Era obvio que al Pintor lo enloquecían las púberes: la promisoria eclosión de su femineidad, el brote inminente de las curvas, su inocencia expuesta a la curiosidad del morbo… Sin embargo, jamás se hubiera arriesgado a ir más allá de una tímida caricia a alguna escolar incauta. Huía de la violencia y de todo lo que inspirara temor o desagrado. Así es que se contentaba con cazar a las jóvenes de aspecto infantil para educarlas a su manera.
Gaia reunía los requisitos convenientes: diecinueve años y una actitud de perpetuo desamparo. Por supuesto, no fue la primera ni la última víctima en la vida del Pintor, que siempre andaba tramando alguna nueva seducción. Gaia lo supo a través de sus propias confesiones, pero a ella no le importaban tales aventuras. Sus conquistas eran juegos; caprichos de artista. Se convirtió en una amoral. Mejor dicho, él la convirtió en una amoral cuando la convenció de que aquellos lances no tenían importancia, excepto para ser utilizados por ambos en la cama como material de inspiración. Eso le creó un extraño reflejo condicionado. Se excitaba sólo de oírlo hablar sobre lo que había hecho con otras mujeres; y esa láctica terminó por transformarlo en un fantasma imposible de eludir.
Por eso, tres años después de su muerte, todavía se masturbaba pensando en él. No había logrado despojarse de su influjo, especialmente porque nunca tuvo tiempo de prepararse para el fin. Una súbita enfermedad terminó con sus bromas eruditas y su imprevisible humor. Ella ni siquiera fue al hospital. Se sintió aterrada, incapaz de enfrentarse a la posibilidad de su pérdida. En el fondo guardaba la esperanza de que todo fuera una falsa alarma -incluso una broma macabra- o que se produjera una remisión milagrosa; pero finalmente no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Alguien la llamó una mañana y le dijo que el Pintor había muerto. Entonces le dolió no haberlo visitado, aunque sabía de sobra -porque hablaron de eso muchas veces- que él habría hecho igual. Ambos compartían el mismo terror patológico por la muerte; y estaba segura de que, en el fondo, él imaginó lo que pasaba por su cabeza. De cualquier manera, siempre cargaría con la agobiante impresión ele que pudo haber hecho algo: un rezo, una oración o unritual mágico. Pero su miedo era tan grande que abolió toda respuesta; algo que no se perdonaría nunca. Quizás debió decirle que aún lo amaba… Aunque ¿era cierto? ¿No sería todo una obsesión malsana?
Ese angustioso torbellino de ideas no fue nada comparado con la oscuridad que la invadió después, como si su espíritu se hubiera transformado en una sustancia volátil y devastada. Se dio cuenta de lo que ocurría cuando los meses comenzaron a transcurrir sin que su libido diera señales de vida. Pasó de la sorpresa al desespero, de la pasividad a las caricias; pero su antiguo eros había desaparecido. Abandonó todo esfuerzo cuando se convenció de que explorar aquel vacío era como intentar revivir un cadáver.
«Ya está», concluyó al sospechar que su frigidez sería definitiva. «Ahora podré parecerme a sor Juana Inés de la Cruz.»
No se opuso a lo que creyó irremediable; todo lo contrario. A grandes males, grandes remedios. Decidió encerrarse en un convento. No era católica. Ni siquiera estaba segura de que Dios existía, pero siempre podría esforzarse y fingir lo contrario. Ya lo tenía casi resuelto cuando Claudia, una estudiante de su facultad, le advirtió que la vida en un convento era muy diferente a lo que ella imaginaba: no podría pasarse todo el día en su celda, recibiendo comida por un orificio y leyendo hasta las tantas de la noche cualquier libro que cayera en sus manos; tendría la obligación de rezar muchos rosarios, atender enfermos y cuidar de un jardín. Claudia estaba segura de eso porque -años atrás- su mejor amiga se había hecho monja y, antes de entrar al convento, le había contado los pormenores de su nueva existencia… Gaia la escuchó por cortesía. Nada la haría desistir: una mujer que ya no era mujer sólo podía pertenecer a un claustro. Como santa Teresa de Jesús. Como santa Brígida de Irlanda. Únicamente abandonó la idea cuando se enteró de que era obligatorio levantarse al amanecer para ir a misa.
