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Gaia anduvo con paso incierto, temerosa de chocar contra algún mueble o pared, hasta que escuchó el maullido de una puerta al abrirse. Se detuvo un instante, pero en seguida fue conminada a moverse. El aire pegajoso batió los velos que la cubrían. Bajo sus pies crujió la yerba. Guiada por manos invisibles, caminó sobre unas lajas que formaban un trillo serpenteante. Posiblemente fuera una senda deliciosa ala luz del día; pero toda diversión se perdía en la oscuridad, con aquellos tacones que se hundían en el fango o se atascaban en las ranuras de las losetas. Ya empezaba a preguntarse si no la habrían llevado a otra casa o si deambularían por un parque, cuando alguien la agarró por el brazo para hacerla descender unos escalones.

Su oído le advirtió la presencia de numerosas personas: el murmullo parecía provenir de todas partes. Unos dedos subieron su velo, dejando al descubierto sus pechos para que los labios retozones y las lenguas de sierpe los lamieran metódica y ordenadamente. Quiso oponer resistencia, pero una dolorosa presión en sus muñecas la hizo desistir. Intentó abstraerse, luchar contra esa mezcla de ira y vergüenza que se eternizaba en el goloso cosquilleo sobre su piel. Sus músculos volvieron a tensarse cuando escuchó el inconfundible ruido del líquido que se vierte en una vasija. En un principio se negó a probar la bebida. Parte del licor se derramó sobre sus pechos. Los convidados celebraron el inesperado percance, sorbiendo el zumo que parecía fluir de ella como brota el agua de los grávidos pezones de las diosas en las fuentes públicas. Aun después que retiraron la vasija, la bebida continuó resbalando por su cuello. O eso le pareció. Estaba definitivamente mareada.

La acostaron. Sintió el contacto helado del mármol en sus corvas y, por primera vez, notó un vaho omnipresente: un olor a antigüedad, a vetustez, a catacumba… Se estremeció de frío y miedo.

– Vamos a jugar a la muerte -era la voz del demonio en su oído-. Tu cadáver reposa en el sótano de una cripta…

Algo duro se metió en su boca.

– Es tuyo. Juega con él.

Gaia desplazó su lengua a lo largo del objeto y, al reconocerlo, dejó escapar un grito.

– ¡Es un hueso!

– Es el dedo de una mano -murmuró él-. No seas malcriada.

– Pero es de un muerto.

– Ay, estas discusiones me quitan la ilusión -protestó una voz afeminada.

Las manos del hombre se aferraron a su garganta.

– Chúpalo o te pesará.

Obedeció, llena de asco, y tímidamente chupó ese y otros dedos de la misma mano. Desde su posición, una rendija bajo la venda le permitía observar lo que ocurría. Forzó un poco el cuello, lo suficiente para ver a una figura disfrazada de espectro, extasiada en la contemplación de su entrepierna; giró su cabeza y descubrió una decena de figuras portando máscaras horribles. Era imposible saber quién era quién en aquella muchedumbre espectral.

Los dedos se retiraron bruscamente de su boca.

– No te muevas.

Gaia sintió la lengua del espectro, explorando sus cavernas de goteante humedad. Dientes menudos mordisquearon sus pechos. Su piel se erizó ante la avalancha de caricias, gustosamente obsequiadas por los desconocidos… Una forma de carne azotó sus mejillas; adivinó el entusiasta instrumento de algún mirón.

– Sé obediente y ofrécele tu boca.

Estimulado por la visión de aquellos labios que aceptaban cualquier manjar anónimo, el espectro decidió obsequiar el suyo a la otra entrada que se ofrecía con igual pasividad y, para facilitar su tarea, le hizo abrir más los muslos. Ella soportó sus embates con el estoicismo de una Lucrecia para quien la virtud perdida ya no constituye una preocupación.

