Las consecuencias de esa fórmula rozaban la ubicua dimensión de lo esotérico. ¿Se encontraba frente a dos manifestaciones de una misma divinidad: dos avatares de un ente que asumía diversos papeles, según Jas circunstancias o el momento? ¿Se disfrazaba de criatura mortal por el día y mostraba sus poderes de noche? ¿O era alguien que se desdoblaba en varias personalidades porque padecía de una dolencia psicológica: un hombre que se creía tocado por potencias mágicas bajo determinadas condiciones? Una cosa era cierta: fuera de la mansión, era un individuo razonable; se transformaba en otro apenas traspasaba sus límites.
Lo peor era la duda. ¿Y si sólo se trataba de un juego? ¿Y si, como dijera el propio Eri, nada de eso fuera real? ¿Si todas esas experiencias y personajes nacieran de sus propios temores y deseos? ¿Sería su imaginación la culpable?
Miró las páginas que el viento intentaba hacer volar. ¿Era casual que la profesión de su amante se acercara tanto a una de las características tutelares del dios? Siendo el orisha médico por excelencia, Erinle protegía de todas las aflicciones y padecimientos; y al igual que el resto de los santos afrocubanos, tenía su equivalente en el panteón católico: el arcángel Rafael, custodio de la humanidad.
Recordó algo que le había escuchado decir muchas veces a su abuela, gran devota del mensajero divino: Rafael significaba «remedio de Dios». Al menos en ese detalle estaba de acuerdo con la difunta. Pese a la incertidumbre que le provocaba su comportamiento ambivalente, eso había sido Eri para ella: una poción contra el desamor, un refugio que la sustentaba. En ese pozo se había hundido ya muchas veces; y de él quería seguir bebiendo, aun a riesgo de terminar abrasada.
No le quedó otra alternativa que admitir el cambio. Ahora su espíritu resucitaba como el brote de una flor en plena estación húmeda, y lo hacía con una voluntad enferma de astucia. Él había transformado los resortes de su naturaleza, permitiéndole contemplar el entorno a distancia. Al igual que un alma en pleno viaje astral, nada podía tocarla ni dañarla; y esa certeza le permitía escuchar cada discurso y cada proclama con una sonrisa, decir que sí con ademán falsamente servil, y luego virar la espalda para hacer exactamente lo contrario… Había aprendido a no exponerse; había aprendido a desobedecer en silencio; había aprendido a sobrevivir,
Alzó la mirada, sintiendo un ramalazo de inspiración. La voz de su sexto sentido se estaba convirtiendo en una cualidad habitual. ¿Sería también un legado de los orishas? ¿Una recompensa tras pasar aquellas ordalías iniciáticas? ¿O era sólo una condición innata que se había activado durante el aprendizaje?
Su piel susurró con la memoria de una pasión antigua y supo que él estaba cerca. Lo vio emerger tras la fuente, con el aire de quien se pasea por un territorio amado y peligroso a la vez. Guardó el libro en su bolso, aún sin saber si había llegado al final de un enigma o al inicio de otro. Parte de ella seguía esperanzada en descubrir el método para crear aquella fantasía; otra porción de su mente ya estaba convencida de que la realidad era sólo ilusión. Puro maya, como dirían los hindúes.
Bajo un disfraz engañosamente verosímil debían de existir múltiples mundos superimpuestos en capas, como túneles subterráneos que permanecen invisibles para quienes deambulan sobre la superficie. El universo era apariencia. Y para desmentir su presunta sencillez estaba la magia de los ángeles / orishas… porque no dudaba de que tales criaturas hubieran invadido su isla. Ahí estaban, tras los talones de la humanidad: entidades anónimas hasta que ellas mismas decidieran lo contrario. Algún día se presentarían en todo su esplendor, como figuras apocalípticas y salvadoras, para culminar con un ciclo de gobierno y dar comienzo a otro…
Lo esperó de pie. Se acercaba con aquella mirada que fundiera su voluntad meses atrás. Quizás no fuera tan descabellada la idea de una máscara durante la ceremonia de Iroko. ¿No le había asegurado Oshún que, quienes lo veían, quedaban atados para siempre a su arbitrio?