«¡Eso sí que no!», pensó, indignada. «Yo no estoy para nadie hasta las diez de la mañana. Ni muerta pondré mi despertador a esa hora.»
Tuvo que resignarse a su rutina de estudiante, saturada de reuniones interminables; y a la aridez de lo cotidiano, siempre histérica por las colas para conseguir comida y harta del constante bombardeo de las vallas que anunciaban tina guerra que jamás llegaba.
Y en medio de su ascética vida -o quizás a causa de ella-, las pesadillas habitaron sus noches. El Pintor estaba en todas. No lograba apartarlo de sus sueños; se manifestaba disfrazado de cualquier cosa que sólo reconocía al despertar: en los rostros de amigos que le provocaban humedades y en los gestos incestuosos de familiares: reencarnaba en extraños animales que nacían de ella, y en objetos que lanzaba al océano y en seguida luchaba por recuperar.
Por si fuera poco, continuaba sin tener relaciones con nadie. Se sentía sola, aislada, condenada al destierro entre tantos hombres. La humanidad se había convertido en una masa de criaturas sin atractivo ninguno. Fue Lisa, su amiga de la infancia, quien la conminó a hacer algo.
– No puedes seguir así -le dijo una tarde en que la acompañaba hasta la parada.
– Ya lo sé -admitió Gaia-. Voy a sacar un turno para el médico.
– ¿Otro más? ¿A cuántos has visto este año?
– Cuatro o cinco.
– Así no vas a curarte.
– ¿Y qué quieres que haga? Iría hasta el Santo Sepulcro si supiera que iba a salir de este hueco.
Llegaron a la parada repleta de personas.
– ¿Harías cualquier cosa, con tal de zafarte del trauma?
– ¿Qué te crees? ¿Que soy masoquista?
– Entonces vamos a lo de tía Rita.
– ¿Es psiquiatra?
– Es mi iyalocha.
– ¿Tu qué?
– Sabe tirar los cocos y ha ayudado a mucha gente con problemas peores que el tuyo. Ella te dirá qué hacer para acabar con tu obsesión.
– ¿Vas a llevarme a una santera?
– Como los médicos no te curan…
– ¡Estás loca! Yo no creo en esas cosas.
– No te hagas la intelectual.
– No me estoy haciendo nada, Lisa.
– Una vez, me dijiste que creías en la magia, ¿no te acuerdas? Después de leerle aquel libro…
– Sólo te comenté que las hadas podían ser restos de energías psíquicas: entidades que se han vuelto reales después que tanta gente las ha invocado.
– ¿Ylos orishas no?… ¿O piensas que porque tus hadas sean irlandesas y blanquitas son mejores que nuestros santos negros?
– Por favor, Lisa, no estoy para esa descarga.
– Es que hablas sin saber.
– Me basta con lo que sé -dijo Gaia, y su tono creció como una ola que anuncia tempestad-. ¡Y bastantes rollos tengo va en mi vida! No quiero que me enredes más.
– Te guste o no, son nuestras deidades.
– Y superstición de la buena. -Un día de éstos le vas a llevar un susto, por irreverente.
– Perdóname, pero tú sabes cómo pienso.
– El caso es que no puedes seguir así o vas a terminar igual que tu adorable tormento: en una tumba… Iremos a que tía Rita te consulte.
– Pero, Lisa, si ni siquiera estoy segura de que exista un dios, ¿cómo voy a creer en varios?
– Vendrás conmigo y se acabó -dijo su amiga, terminante-. No vas a perder nada y puedes ganar mucho.
Convencida de que Pisa no la dejaría en paz hasta salirse con la suya, optó por seguirle la corriente.
– ¿Le has hablado de mí a tu tía?
– Déjame aclararte algo antes de seguir. Rita no es mi tía, sino mi madrina de religión -y añadió en voz baja-: Tengo hecho santo.