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«Las frutas», suspiró casi resignada. «Me han envenenado como a Blancanieves.»

Las llaves temblaron, palidecieron de angustia, sollozaron y se convirtieron en manos. Caricias bruñidas a la sombra del agua. No hizo nada por escapar de aquellos dedos que ya rozaban su cintura. Si todo era cierto, nadie la ayudaría a escapar. Si se trataba de una alucinación, tales rozamientos no la afectarían; se daría el lujo de ignorarlos como a los fisgones que continuaban su labor de husmeo.

Nuevos seudópodos surgieron de la pared, se extendieron, tocaron sus pechos… Tanteos rudos y apretados que no admitían otra voluntad, pero ella no intentó librarse de aquella fiesta orgiástica sobre su carne. Alzó la vista hacia el espejo que le devolvía su imagen borrosa, y también la de una sombra confusa a sus espaldas. No, más que una sombra era una suma de sombras. O un ejército fantasmal. O el vapor que producía sombras… Nadie. No había nadie y era su imaginación. El reflejo de sus terrores. Estaba sola, pero algo se movió detrás de ella. Le pareció que el grifo inferior de la bañera empezaba a transformarse en un pene broncíneo, en una monstruosidad que intentaba cambiar su aséptico habitat por el fondo legamoso de su carne. Obediente ante la presión de las manos, se inclinó aún más y se ofreció al ojo oscuro que aumentaba en grosor. Era el momento de resistirse, de estallar, de luchar como un animal herido; pero halló gozosa su humillante servidumbre. Fuese lo que fuese, reconoció su condicionamiento. El grifo se movió culebreante y se introdujo en ella.

No se rebeló contra ese delirio. Lo aceptó como había aceptado ser el centro de un acto circense, como había aceptado su papel nupcial en una ceremonia de ultratumba, como había aceptado que entidades invisibles la forzaran en las tinieblas… Se lo debía a alguien. Ya no recordaba a quién. Pero la habían llevado hasta ese laberinto para ser liberada. ¿De qué? No sabía. ¿Quién la había llevado? Una mujer. O tal vez un hombre. O ambos. O ninguno. O nadie.

El grifo se movía acompasadamente y las manos que sujetaban sus muñecas secundaban la cadencia de su indefinible amante. La tensión comenzó a fatigarla y sus rodillas temblaban sin control, pero el baño no cedió su presa. Los ojillos de las paredes observaron con placer aquella nueva travesura de la casa. Qué espectáculo de gozo, comentaban mientras ella se dejaba poseer por la plomería del baño. Qué imagen para otra versión de una Bella atrapada en la mansión tropical de la Bestia.

Hubo un estruendo. O tal vez un rugido. El Minotauro del laberinto, quizás. O el custodio de esa Babel tramposa. Entre los vapores apareció una figura: el encapuchado de oscuro manto. Quién sabe desde cuándo estaba allí contemplando la escena.

– ¿Qué hacen?

Gaia reconoció su voz. Qué tonta había sido, huyendo de su amado todo el tiempo cuando era el único que podía ayudarla. Se relajó de inmediato y esbozó un amago de sonrisa.

Murmullos ininteligibles se atropellaron para dar explicaciones hasta que el hombre hizo un gesto. La acostaron boca arriba para atarla a unos grilletes que brotaban de la pared. Gaia sospechó que su obediencia sería la prueba que él necesitaba para terminar con aquel ciclo de tabulaciones. Por eso, cuando alguien comenzó a cubrir su pubis con espuma, ya el miedo se había retirado a regiones lejanas. Además, la brocha le provocaba unas cosquillas deliciosas: se deslizaba heladamente sobre su monte encrespado y algunos pelillos penetraron entre sus labios, impregnándola de una sensación mentolada. Después tocó el turno a la cuchilla que esquiló cerca de los muslos, dejando sólo una parcela diminuta de vellón a lo largo de la abertura. Alguien le acarició los pechos, pero ella sólo atendía al deleite de su monte cada vez más despejado a medida que la hoja afilada iba trillando sus nocturnas mieses. La operación culminó con una toalla empapada en agua que se llevó todo vestigio de espuma. En la penumbra malva, su sexo brilló desnudo como una flor extra-terrenal.

