– ¿Eri? -lo llamó cuando él se separó para dejarla a merced de aquellos seres invisibles. Ya no se sentía tan a gusto. La frialdad de los dedos le recordaba la piel de los anfibios-. ¿Eri?
Acabaron por arrancarle la poca ropa que le quedaba. Trató de incorporarse, pero la multitud la obligó a permanecer de rodillas. Tiraban de ella, agarrándola con sus dedos de garfio que se clavaban en sitios estratégicos. Pronto la forzaron a apoyarse sobre las manos. Ahora sí podía sentir el contacto de sus cuerpos pequeños y de sus órganos adultos, que se deslizaron por todos los rincones de su piel, volteándola y sobándola con impertinencia. Palpaban sus pechos con ansiedad de niños, y algunos se atrevieron a succionarlos como si esperaran que de ellos brotara el alimento. Otros deslizaron sus dedos por la grupa, provocándole unas cosquillas electrizantes que lograban relajarla, antes de castigarla con palmadas que la hacían saltar. Plumas gigantes como abanicos, de un resplandor angélico que fosforecía en las tinieblas, rozaban sus orificios tensos y goteantes.
Perdió la noción del tiempo que duró aquel desenfreno táctil. Cuando ya creía que el escrutinio había terminado, las criaturas recobraron su brío. Montaron sobre ella por turnos, azotando sus nalgas y sus muslos con finos fuetecillos que luego paseaban amenazantes frente a la entrada de su sexo. Se vio obligada a lamer y a chupar, mientras era cabalgada como una yegua a la que tiraban de los cabellos, a modo de bridas. Durante un buen rato se divirtieron con ella, lamiéndola, zarandeándola y pellizcándola hasta que se hartaron. Entonces empezó el juego de las penetraciones.
IV
¿A qué pautas obedecería ahora, tras perder definitivamente la cordura? Porque loca debía de estar. O atrapada en una dimensión desconocida. Ya no era posible orientarse en aquel territorio incierto que volvía a engullirla a la menor provocación. El embrujo sobrevivía, pese a su empeño por escapar de él.
La casa vestía de nuevo sus galas oníricas. Nada en el entorno recordaba los estragos producidos por el tiempo o los huracanes sociales. Gaia no podía creerlo. ¿Eran esos balaustres opalescentes los mismos astillados que su amante le mostrara? ¿Y dónde estaban las cornisas destrozadas, los moribundos dibujos de las losas y la humedad amontonada en las paredes?
Para colmo de males. Eri faltaba de nuevo. Olfateó un acertijo en aquel repetido afán suyo por eclipsarse dentro de la mansión. Aunque no tenía paciencia para las adivinanzas, se propuso encontrarlo. Al menos había cierta luz. El reflejo de los candelabros convertía el mundo en una pradera de verdores, bañada por esa claridad fantasmal de los escenarios teatrales.
Encontró su vestido en un rincón y lo palpó con recelo, esperando que se inflamara como un pulmón vivo o saltara para envolverla; pero la tela yació entre sus manos con una languidez finisecular. Se lo puso a toda prisa, temerosa de que la sorprendieran. Las habitaciones palpitaban insomnes, casi animadas, y quizás eso fuera la mansión: una entidad que cobraba vida bajo circunstancias que aún debía determinar.
Dio unos pasos al azar, pues no le parecía que una u otra dirección alterara mucho el resultado. Allí no cesaban las transfiguraciones. Sabía de muchos laberintos tragados por el discurrir de las épocas, desde los más célebres -en Creta y Egipto- hasta los menos notorios -como el etrusco en Clusium o aquel de la isla de Lemnos, con ciento cincuenta columnas que hasta un niño podía mover-; pero jamás oyó hablar de ninguno que cambiara de la noche a la mañana, como un espejismo de adornos mutantes. Semejante locura, se dijo, debía ser una creación del trópico. Esa capacidad de perenne disfraz era un atributo único de la mansión. Como todo lo demás en su isla.
