Alzó la vista y olfateó las sombras. Los troncos de los árboles se estremecían como cuerpos vivos. Cantos de insectos invisibles se lanzaron a rodar bajo la esperma que goteaba de las estrellas. Supo que había penetrado en un reino tántrico, en una región intangible que respondía a otros parámetros sensoriales. A su lado caminaba aquel hombre que rezumaba vitalidad como un varón de las cavernas. Percibió el roce de una mano -¿contra su muslo, en su cadera?-y la noche exudó un aroma delicadamente ilícito. Su alma había sufrido una transmutación: asentía sin aceptar, aceptaba sin creer. Y cada encuentro con el autor de aquella metamorfosis terminaba alterando al resto del universo. Vivir en ese entorno erótico se había convertido en una experiencia mística.
Se detuvieron a poca distancia de un farol. Semioculto entre el follaje de los árboles, se distinguía el enrejado que rodeaba la mansión. Gaia sintió de nuevo la presencia de entidades, como si se hubieran abierto las compuertas de una dimensión tenebrosa.
– Entonces ¿me perdonas?
Ella guardó un obstinado silencio.
– Supongo que sí -susurró él, y le tocó ligeramente un hombro.
– Sigo sin creer que la cama sea la única solución para este desbarajuste.
– Estoy de acuerdo, pero el suicidio social es una idiotez y no sirve de nada. Eso es lo que ibas a conseguir con tus impulsos de rebelión.
– Hablas muy bonito -repuso ella con ironía-. ¡Y no dije que te hubiera perdonado!
– ¡Sigues molesta! -exclamó el hombre, y su tono fue una mezcla de sorpresa y desilusión.
– ¿Qué pensabas? -resopló Gaia-. ¿Que me iba a quedar tan tranquila con toda esa explicación de locos? Todavía no sé cuál parte creer y cuál no.
– Debes creerlo todo. La única manera de tranquilizarte era hacerte sentir libre, y eso es algo que aquí sólo se puede conseguir a través de los instintos porque en la vida real es imposible.
– Pudiste tratar de explicármelo. ¡Por Dios! No soy ninguna analfabeta.
– Una cosa es la inteligencia; y otra, la valentía para reconocer lo que somos.
– ¿Piensas que soy cobarde?
– La sociedad nos hace cobardes. No podemos pensar con claridad porque los prejuicios nos ciegan. Para saber quiénes somos es necesario volver a empezar, conocer en carne propia lo que significa ser libres; pero para comprenderlo, primero debemos experimentar lo que es la libertad.
– ¿Siempre a través del sexo?
– Por lo menos, para empezar.
– ¿Por qué?
– Porque nuestra naturaleza es erótica, y muchos de nuestros problemas se originan en esa zona del espíritu.
– ¿Ahora resulta que el erotismo es parte del espíritu?
– Búrlate si quieres, pero te aseguro que no tendremos libertad hasta que sepamos respetarla. Nos encanta reprimir; por eso somos reprimidos. Y la libertad debe ser entendida hasta sus últimas consecuencias -suspiró en la penumbra-. Resulta tan irónico…
– ¿Qué?
– Eros es el dios secreto de nuestra isla. Llevamos en la sangre el virus de la incontinencia sexual y nos empeñamos en ser de otro modo.
Gaia tuvo la inquietante sospecha de que él podía tener razón.
– ¿Cómo lo hiciste?
– ¿Qué cosa?
– Hacerme ver lo que no era.
– Nada más fácil de engañar que la mente.
– ¿Cómo? -insistió ella.
Vio brillar las pupilas de Eri como dos ópalos demoníacos.
– Voy a enseñarte.
Atravesaron el jardín con el sigilo de dos gatos. El hombre empujó la puerta, y sólo cuando se vio adentro, encendió una linterna.
