– Si te digo algo, ¿prometes no reírte?
– Bueno.
– Me siento surrealista.
– No hay nada risible en eso -respondió él, jugueteando con su vaso-. Vivimos en un país surrealista.
– Ya lo sé, pero me parece como si estuviera en otra dimensión… Es Cuba, pero al mismo tiempo no lo es.
– A ver, ¿cómo es eso?
– Nos dejaron entrar aquí sin hacer preguntas, hemos comido… -se detuvo-. ¿Ya pagaste?
– Sí -su anfitrión se había puesto de pie y la ayudaba con la silla.
– ¿Seguro? -insistió ella-. No vi que el camarero trajera la cuenta. No te vi sacando dinero.
– Vamos, todo está en orden.
– Todo no está en orden -murmuró ella, pero se dejó llevar a la noche.
Afuera la atmósfera fluía densa. Las pocas luces que iluminaban el corazón de La Rampa tenían un brillo húmedo, igual a esas imágenes fílmicas donde los colores del neón resplandecen sobre el asfalto espejeante de las calles. Gaia decidió que no era su imaginación: estaba en otra Habana. Era como si la ciudad hubiera resuelto mostrar otro rostro, ese que siempre había ocultado.
Una idea fue creciendo en su mente. ¿Acaso las ciudades tenían alma? ¿Era posible, bajo ciertas condiciones, descubrir la comarca oscura donde se esconde su verdadera esencia? ¿Habría penetrado, sin darse cuenta, en el espíritu de una metrópolis plagada de brujos que tal vez hubieran creado un espacio donde existía lo prohibido? ¿Sería ésa la zona hacia la cual escapaban los sueños y las represiones de sus habitantes? Porque si eso era posible, ella estaba en su mismo centro, tras cruzar el paso invisible hacia otra dimensión. De algún modo había caído en ese Shambhala caribeño, junto a una criatura perteneciente a aquella región escurridiza. O quizás estaba viviendo los resultados de un hechizo.
– ¿Qué te pasa?
– No me siento bien.
– ¿Estás mareada?
– No sé. Creo que sí.
– Mi consultorio está cerca. ¿Quieres que vayamos?
– ¿Eres médico?
Por toda respuesta, la tomó del codo para ayudarla a sortear un hueco de la acera.
– Vamos.
Lo siguió sin chistar. ¿Un médico? Gaia rumió la revelación mientras ambos caminaban por las desoladas calles. ¿Era sólo una coincidencia o existía un truco detrás de todo? Tres minutos después entraron en un edificio y Gaia se detuvo en el vestíbulo desierto.
– ¿Qué ocurre?
– Esto no es un hospital.
– Nunca te hablé de un hospital, sino de un consultorio.
Ella no supo qué decir. Algo andaba mal, pero de momento no pudo determinar dónde estaba el problema. Quizás fuese culpa del vino.
Las puertas del elevador se abrieron con la presteza de una planta carnívora pronta a devorar cualquier insecto; y las pupilas de Gaia, asustadas por aquel contraste de claroscuros, se contrajeron ante el primer baño de luz que recibían en muchas horas. Fue también la primera oportunidad de ver bien a su acompáñame.
Era hermoso, mucho más hermoso de lo que intuyera en la penumbra: de una piel acanelada y tersa, como la que sólo pueden tener los mulatos dorados de su país, fruto de esa mezcla que España y África legaran a su isla. Tenía los ojos de un verde leonado que le recordó la descripción de aquellas praderas asturianas tan añoradas por su bisabuelo, un aventurero oriundo de Villaviciosa que había desembarcado en Cuba un siglo atrás. Casi se avergonzó de su propia piel, de una palidez ridícula en un país que había engendrado toda la gama posible de tonalidades en el ser humano.
Seis pisos más arriba, la puerta se abrió. La consulta quedaba frente al elevador. El entró primero y encendió una luz.
– Pasa, no te quedes ahí parada.
– Esto no es un consultorio.
– Es mi apartamento.
De pronto supo que era lo que andaba mal.
– Nadie tiene consultas privadas en su casa.
– Los profesionales viejos, sí -repuso él sin inmutarse-. Esto era de mi padre.
La columna vertebral del apartamento era un pasillo largo y sombrío, que terminaba en una puerta semiabierta. Allí el hombre encendió otra luz que, a juzgar por su amarillez, sólo podía provenir de una lámpara.