El ritmo de las posesiones aumentó a medida que el público se enardecía con el espectáculo de tan complaciente cadáver. A su alrededor crecieron los suspiros. Gaia perdió la cuenta de la cantidad de fantasmas y seres monstruosos que se turnaron entre sus piernas y sobre su rostro; y cuando decenas de ellos se hubieron cebado de sus jugos, se escuchó un chirrido que provocó una estampida de murciélagos en la cripta. Dos sombras cargaban una olla de barro que hervía nauseabundamente y la depositaron en un rincón.

A través del escaso resquicio que le brindaba su máscara, Gaia observó la figura que se acercaba. ¿Sería su imaginación, saturada de vapores venenosos, o era real ese esqueleto de ebúrneo falo? Las falanges le acariciaron los muslos. Se le ocurrió que alguien debía de estar manipulando las articulaciones, exhibiendo su habilidad de titiritero con aquella marioneta macabra, pero ¿de qué manera? No podía abrir del todo los párpados para cerciorarse.

No tuvo tiempo para más reflexiones. Apenas sintió los dientes helados que picoteaban sus pechos y la frialdad ósea que pugnaba por penetrarla, el miedo le nubló los sentidos. Tal vez nunca gritó; tal vez sólo fue su espanto lo que desplegó aquella bandada de alaridos mentales cuando su inconsciencia la trasladó a mil años luz del horror que luchaba por poseerla.

AZUL ERINLE O EL REMEDIO DE DIOS

I

«Otra pesadilla», pensó, sin decidirse a mirar en torno.

Sentía la boca seca y un ligero dolor de cabeza.

– ¿Gaia? -unos dedos le rozaron el rostro-. ¿Te sientes bien?

Eri se inclinaba sobre ella, ocultando a medias el resto del consultorio.

– Ya es un poco tarde para esa pregunta -le reprochó débilmente, haciendo un esfuerzo por incorporarse.

– Has dormido casi tres horas. ¿No tienes hambre?

Gaia lo miró con fijeza.

– Esta vez fuiste demasiado lejos -trató de ponerse de pie-. No creo que me interese volver a repetir la experiencia… Tampoco estoy muy segura de que quiera seguir hablando contigo.

– ¿Por qué? -parecía genuinamente sorprendido.

– Ahora sí llegué a mi límite.

– Si te refieres a alguna experiencia desagradable…

– No seas cínico.

– Sólo quise que vieras el mundo de otra manera.

– ¿A base de juegos sádicos?

– A base de cualquier juego. -El la tomó por los hombros-. Escucha, no sé lo que eres capaz de ver o sentir, pero te aseguro que se trata de una ilusión, de un viaje…

– ¡No me digas! -repuso ella con tono burlón-. ¿A otro planeta?

– Al fondo de ti -la observó con fijeza.

– Pues se acabó; yo no vuelvo a esa casa.

– Podríamos…

– Me da miedo. me das miedo. Allí te transformas en otra cosa.

– ¿En qué?

– No te hagas el zorro.

– Lo único que he hecho es tratar de ayudarte. Quien se conoce a sí mismo…

– Para eso está el psicoanálisis.

– La enseñanza del brujo no se hace en una oficina.

– ¡Ah! Por fin llegamos a algo concreto. Resulta que eres brujo y no masajista.

– Puedo ser ambas cosas, y otras más.

En la penumbra de la habitación, Gaia tuvo nuevamente la impresión de que los rasgos del hombre se derretían para transformarse en las facciones de un ser cabrío. Cerró los ojos, decidida a no dejarse embaucar por aquel ardid de las sombras.

– Me gustaría saber cómo lo haces… O mejor, me gustaría saber qué pretendes.

El caminó hasta la ventana.

– Aquí todo el mundo oculta algo -paseó sus ojos sobre la ciudad dormida-, y tú sigues sin aprender.

– No sé a qué te refieres.

– Al desdoblamiento, al juego de las apariencias.

Gaia se le quedó mirando, esforzándose con toda el alma por entender. Y de pronto, en algún punto remoto de su espíritu, surgió un destello: jugar a las apariencias. Fingir. Ser lo que uno no es, lo que nunca ha sido, lo que jamás será. Sonaba familiar, pero… ¡claro que no lo había aprendido! No era parte de su naturaleza. No quería que lo fuera.