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Gaia abrió la boca, pero no pudo hablar.

– No me mires con esa cara -rezongó su amiga.

– Es que no puedo creerlo.

– No seas idiota, chica. Aquí todo el mundo camina pa'l monte.

Gaia tardó unos segundos en digerir el significado de la frase.

– Entonces ¿por qué le dices tía Rita?

Lisa se encogió de hombros.

– Todos la llaman así.

– ¿Y ella sabe de mi problema?

– ¡Claro que no! ¿Te piensas que yo ando por ahí contándole a la gente tus cosas? Además, ella no necesita que le digan. Tiene sus propios medios para averiguar.

IV

Y por eso estaba ahora en aquella encrucijada: porque el oráculo había hablado por boca de tía Rita, una santera descendiente de gallegos que vivía en Guanabacoa.

Tres días antes, sentada sobre una estera que ocupaba la mitad de la habitación, la anciana había lanzado varias veces los cuatro trozos de cascara de coco, casi grises por el uso, murmurando ohí are antes de cada lanzamiento; y a cada pregunta los dioses habían dado una respuesta. Al final, logró resumir la situación de Gaia de un modo que hizo persignarse a su propia ahijada.

– Elegguá dice que deberá ponej'le miel en una esquina de su casa -la mujer hablaba con los ojos en blanco y tragándose letras-. Sin eso no podrá ayudadla.

– ¿Elegguá? -repitió Gaia.

– Es el orisha que abre y cierra loj caminoj -explicó la vieja-. Usté sólita se lo ha cerrao poqque tiene el espíritu de un muerto atrá, y no hace na' por zafarse d'él. Eso no la deja vivir.

Gaia observó a Lisa. Su expresión fue la mejor prueba de que ésta no le había contado nada a la mujer.

A esto siguió una serie interminable de preguntas que las cascaras iban contestando negativa o afirmativamente, en un lenguaje casi binario que obligaba a interrogar de nuevo. Guiada por cada respuesta, la mujer formulaba otras preguntas hasta encontrar causas y soluciones.

– Usté va de la mano con Oyá y Oshún -le dijo la anciana, y al notar la mirada de Gaia le aclaró-: Oshún Awé, la que llora al muetto, la que ya no se parece a ella.

– ¿Por qué no se parece a ella? -se atrevió a preguntar Gaia.

– Poqque no ej la Oshún de siempre, poqque ya no se ocupa de suj zalameríaj con los 'ombre.

– ¿Oshún es como Venus?

Lisa le dio un codazo a su amiga para que se callara. La santera abandonó por un instante su actitud de trance para observarla con aire suspicaz.

– Oiga, joven, ¿usté entiende algo de esto?

– Tía -intervino Lisa-, mi amiga quiere saber; pero tendrá que explicarle mejor porque ella es una ignorante.

– Haberlo dicho antes, m'hija. Vamos a ver -carraspeó para concentrarse-: Empecemos por Oshún, la que guía en cuestiones de amor…

– Pero usted dice que llora a un muerto.

– ¡Déjame terminar! Como toda orisha que se respete, Oshún tiene muchos caminos: puede ser Oshún Aña, que enloquece con los tambores; Oshún Yeyé Moró, que siempre está de juerga; Oshún Fumiké, que se enternece con los niños… Pero la que veo junto a usté es Oshún Awé, la tristona; a ésa, ni Shangó la alegra.

– Shangó es un dios guerrero, ¿no? -aventuró Gaia, recordando vagamente una leyenda.

– Sí. Y es el orisha del trueno y de la hombría, siempre vestío de rojo -alzó la vista para mirarla-. Usté también va guiá por Oyá, que es otra de sus mujeres…

– ¿Shangó tiene dos mujeres?

La anciana se echó a reír.

– El tiene todas las que se le antojan, pero sólo tres son las oficiales. Oshún es una de ellas; Oyá es la otra; y también la pobrecita Obba, que se cortó una oreja para demostrarle su amor, por un mal consejo de Oshún…

– ¿Cuál consejo? – inlerrumpió Gaia.