– ¿Vas a entrar o no? -la conminó desde el interior.
Gaia se aventuró a explorar lo que semejaba ser un consultorio de los años cincuenta.
– Siéntate -dijo él, indicándole una silla.
La tomó de un brazo y sostuvo una de sus muñecas entre los dedos. Al cabo de varios segundos, colocó una palma sobre su frente y otra en su nuca. Aquello le produjo a Gaia un alivio inexplicable; una bolsa de hielo sobre su cabeza no hubiera surtido mejor efecto. Por último, el hombre deslizó sus dedos sobre el plexo solar, manteniéndose a unos centímetros de la piel, sin tocarla. El examen aumentó en ella la incómoda sensación de que el universo andaba patas arriba. De nuevo era algo que parecía, pero no era; es decir, todos esos procedimientos parecían exámenes de algún tipo, pero no estaba segura de que fuesen médicos.
– Tienes la presión un poco baja -dictaminó-, aunque no mucho. Y estás algo tensa.
– ¿Cómo puedes saber mi presión sin haberla medido?
– Pero si lo hice…
– ¿Sin ningún equipo?
Él sonrió.
– Yo no necesito equipos para eso.
– Tiene que ver con los chinos, ¿verdad? -inquirió ella con voz insegura-. Una especie de acupuntura…
– ¿Sabes una cosa? -la interrumpió-. Debería darte un masaje.
– ¿Qué?
– No te preocupes -prosiguió él, quitando unos papeles de la camilla-. No voy a cobrarte.
Gaia observó sus movimientos, tratando de adivinar sus intenciones.
– Los médicos no recetan masajes; mucho menos los dan.
– Nunca te dije que fuera médico. Soy masajista, igual que mi padre.
Gaia escrutó la expresión de su rostro. Se resistía a confiar en alguien sin otras referencias que las que él mismo había dado.
– ¿Quieres que te muestre mis títulos? -su ofrecimiento la tomó por sorpresa-. Están ahí, en la pared.
– Podrían ser de tu padre.
– Únicamente los que están a la izquierda. El resto es mío.
Gaia revisó los diplomas, algunos de los cuales estaban escritos en lenguas desconocidas. Se fijó en las fechas y logró encontrar lo que buscaba: los de la izquierda, en efecto, se remontaban a unas cuatro décadas atrás; a la derecha, se hallaban certificados expedidos cinco o seis años antes. Pero ¿y si ese lugar era de otra persona? Rechazó la idea de inmediato. Después de todo, él no podía haber previsto que se toparía con ella. Y en el supuesto caso de que su encuentro hubiese sido preparado, le habría resultado imposible saber que ella se sentiría mal y mucho menos que aceptaría ir con él hasta ese sitio. No, la previsión humana tenía un límite. Aquel apartamento era suyo, y los diplomas también.
Cuando apartó la vista de la pared, Eri la observaba pacientemente. Su actitud era la de un adulto que espera por la decisión de un niño. Casi avergonzada, se escurrió detrás del biombo.
– Hay toallas limpias en las gavetas -escuchó.
Se despojó de su vestido y, tras dudarlo un poco, se sacó la ropa interior. En el mueble encontró una enorme toalla con la que se envolvió.
Antes de empezar, Eri apartó la lámpara hacia la pared. Haciendo presión con los dedos, fue tanteando rincones dolorosos a lo largo de su columna. Poco a poco el empuje se transformó en fricción. Las manos embadurnadas en aceite bajaban a lo largo de la espalda, se apoyaban en la cintura y penetraban en los músculos de sus costados. Un sopor se extendió por la habitación. En cierto momento, Gaia dejó de sentir las manos sobre su piel y volvió la vista hacia el espejo. ¿Cuánto tiempo hacía que nadie la tocaba? Se abandonó a una dulce soñolencia. Las manos se deslizaban y se hundían en su carne, frotando incluso su nuca. Alivio, placer, olvido: imágenes de otro mundo poblaron su letargo. El Pintor sonreía. EI Pintor la buscaba. El Pintor regresaba una y otra vez con la insistencia de un íncubo, porque él la había acariciado para que nunca pudiera olvidarlo. Ahora su fantasma volvía a pulsar las mismas cuerdas.