Выбрать главу

V

Pese a su escepticismo inicial, la exactitud con que la santera describiera su relación con el muerto la llevó hasta ese rincón… sin muchas esperanzas, por cierto; y no porque dudara de su excepcional clarividencia, sino porque estaba segura de que no la dejarían entrar en un sitio reservado sólo para turistas y diplomáticos.

Mientras se acercaba, repasó diversas excusas; trató de imaginar cuál sería la más plausible y al final decidió decir lo primero que se le ocurriera, aunque imaginó que todo sería inútil. Seguramente la echarían de allí a cajas destempladas. Respiró hondo y se aproximó al portero. Fue entonces cuando quedó convencida de la validez del oráculo. El autómata humano ni siquiera notó mi presencia. Antes bien, hizo algo insólito: abrió la puerta v se apañó para permitirle el paso.

Lo había previsto todo, menos aquello. Se internó en la atmósfera helada, sintiendo que andaba sobre nubes. La puerta se cerró a sus espaldas y durante unos segundos permaneció inmóvil hasta que sus pupilas se adaptaron a las tinieblas. Eso le permitió acercarse al bar, situado a un costado de la entrada. Allí se sentó en unrincón, estremecida ante el doble milagro, pues -para colmo- era época de vacaciones y el local debería estar repleto de extranjeros; sin embargo, sólo algunas sombras se movían en la oscuridad. Encargó un Mojito, aún sin creer lo que estaba viviendo; pero hizo un esfuerzo por comportarse a la altura de las circunstancias, es decir, como si no sucediera nada fuera ele lo común.

Cuando acabó su trago, se dedicó a pescar del vaso la hierbabuena, Una tras una fue masticando las hojas mentoladas hasta que sólo quedó un tallo oscuro flotando entre los hielos. Miró su reloj. Eran cerca de las diez de la noche. Pidió otro Mojito. A cada instante se volteaba para observar las figuras que entraban o salían, pero no distinguió a ningún promisorio varón. Al cabo de media hora decidió irse. Apenas extendió el billete, temiendo represalias cuando descubrieran que no tenía dólares, una mano se posó sobre la suya.

– Pago yo.

La penumbra era casi lobreguez, pese a la luz arrojada por algunos faroles que pretendían ser hawaianos, melanesios o de algún otro paraíso engañosamente primitivo. La mano que aún descansaba sobre la suya resultaba delicada al tacto, pero a su dueño no consiguió verlo bien.

– Eri -se presentó el hombre.

– Gaia -contestó ella, estrechándole la mano.

– La Madre Tierra.

– ¿Cómo?

– Te llamas como la diosa griega.

– Ah, sí -suspiró ella, y trató de sonreír-. Mis padres querían que yo fuera especial a toda costa, pero eso del nombre no siempre funciona.

– Te invito a cenar.

– Es que…

– No te preocupes, tengo dinero.

Sin embargo, ésa no era la causa de su titubeo. ¿Habría querido decir que tenía dólares? En aquella época, a ningún cubano le estaba permitido semejante lujo. ¿Sería un contrabandista? ¿O quizás uno de los pocos funcionarios autorizados a manejar divisas extranjeras? ¿Tal vez un músico o un pintor «oficial»? Pero ni su voz ni sus ademanes le resultaron conocidos.

– Bueno -consintió.

Ocuparon una mesa apartada. Mientras la ayudaba a sentarse, un pensamiento la dejo paralizada. ¿Y si se trataba de un alto militar, de un viceministro, o de algo semejante? Ella no quería tratos con esa gente. Sólo la recomendación de la santera impidió que buscara cualquier excusa para marcharse.

– En seguida les traigo la carta -prometió un camarero.

– ¿Qué hacías en el bar? -preguntó su acompañante-. ¿Esperabas a alguien?

– No… Sí… Es algo complicado.

– A lo mejor me esperabas a mí.

Ella se sobresaltó. Habría jurado que la expresión del hombre era divertida. Bajo la escasa luz, trató de adivinar sus rasgos. Ora se le antojaba un fauno, ora un pez, ora un macho cabrío, como si su rostro fuera una máscara que se derretía constantemente, igual que el marciano solitario en aquel cuento de Bradbury.