– Oshún le aseguró que el plato favorito de Shangó era la sopa de orejas; pero no era cierto. Por eso Obba nunca ha podido perdonarla. Ahora tiene que andar todo el tiempo con un pañuelo amarrado en la cabeza.

– ¿Y esa Oyá está triste o alegre? -preguntó Gaia, intentando recuperar el hilo de la conversación.

La santera la observó con una expresión que oscilaba entre la lástima v la incredulidad. Luego se volvió a su ahijada, y su mirada fue tan elocuente que incluso Gaia la comprendió. Parecía preguntar: ¿a quién diablos me has traído, muchacha?

– Explíquele más, tía -la animó Lisa-. Ya ve lo despistada que anda la pobre.

La anciana suspiró, casi resignada.

– Oyá está por encima de esas cosas, niña. No creo que se sienta triste ni alegre, sino más bien… apagada; y puede que a veces se enfurezca, aunque sólo si la atacas o le faltas el respeto. La mayor parte del tiempo anda ajena a lo que otros puedan sentir por ella.

– ¿Por qué?

– Porque los vivos le somos indiferentes. Ella reina en los cementerios y es dueña de la tempestad -se detuvo un momento para estudiar el semblante de Gaia-. Entre los muertos, Oyá se mueve como en familia; y ahora, para más desgracia, se ha juntao con Oshún la triste. Así mismo anda usté: carcomía por el deseo hacia un muerto. Y ese muerto no la deja en paz… Tiene que hacerse una limpieza de cama.

– ¿De cama? -se asombró Gaia-. ¿Las limpiezas no se hacen con yerbas?

– Sonará raro -admitió la mujer-, pero eso es lo que dicen los santos: pa' sacarse a ese muerto tiene que buscarse a un vivo… y uno muy especial, tan especial que no entiendo bien lo que me dice el obí. Sólo sé que es alguien relacionado con Inle.

– ¿Quién es ése?

– Otro marido de Oshún.

– ¿También es guerrero?

– Inle es médico y pescador.

– Estás de suerte, m'hijita -susurró Lisa.

– ¿Por qué?

– Es un tipo precioso.

– ¿Sí?

– Es tan bello que otra orisha se lo quiso robar -añadió la santera.

La palabra «orisha» la hizo volver en sí. ¿Qué le importaba que un santo fuera mejor o peor parecido? Ni que fuera a salir con él.

Se dirigió a la anciana:

– ¿Y ese Inle me puede ayudar?

– O alguien relacionado con él; no estoy segura -la mujer vaciló un poco, antes de añadir-: Es que a Inle no le gustan los cocos y no entiendo bien lo que me dice. Pero voy a hablar con Elegguá, que es mi regencia.

– ¿Su qué?

– Su orisha protector-le sopló Lisa.

La anciana lanzó los trozos al suelo.

– ¿Ese vivo vendrá a ella? -observó la posición de los cocos-. No.

De nuevo arrojó las cascaras.

– ¿La joven tendrá que ir a buscarlo? -y, al ver su emplazamiento, susurró para sí-: Lo que se sabe no se pregunta.

Volvió a lanzar.

– ¿Deberá buscarlo en esta ciudad?

La misma respuesta.

La santera continuó interrogando a aquel oráculo que exigía un poder de deducción digno del legendario inquilino de la calle Baker. Al cabo de cinco minutos, su mano se cerró sobre las cascaras.

– Hay un lugar donde se come -anunció, observando a Gaia con fijeza-. Usté debe ir allí y sentarse a esperar. Su salvador la hallará en ese sitio.

– ¿Cómo se llama el lugar?

– Eso es asunto suyo -se quedo mirando al vacío, como si intentara escuchar mejor-. Tiene un nombre raro. O extranjero. No sé… Algo que no es de aquí.

– Hay muchos restaurantes y cafeterías con nombres raros. ¿No puede ser más precisa?

La mujer suspiró y lanzó de nuevo los cocos, indagando en cada tirada por una zona diferente de la ciudad.

– Busque por el Vedado -dijo finalmente.