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– Pero ¿por qué iban a echarme?

– Según el informe, te convertiste en una alumna problemática.

Gaia conocía bien las consecuencias de ese calificativo: era el primer paso para ingresar en las listas de posibles disidentes; un honor que podía costarle la carrera o el trabajo. Intentó recordar lo ocurrido durante las últimas semanas de clases.

– Botaron a varios, pero no a mí.

– Lo sé. No pudimos salvarlos a todos.

– ¿De qué estás hablando?

– Mi grupo tiene colaboradores en los consejos donde se decide la suerte de los estudiantes. Hemos logrado evitar la expulsión de algunos, avisándoles de manera indirecta, pero contigo no funcionó.

Gaia trató de descubrir en sus palabras alguna señal de burla.

– Lo intentamos varias veces -insistió él-, pero no quisiste creernos.

Gaia se detuvo para recostarse en una reja.

– ¿Por qué me cuentas esas cosas? -murmuró casi sin fuerzas-. ¿Y si soy un agente del gobierno?

Eri sonrió con indulgencia.

– Nos conocimos en un restaurante -dijo ella-. ¿Cómo sabías dónde buscarme?

– Soy un estudioso de la mitología.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Cuando leí la lista de los que serían expulsados, tu nombre me llamó la atención porque antes sólo lo había visto en libros. A los pocos días, mi hermana me habló de una estudiante que andaba traumatizada por la muerte de su ex amante. En cuanto mencionó tu nombre, supe que debían ser la misma persona.

– ¿Y cómo se enteró de mi problema?

– Por Irene.

Gaia atisbo un rayo de luz.

– ¿La hermana de Lisa?

– Irene y ella son muy amigas -le dio la mano para obligarla a reanudar la marcha-; se conocen desde niñas.

– Lisa me prometió que Irene no diría nada.

– Uno no le oculta ciertas cosas a su mejor amigo. Por esa vía supe de tu visita a la santera, lo que te había dicho y lo que harías… o más bien, lo que esperabas encontrar.

Ella imaginó que su cólera estallaría en plena calle. «Con tres pasos más, le daré un escándalo», pensó. Pero dio cuatro, cinco, diez, muchos pasos, y la ira no afloró por ninguna parte.

– ¿Quiénes son los visitantes?

– ¿Cuáles visitantes?

– Los de la mansión. ¿También son miembros de tu grupo clandestino?

– En esa casa nunca hubo nadie más que nosotros.

Gaia se detuvo, atónita ante su desfachatez. Hubiera querido responder de manera apropiada, pero las ideas se arremolinaron en su cabeza y sólo atinó a mirarlo con aire distante.

– Aquello estaba lleno de gente -murmuró por fin.

– Puedo demostrarte lo contrario.

– ¿Cómo?

– Llevándote a la casa.

– ¡Ah, no! Ese perro ya me ha mordido muchas veces.

– Esta vez no podrás decir que estás borracha o que te he drogado.

– ¿Vas a admitir que lo has hecho antes?

– ¡Por supuesto que no! Pero cada vez que te brindo cualquier cosa empiezas a decir que le he puesto cianuro al vaso, o algo parecido. Ahora no me vengas con ese cuento porque no te he dado ni agua.

Estaban cerca. Gaia reconoció en seguida la proximidad del paso que bordeaba aquel cráter lunar en medio de La Habana.

– No acabo de entender para qué montaste este teatro.

– Ya te lo he dicho: para protegerte, para salvarte. Te pasabas todo el tiempo cuestionando esto o aquello como si ésa fuera la única forma de rebelarse, y aquí la rebelión no sirve de nada. Hay que ser cuidadoso… Ese es el único modo de sobrevivir: mintiendo y fingiendo las veinticuatro horas.

– Con decírmelo habría sido suficiente.

– Te repito que lo intentamos… en más de una ocasión; pero eres muy terca y no quisiste entender.

– ¿Qué pinta la casa en todo eso?

Él se detuvo a mirarla.

– No estaba muy seguro de lo que haría hasta que te vi. Me gustaste tanto que decidí matar dos pájaros de un tiro: te curaría ese trauma de la frigidez y te haría cambiar… las dos cosas a un mismo tiempo.

