Nuestra técnica es parecida.

– ¿Nuestra técnica? ¿Tuya y de quién más?

El silencio se condensó semejante a la niebla.

– ¿Por qué será que no te creo? -dijo ella finalmente.

– ¿Por qué será que no quieres creer? -respondió él.

Gaia suspiró.

– ¿De qué técnica hablas?

– Es un secreto de los orishas.

– ¿De los orishas? -y añadió al observar su expresión-: Querrás decir un secreto de sus brujos… de sus babalaos. ¿Es eso lo que quieres decirme?

– Quiero decir lo que dije. No trates de inferir algo distinto.

– ¿Eres babalao?

Silencio.

– No me extrañaría que lo fueses -dijo ella, hablando más consigo misma que con él-. No hace mucho me enteré de que mi mejor amiga se hizo el santo… ¡Y yo sin saberlo, sin imaginarlo siquiera!

Eri observó su bebida con obstinado mutismo.

– Dime sólo esto: toda esa gente que encontré allí, ¿quiénes eran?

– Ahora no puedo responderte -advirtió él, depositando dos cubos más de hielo en su vaso-. Las respuestas no sirven de nada porque no convencen por sí solas. Uno tiene que aprender. Los trozos de hielo canturrearon como palomas en una estación helada.

– Eres tú quien no entiende -porfió ella-. Necesito saber a qué atenerme contigo si es que vamos a seguir viéndonos.

– Eso es fácil -explicó él, tendiéndole su propio vaso-. Sólo tienes que hacer otra visita a la casa.

Gaia probó la bebida; primero con precaución, luego con más confianza.

– ¿Quién me llevaría?

– Yo mismo.

Gaia recorrió los muebles con su mirada y se detuvo en el rostro de Eri.

– Aquí hay algo diferente.

– ¿Qué cosa?

– No lo sé. Dime tú.

– Tal vez sea el escritorio; lo cambié de lugar.

– No, no es el escritorio.

Ella acarició la superficie del vaso, olvidando por un momento el ambiente anómalo. Quizás no valiera la pena insistir; sospechaba que él siempre terminaría saliéndose con la suya… ¡Dios! ¡Qué mentecata era! Después de todo lo ocurrido, estaba decidida a seguir viéndolo. Ésa había sido su decisión desde el inicio. ¿A quién pretendía engañar? Se tomó el último sorbo. Un trozo de hielo se deslizó entre sus encías y ella lo acarició con la lengua, sin morderlo, disfrutando la sensación que le anestesiaba los labios. ¿Le estaría cogiendo el gusto a aquel juego?

Para colmo de males, los objetos lucían cada vez más raros. ¿Era la iluminación que oscilaba o los muros que comenzaban a inclinarse? Un balanceo tenue, y arriba se oscurecía… ¿O no? Las ventanas le hicieron guiños, ansiosas por revelarle las claves de aquel minué sobrecogedor. La puerta insistía en escapar de su prisión, y todo el marco iba detrás con su peso. Ni cortas ni perezosas, las molduras del techo hicieron crecer sus adornos vegetales por los que corrían diablillos de yeso, eufóricos tras haber cobrado vida. El artesonado adquirió curvaturas góticas, como telarañas lavadas por un aguacero. Gaia suspiró. Seguramente se había dejado medicar de nuevo… Sonrió al repetir el verbo: medicar. ¡Qué terapéutico! Casi le gustó su correspondencia con el entorno.

– ¿Por qué sonríes?

– Nada. Algo que pensé.

– Es tarde, vamos ya.

– Me drogaste.

– ¿Cómo?

– Volviste a drogarme. La vez pasada me hipnotizaste. No sé cómo, pero lo hiciste.

– ¿De qué estás hablando?

– No soy tan lerda como imaginas.

– Eres porfiada, pero jamás he pensado que seas lerda.

– ¿Para qué entonces esto? -levantó el vaso al nivel de sus ojos.

– Yo también tomé -y le mostró el suyo.

– Hay antídotos.

– Lees demasiadas novelas policíacas.

Le arrebató el vaso y lo dejó sobre la neverita.

– ¿Trabajas para Seguridad del Estado?

– Santo cielo -susurró él, tomándola por un brazo-. Yo creo que estás borracha, y eran sólo dos dedos de menta.

V

Sabía que volver a aquella casa era realizar una incursión a una comarca peligrosa; como bajar a los infiernos, al reino de la muerte, a los dominios de Oyá… a esa región donde las almas transitan a la sombra de sus pasiones.

El recorrido por las calles de La Habana volvió a despertar su sospecha de que había atravesado algún paso transdimensional. Fantaseó con la idea de que viajaba por el subconsciente de una ciudad cuyo acceso sólo era posible por la gracia de un guía que se ofreciera a mostrarlo, como hiciera Virgilio con el bardo florentino. En su fugaz recuento de odiseas espirituales, evocó la mística de los rosacruces, de los desdoblamientos, de Alian Kardec, de las experiencias en estado de coma… Y sospechó que aquel mulato de ojos claros podía ser su ángel de la guarda que la conducía -Orfeo engañoso- a una mansión atemporal donde los muertos coexistían con los vivos.