Su amante había observado la escena sin decir palabra. Luego palpó con ternura los pétalos de aquella flor, entreabriéndolos para embarrarse con la miel que destilaban. Por un momento pareció que iría al rescate de la cautiva, cuando zafó los grilletes que la sujetaban. Vana ilusión. La obligó a arrodillarse dentro de la ducha, de espaldas al grifo que se movía amenazante como el cuello de una bestia en celo. Él mismo volvió a encadenarla en una pose de crucifixión. Otro tirón la obligó a agacharse más, exponiendo su grupa a los latigazos que comenzaron a caer sobre ella. Ai primer grito fue amordazada. Alguien trajo un par de pinzas: pirañas hambrientas mordieron sus pechos. Esta vez, el dolor fue demasiado real. Dejó de pensar en drogas secretas y en pociones hipnóticas. Ya no dudó de sus experiencias: la ceremonia en la cripta, el surtidor azul de Inle, la orgía al pie de la ceiba…

Cuando su verdugo se cansó del castigo, mostró su descollante virilidad al rostro húmedo de lágrimas. De un tirón le arrancó la mordaza y ella lo lamió, agradecida de que los azotes hubieran cesado. Otras manos acariciaron los moretones de sus nalgas, pero las huellas del castigo aún se mantenían frescas y el contacto fue como una quemadura.

– Pobrecita -escuchó una voz a sus espaldas y, de golpe, la cañería se introdujo en ella.

Gaia dio un alarido, que fue apagado por la carne que invadía su boca. Tras las paredes hubo aplausos y murmullos extáticos. El calor se extendió por la cañería que usurpaba su interior, convirtiendo el apareamiento en una cópula dolorosa. Luchó por separarse, pero le fue imposible escapar. La violación sólo acabó cuando un potente geiser huyó a chorros del grifo.

Su agonía exacerbó el placer de todos; en especial, el de su amante. Tuvo que valerse de la lengua para refrenar sus embestidas. Como alimento de dioses, como lluvia de oro en busca de un vientre mitológico, así se escanció la ambrosía en su boca.

– Trágatela toda.

Ella obedeció, bebiendo de la fuente que le brindaba ese elixir con sabor a musgo, dulce y amargo a la vez -tibieza perfecta y sacra-. Sólo que su garganta no tenía capacidad para asimilar el torrente y estuvo a punto de ahogarse; pero él la liberó de su suplicio.

El diluvio le dio en pleno rostro, se deslizó entre sus pechos y le cubrió los muslos. Era semen azul.

Gaia alzó la vista para mirar a su amante y la verdad la golpeó con la misma violencia del manantial que Huía sin cesar: Inle y Eri eran la misma persona.

V

Prefirió llegar media hora antes. Así tendría tiempo para meditar en su rincón, protegida por aquel abanico de plantas que rodeaba el banco del parque. Llevaba consigo el libro que esa noche devolvería a la tía Rita. Durante varias semanas había memorizado las leyendas de los seres que se perseguían entre sus páginas: criaturas de estirpe nebulosa e inquietantemente cercana, con sus historias de pasiones y engaños. Nada muy diferente a lo que hubiera vivido en los últimos meses. Mientras aguardaba, lo abrió para repasar algunos pasajes.

Inle era el dueño del río y de los peces. Tan grande era su belleza que Yemayá, la orisha soberana del mar, lo raptó y se lo llevó al fondo de su vasto país. Allí lo amó con toda la impetuosidad de su temperamento voluble como las mareas, hasta que, arrepentida, o quizás aburrida de sus favores, lo liberó. A Inle le gustaba vestir de azul y amarillo -esto último por influencia de Oshún, a quien lo unía un afecto especial-. Lo más revelador había sido el otro nombre con que se conocía al orisha médico: Erinle.

Fue en este punto donde la lectura había cobrado un interés especial, pues Erinle era la combinación de dos nombres que ella conocía de sobra. O más bien una suma: Eri + Inle = Erinle.