– Perdona mi tardanza. Tuve que atender un caso de urgencia.
De nuevo actuaba como si nada, como si ella no lo hubiera llamado la noche anterior para interrogarle, casi histérica, sobre la manera en que había vuelto a su casa. Pensó en mostrarle el libro. Le enseñaría cómo su nombre y el de Inle conformaban el otro nombre del orisha.
– Qué tarde se nos ha hecho -exclamó mirando su reloj-. Tenemos que apurarnos.
– ¿Por qué?
– Tengo una sorpresa para ti -le dijo, echando a andar junto a ella-. Mi hermana acaba de reconciliarse con su marido y quiere hacer una fiesta -sonrió-: Hoy vas a conocer a mis padres.
El auto los aguardaba al otro lado del parque, detrás de la fuente.
«Es un truco», pensó Gaia.
Recorrieron las calles del Vedado, sin que ella dejara de sopesar el mejor modo de sacarle alguna información.
– ¿Y las lecciones? -preguntó finalmente.
– ¿Las lecciones?
– Sí. ¿Ya terminamos?
– Por el momento.
Pareció dar por concluido el asunto, pero ella no estaba dispuesta a dejarse vencer.
– ¿Por lo menos me dirás quiénes eran…?
Eri detuvo el auto junto a la acera.
– Gaia, te confieso que me gustas mucho. Me gustas tanto que no voy a molestarme por tus preguntas; pero te advierto que, en adelante, voy a ignorarlas por completo. Así es que mejor no insistas.
Hubiera querido bajarse allí mismo, gritar que ya no podía más con tanto misterio, que se perdería para siempre de su vida, pero sus deseos parecían amarrados a la voluntad de ese hombre. No volvió a abrir la boca hasta que se detuvieron de nuevo, varias cuadras después, ante la mansión; la misma de los juegos nocturnos, ahora con sus jardines impolutos, su césped parejito y sus arbustos elegantemente cortados en formas caprichosas, custodiando senderos que no conducían a ninguna parte. Un lugar en perfecto orden, limpio, arreglado, sin sombra de ruinas o desorden bajo la brillante luz del mediodía.
Dos bocinazos alertaron a sus inquilinos. Oshún fue la primera en asomarse, agitó un brazo y se volvió para avisar a quienes se encontraban dentro. Mientras atravesaban el jardín, escuchó unas risas infantiles, el estruendo de un plato al caer, voces indistintas. ¿Habría usado Eri el hogar de sus padres para sus pasatiempos lúdicos? No se molestó en indagar. Sabía que cualquier intento por averiguar la verdad sería bloqueado una y otra vez. A pesar de sus continuas visitas a la mansión, seguía en el mismo estado de ignorancia que al inicio de su periplo, y sospechó que nunca averiguaría mucho aunque acosara con sus preguntas a sus moradores.
Mejor así. Mejor admitir su incapacidad. No quería ser como esos turistas que, tras visitar un par de veces las playas de su isla, imaginaban saberlo todo sobre ella y creían comprender lo que ocurría. ¡Qué ilusos! Si sus habitantes apenas lo entendían…
Se desviaron hacia el laberinto vegetal cuando ya la puerta quedaba a una veintena de pasos. Ahora tendrían que andar por el serpenteante camino que iba y venía alrededor de la mansión, convirtiéndola en el centro de aquel juego cabalístico. Justo en un recodo, se alzaba una ceiba rodeada por arbustos que impedían la visión de la casa. Al llegar allí, el hombre le alzó la falda y le arrancó la ropa interior. Ella quiso recoger el trozo de tela, pero él le introdujo un dedo entre los muslos y la obligó a seguirlo. Sintió que se mojaba sin remedio. Lo obedeció sin chistar, aunque no estaba segura si la trastada de su amante terminaría al final del laberinto.
De todos modos se dejó arrastrar por aquel dedo que la guiaba como un hilo de Ariadna, gozosa ante el frescor de la brisa que atravesaba sus labios entreabiertos. El soplo del céfiro le llegó hasta los ovarios, perfumándolos con aroma de rosas.