Con ademán nervioso la mujer abrió una cajita, de donde sacó otro tabaco. Sin encenderlo, se lo introdujo en la boca y se puso a masticarlo como si se tratara de un trozo de panal.
– ¿Usted ha visto alguno?
– ¿Algún qué?
– Orisha.
– Con los ojos del espíritu, que miran muy distinto a estos otros -y señaló los dos carbones que tenía sobre cada mejilla.
– ¿Es posible que ellos puedan disfrazarse de persona?
– Ya te dije que sí -la estudió con cierta preocupación-. Oye, jovencita, machacas tanto con eso que juraría que los has visto.
– No estoy muy segura. Sospecho más bien que alguien se ha estado burlando de mí, pero ya no sé qué pensar.
– En este país suceden cosas raras.
– Lo sé.
– En este país todo es posible. -La anciana masticó el extremo de su tabaco, entornando los ojos mientras sopesaba su siguiente frase-. Por eso no me extrañaría que anduviesen por aquí cerca… Así podrían protegernos del desastre que se avecina.
– ¿Cuál desastre?
– Un armagedón -dijo la mujer con un temblor-, pero no como el que anuncian los Testigos de Jehová, sino uno de esos que provoca la gente a cada rato. Lo tenemos encima y no son muchos los que saben.
– ¿Cómo se enteró usted?
– Mis guerreros me lo han contado. Yo hablo con ellos en sueños, sobre todo con Elegguá. El país se virará patas arriba y, a menos que ocurra un milagro, la debacle durará años.
– ¿Qué clase de milagro?
– Si lo supiera… Quizás nos haga falta un redentor, un Mesías, un hijo de nuestra virgen de la Caridad del Cobre… ¡Qué sé yo! -Quedó ensimismada y, poco a poco, adoptó la expresión de quien descubre algo-. Es posible… Es posible…
Gaia esperó a que continuara, pero la mujer se sumió en un mutismo de trance.
– ¿Qué es posible? -preguntó por fin, con cierto desespero.
– Que ellos se movieran entre nosotros… Ese sería el milagro: que bajaran otra vez a mezclarse con la gente. Aprenderíamos directamente de ellos; eso podría salvarnos.
Luchando contra su ansiedad, Gaia preguntó:
– ¿Y qué nos enseñarían que no supiéramos ya?
– A sobrevivir.
El corazón de la joven dio un vuelco, porque aquella respuesta guardaba una resonancia indudable con las palabras de Eri.
– ¿No somos ya expertos en eso?
– No hablo de la vida diaria, sino del espíritu -susurró, y volvió a fijar sus ojos en la muchacha-. ¿Ellos te han hablado?
Gaia se mordió la lengua, decidida a no hacerlo; tendría que entrar en detalles que por nada del mundo confiaría a una mujer que podía ser su abuela.
Alentada por su silencio, la anciana se acercó a un rincón donde guardaba varios cuadernos de apuntes muy manoseados, amén de un centenar de volúmenes que se columpiaban sobre una tabla entre ladrillos. La joven se desconcertó un poco porque, hasta ese momento, nunca se había fijado en aquel costado de la vivienda. Resultaba insólita esa pequeña biblioteca en casa de una santera, pero la gente era así de sorprendente. Entonces descubrió un viejo diploma de maestra que colgaba tras unas ristras de ajo.
– Aquí hay datos sobre todos los orishas -precisó su anfitriona, tendiéndole un libro-. Si encuentras algo que te ayude a entender, me gustaría saberlo.
Gaia se puso de pie, con la triste sospecha de que las similitudes no probarían nada. Cualquiera que conociera esos mitos podría montar una farsa.
La vieja le recordó las ofrendas a Elegguá.
– No pierdes nada y puedes ganar mucho -le aseguró.
– Lo haré por usted -prometió Gaia.
Cuando abandonó la choza se dio cuenta de que sus dudas persistían y, lo que era peor, estaba más confundida que antes.