– ¿Te gustan los mariscos? -aventuró el hombre.

Gaia respiró con cierto alivio.

– Mucho -decidió arriesgarse-, pero ya sabes cómo es este país.

– Hoy es una noche especial -afirmó su anfitrión-. Podrás comer lo que quieras.

El camarero llegó con la carta. Ella casi se desmayó al ver el listado, que se le antojó una parodia de aquel capítulo bíblico donde los nombres forman una longaniza genealógica que no termina nunca, aunque en ese menú no aparecía descendencia real alguna; sólo platos creados para condimentar la imaginación: Langosta Borracha, Frutas en Cópula sobre un Lecho de Crema, Sardinas Licenciosas a la Italiana, Bistec de Semental, Tortillitas Amorosas, Pollo Estilo Burdel, Remolacha Kamasutra en Crema Agria, Alcachofas Genitales, Hidromiel a la Griega… Pero más extraordinario que la variedad de platos fue el hecho de que no viera por ningún sitio la consabida aclaración de que sólo estaban disponibles por dólares. Cuando alzó la mirada, tropezó con los ojos de Eri que la observaban como un gato a un ratón.

– Tú trabajas aquí, ¿verdad?

– No.

– ¿Y cómo sabías…?

– Eres muy curiosa. ¿Qué vas a pedir?

Los Camarones en Salsa Báquica fueron servidos en fuentecillas ovaladas donde los mariscos yacían como en un diván. En aquel néctar oloroso a vino, canela y azúcar, los trozos de carne rosada y casi fosforescente refulgían bajo la luz de las velas.

Detrás llegó la Sopa de Testículos de Toro, fuertemente sazonada. Gaia comenzó a transpirar como si sus poros también quisieran gozar de aquella vaharada picante. Su pareja sorbía el caldo sin decir palabra, mirándola entre los vapores. En la penumbra, sus ojos adquirían una luminosidad intensa; pero ella no quiso mostrar temor o embarazo, y adoptó una expresión de lejana indiferencia.

Las Almejas Eróticas a la Vvikinga vinieron adornadas con perejil. Resultó una verdadera fiesta verter el limón y la mantequilla derretida sobre cada valva, cuidando de que la mezcla no chorreara mientras era bebida de la misma concha.

Después de esto, Gaia quiso dar por terminada la cena, pero su acompañante no se lo permitió. Nada de irse hasta que no probara lo que había encardado para ambos. Cuando el camarero levantó la tapa de una cazuela para mostrar lo que aún se cocía en su vientre, ella no pudo contener un suspiro. Ostras, mejillones, cangrejos, ostiones y otros restos marinos, dotaban, se enroscaban o confundían en el mar dulcemente avinado donde se había cocinado esa Orgía Marisquera.

A decir verdad, Gaia había sido extremadamente parca en su afirmación acerca de sus preferencias. Los mariscos no sólo le gustaban, sino que la enloquecían. Las pocas veces que los había comido, se transmutaba en algo que ni ella misma lograba definir. Le fascinaba el ruido de los carapachos rotos, el crujido de las muelas al deshacerse bajo las pinzas metálicas, el placer ele arrancar la carne de las conchas… Eran procesos que despertaban en ella un ansia remota e indescifrable corno el anticipo de un orgasmo.

Los mariscos desaparecieron rociados con vino blanco. Dos minutos después, el camarero destapó la fuente humeante donde reposaba una enorme Langosta Libertina. Los vegetales y las especias, cocidos en mantequilla, se mezclaban con los trozos de carne blanca ahogados en champán. ¡Y qué delicia bucear en los dorados carapachos para sacar la masa fragante a tomillo y pimienta!

Gaia se declaró incapaz de seguir comiendo, pero Eri aseguró que no debía irse sin probar los deliciosos Cojoncillos de San Pedro, hechos con una pasta de buñuelos muy acanelada, en forma de pequeñas esferas colocadas por pares, y mojadas en abundante almíbar… Sólo cuando terminó de beber su último sorbo de vino, se dio cuenta de que había tres botellas vacías sobre la mesa. No se sentía mareada, sino curiosamente agitada.