Vio una figura enmascarada en el extremo opuesto del pasillo. Había algo amenazante en su silueta; algo que también se palpaba en el aire. Durante unos segundos se observaron desde la distancia, hasta que el desconocido dio un paso y quedó iluminado por la luz de una habitación abierta. A Gaia le pareció inmenso, pero tal vez fuera una ilusión provocada por su sombra. No lo pensó dos veces. Echó a correr por los salones que se disputaban los misterios de la dualidad: sombra, luz… día, noche… Pero era como una pesadilla. Por más que corriera, cada vez que miraba atrás veía la silueta moviéndose con paso estudiado y majestuoso. ¿Cómo era posible que no pudiera perderlo de vista, si ella casi volaba?
Llegó a un patio arrullado por múltiples fuentes. Después de atravesarlo, abrió una de las puertas que lo rodeaban. Miríadas de velos cubrían las ventanas de un extenso corredor, sombreado por una claridad tan malva como el sol de otro planeta. Creyó abismarse en un filme de Cocteau. Puertas y más puertas, y la misma iluminación onírica que otorgaba a cada objeto un aire amenazante. Finalmente vio un destello bajo una rendija. La penumbra se replegó. Una claridad de plata lamía sus pies. Se sintió atraída hacia ella como una mariposa nocturna por el aura de un quinqué, pero su instinto le advirtió. Pegó el oído a la madera esperando oír risas de duendes, el aliento de una posesión, la música de un arpa endemoniada… Silencio. Tras una espera interminable empujó el picaporte.
En seguida reconoció la alcoba. Era la misma donde Oshún la sedujera a instancias de lnle. Junto a una lámpara, alguien había dejado una bandeja rebosante de frutas. Verla y sentir la urgencia del hambre fueron la misma cosa. Comenzó a desgarrar los mangos, embarrándose con el zumo que corría por su barbilla; devoró los anones, escupiendo las semillas negras que se ocultaban en la pulpa nevada; arrancó la piel de las naranjas y masticó los gajos hasta exprimirlos del todo; peló los plátanos de cascara purpúrea, de esa variedad que antaño abundara en la zona oriental de su país; y mordió la masa crujiente de los melones de Castilla, tan sabrosa si se espolvorea con azúcar.
Sólo después de saciarse, se percató de su lamentable estado; no sólo su cuerpo, también sus cabellos se hallaban cubiertos de polvo, hojarascas y otras miasmas inidentificables. Registró la habitación -el balcón, el baño, el clóset- hasta comprobar que estaba sola. Entonces halló ánimos para darse una ducha.
No había toallas, pero el detalle carecía de importancia frente a la posibilidad de una buena jabonadura que se llevara todo rastro de aquella jornada. Disfrutó del agua tibia y de la espuma en ese ambiente que rezumaba antigüedad: las llaves de bronce, los dibujos romanos de los azulejos, las grietas de las paredes, y hasta los agujeros por donde varios ojillos curiosos observaban la escena sin que ella se percatara. En una ocasión le pareció escuchar el murmullo de los invisibles mirones, pero aquella labor de voyeur no le importó. Después de tantos lances perturbadores, que otros otearan su desnudez no se encontraba entre las actividades que pudieran inquietarla.
El vapor fue llenando la habitación y, poco a poco, una laxitud sospechosa se apoderó de ella. Le hubiera gustado tenderse sobre un lecho de espuma, enredarse entre sedas, flotar… Sus percepciones también cambiaron. Olfateó la curvatura del espacio, los colores de la memoria, el tiempo en fuga. Luchó por aprehender las dimensiones reales de su entorno, pero su mente se batía en retirada. Algún dios sacudía el cosmos y lo viraba patas arriba. Se quedó inmóvil bajo la ducha para escuchar por primera vez la penumbra. Aromas tibios y palpitaciones doradas. Música delgada como un suspiro. El mundo susurró dentro de su garganta y comprendió. Cada onza de aire que pasaba por sus pulmones dejaba un rastro oleaginoso y dulce como un ciervo desbocado. Era el alfa del misterio y ella abrió sus brazos para recibirlo. Llegó la nada. Acunó a Dios. Una lluvia atravesó el techo, proveniente de la luna que se reflejaba en un pedazo de espejo. Ella era la rosa mística que adoraban los monjes y el universo se plegaba a sus deseos.