Gaia sintió que la sangre se le subía al rostro.

– Me usaste -fue lo único que pudo decir.

– Sí -convino él-, y no te pongas histérica. Fue por tu bien.

– Eso dijo el gato y se tragó al ratón.

– Eres injusta -le reprochó-. ¿Acaso no terminaste tu carrera? Nadie te expulsó.

– ¿Qué pruebas tengo de que lo evitaste?

– ¿No hiciste algo inusual antes del último semestre?

– ¿Inusual? ¿En qué sentido? -y añadió con amargura-: Hice muchas cosas inusuales en el último semestre.

– Hablo de la universidad.

– No me acuerdo.

– Te daré una clave: papeles a firmar.

Gaia pensó unos segundos y, de pronto, se quedó helada. La escena se reprodujo en su mente con toda claridad. Fue después de su primera experiencia en aquella casa; lo recordaba perfectamente. Había claudicado, silenciado lo que sentía… algo muy raro en ella.

Eri caminaba a su lado, dejándola rumiar lo que su rostro evidenciaba haber descubierto. Un sonido sibilante, como un ejército de grillos que se desplazara velozmente, los obligó a mirar en torno. Sin que ninguno de los dos se percatara, la oscuridad había terminado por desplazar al atardecer. La nube de insectos pareció lanzarse sobre ellos, proveniente de algún escondrijo que sólo permitía adivinar su proximidad por el zumbido que ya se les venía encima… El hombre tiró de ella, a tiempo para evitar que una bicicleta sin luces los atropellara.

– Firmaste aquel primer papel a regañadientes, luego otro y un tercero sin chistar. Esos supuestos compromisos eran trampas: te habían puesto a prueba y tus experiencias te ayudaron a pasarlas.

Ella se desprendió de él.

– Actué así porque me tenían harta.

– No, lo hiciste porque estabas condicionada: una fierecilla en proceso de doma…

– Eso es un disparate. ¿Qué tiene que ver el sexo con mis decisiones políticas?

– Mucho más de lo que imaginas. No hay erotismo sin audacia y no hay poder sin soberbia. A los tiranos les encanta controlar hasta los orgasmos de sus súbditos; pero no por puritanismo, sino porque no soportan que nada escape a su control. Por eso la cama es el único sitio donde los preceptos de las dictaduras son burlados a ultranza. Piensa un poco y te darás cuenta de la relación.

Gaia intentó reflexionar. Examinada en detalle, la idea no era tan absurda; más bien explicaba un sinnúmero de comportamientos con los que tropezaba a diario. Tal vez el alma acudiera a esos medios para escapar de la frustración. El sexo era un recurso poderoso: al contener tabúes milenarios, resultaba también liberador; y en una prisión social podía adquirir trascendencia catártica. No importaba cuan monstruosa fuese la represión: para alguien sin posibilidades de sublevarse, forzar los límites de su erotismo se convertía en un mecanismo de cordura porque se estaba rebelando contra algo que sí podía vencer.

Pensó en quienes apelaban a métodos más convencionales con un valor que a ella le faltaba; por eso sufrían golpizas y encierros interminables. Se sintió avergonzada, pero no por mucho tiempo. La misteriosa organización de Eri tampoco acudía al enfrentamiento. Su herramienta conspirativa era bastante extraña: avisaba a los descontentos, conminándolos a una aparente obediencia que, sin embargo, no cambiaba la estructura rebelde de su pensamiento. Eso habían hecho con ella. Toda la energía empleada en cuestionar órdenes absurdas había sido moldeada -sin que se diera cuenta- por sus peculiares experiencias sexuales. Primero, la condicionaron a obedecer; después, tras hacerle saltar las barreras de su libido, lúe liberada de esas ataduras que suelen originar mayores represiones. Su actitud cambió. Se dio el lujo de aceptar burlonamente lo que antes provocara en ella reacciones peligrosas. Un papel era sólo un papel, ¿qué importaba lo que dijera? Y había terminado por firmar cuanta bazofia le pusieron delante, porque aquel garabato con su nombre no quería decir nada.