III
Desde hacía dos días sus nervios no la dejaban en paz. La perspectiva de volver a enfrentarse con el origen de sus desazones era suficiente para crisparle los ánimos. Ahora balanceaba las piernas, sentada en un banco del parque -el mismo donde Oshún la encontrara por primera vez-, sin perder de vista las esquinas. A ratos un amago de brisa echaba a ondear sus cabellos, obstruyéndole la visión. El sol se había convertido en un ojo dorado que descendía sobre los árboles, trazando un camino de luz en el charco de una fuente cercana.
Se había preparado para ese encuentro; por lo menos, conocía al dedillo los atributos de cada orisha. Y había derramado un hilo de miel ante su casa, rogando a Elegguá, o a quien fuese, que le allanara el futuro de su accidentada vida. Resultaba una pobre protección para quien no confiaba mucho en tales creencias, pero se consoló a sí misma diciéndose que una pizca de conocimiento y un pequeño ritual siempre serían mejor que nada.
Reconoció que la tía Rita tenía razón. Era imposible evitar el contagio de creencias en un país como el suyo, saturado de misterios importados de todas partes. No era inusual encontrar negras espiritistas, fieles a la más pura tradición británica de las veladas sobre las mesas; o chinos santeros con sus altarcitos a Babalú Ayé; o mulatas que tiraban las cartas con la pericia de las gitanas ibéricas; o descendientes de vascos que consultaban el milenario / Ching. En aquel ajiaco de razas y cultos, Gaia no era una excepción. Allí estaba ella, biznieta de asturianos y franceses, obedeciendo los mandatos de los dioses africanos.
A punto de impacientarse, lo vio venir. Surgió tras la fuentecilla, oculta a medias por los crotos que invadían sus inmediaciones con la anuencia del jardinero socorrido recurso para disimular la perenne escasez de agua.
Un alborozo la recorrió de pies a cabeza, pero su sonrisa se congeló al descubrir quién lo acompañaba. La hubiera reconocido a mil metros de distancia, y ahora se encontraba a menos de treinta. Su figura cimbreante apresuró el paso, como si se hubiera retrasado unos segundos tras el mazo vegetal para recoger aquel puñado de marpacíficos amarillos que ahora examinaba entusiasmada.
Gaia sopesó la posibilidad de dar media vuelta y huir: no se sentía con fuerzas para enfrentar sus pesadillas a la luz del día. Demasiado tarde. Eri agitó un brazo al divisarla.
– Perdona la tardanza -le dijo-. Tuve que recoger a mi hermana.
– ¿Tu hermana?
La mujer llegó junto a ellos.
– Hola -se acercó a Gaia para besarla en una mejilla-. No te hicimos esperar mucho, ¿verdad?
– ¿Es tu hermana? -repitió Gaia, incrédula.
– ¿No es cierto que nos parecemos?
Gaia tuvo que admitirlo, aunque se limitó a asentir ligeramente.
– Si no te importa, me llevo tu auto -dijo la mujer-. Necesito llegarme a casa de madrina.
– Está bien. Nosotros iremos caminando.
– ¿No son bellas? -gorjeó la joven, agitando el ramo ante sus narices a modo de despedida; y al dar media vuelta, su falda tintineó como si llevara cascabeles en el vestido.
– ¿Podemos hablar? -preguntó Gaia, cuando la perdieron de vista.
– A eso vine.
– Y quiero respuestas, no evasivas.
– Muy bien, supongo que ya estás preparada -murmuró Eri, echando a caminar en dirección a la costa-. Espero que me perdones porque lo hice para protegerte.
– ¿Protegerme de qué?
– ¿Sabes que iban a expulsarte?
– ¿De dónde?
– De la facultad.
Gaia se detuvo, desconcertada ante el improbable vínculo entre ese hecho y el misterio de la casa. El hombre también interrumpió la marcha hasta que la joven se recuperó.
– No lo sabía -admitió ella, reanudando el paso-. Aunque, ahora que lo mencionas, alguien me dijo que anduviera con cuidado. ¿Cómo lo supiste?
– Me enteré por un amigo que pertenece a la junta encargada de las depuraciones. El me entregó una lista con los nombres de los que iban a ser expulsados. El tuyo aparecía entre ellos.