La casa parecía abandonada desde época inmemorial. Era imposible adivinar el color original de las paredes porque el empapelado estallaba en escamas que se desprendían bajo el moho. Las mamparas que custodiaban las habitaciones a ambos lados de los pasillos habían perdido todos sus vitrales, y apenas unos trozos inidentificables del mobiliario original yacían por los rincones: aquí, la pata moldeada de una mesa; allá, fragmentos de una estatua; más lejos, residuos de un jarrón de Sévres… La escalera no se hallaba en mejores condiciones: sin baranda, marchitos los escalones de caoba que otrora resplandecieran encerados, permitió el precario ascenso a un pasillo de paredes dudosamente rosadas. No había luz, por supuesto. Gaia había vislumbrado esos detalles gracias al cono luminoso que los precedía, y por eso se aferró a la mano del hombre que avanzaba con la seguridad de quien conoce el terreno.
Era como si se encontraran en el centro de la nada, en el vórtice de una negrura definitiva que amenazara con tragárselos; una negrura sólo rota por el haz fluorescente que iba dibujando la imagen de aquel naufragio. Y mientras exploraban sus restos, las paredes retrocedían, lamentándose y crujiendo en un vaticinio de muerte.
– ¿Sabes lo que cuentan por ahí? -susurró él, y su voz retumbó en ecos.
– No.
– Que esta mansión está embrujada.
– ¿Por quién?
– Por güijes. Esos duendes que…
– Sé lo que son los güijes.
Eri se detuvo como si dudara qué rumbo seguir. Cuando reanudó la marcha, murmuró:
– He oído decir que viven en un pozo secreto de los alrededores.
Gaia supo que se adentraban más en esa morada de arquitectura imposible. Pensó en Dédalo, atrapado en su propia creación e intentando escapar con aquellas alas de maravilla que causaron la muerte de sü hijo; pero ella ni siquiera contaba con el recurso de Icaro. Reconoció su temor, pero también su curiosidad casi malsana, su atracción por ese ambiente donde el instinto aceptaba todo deseo… ¿En qué la habían convertido?
Eri se detuvo ante una puerta cerrada, apagó la linterna y las tinieblas se espesaron en torno. Gaia se acercó a él. Nunca se había sentido muy cómoda en la oscuridad, y la idea de encontrarse en una mansión embrujada no contribuía a tranquilizarla. Notó la respiración del hombre que se pegó a ella, arrinconándola contra una pared; su cuerpo ancho que parecía crecer con la ausencia de luz; una rodilla entre sus muslos, rozando ávida por encima de las ropas… La excitación le hizo olvidar un poco el miedo. Sintió el ruido de la tela que se rasgaba y luego la lengua que le lamía los pechos. Dentro de ella brotó el infierno: una llamarada que se apretujaba en su vientre y se distendía más allá. Le llegó su olor; un olor único que dibujaba imágenes en su memoria: hombros curtidos, músculos apretados como sogas, labios mojados para la caricia… Aspiró enloquecida sobre su cuello, cerca de las orejas, en sus cabellos. Era el olor mismo de la especie.
De pronto se quedó rígida. Dedos diminutos se habían posado en sus tobillos, subieron hasta los muslos y después más arriba. Eri le dio vuelta y le alzó la falda, obligándola a abrir las piernas. Con una fuerza impropia para su tamaño, las manecitas le arrancaron la ropa interior y realizaron maniobras de reconocimiento. El manoseo le produjo un placer insoportable que la hizo reclinarse sobre el pecho que la sostenía. Así se abandonó, confiando en que vivía un espejismo provocado por ardides hipnóticos o algún otro artificio semejante. Una leve presión la obligó a arrodillarse. Al principio se resistió un poco; no le agradaba la idea de alejarse del entorno protector que le ofrecía el cuerpo del hombre. Pero terminó cediendo ante el mismo impulso que siempre destruía sus defensas cuando el deseo se apoderaba de ella. De inmediato, varias manos surgieron de la nada para toquetearla a diestro y siniestro.