Gaia entreabrió los parpados. Ya las manos no pulían; ahora se deslizaban en una caricia, bajaban hasta los muslos v volvían a trepar. Cerró los ojos para abandonarse al contacto. Debió de quedarse dormida. Al abrirlos otra vez, sintió un sonido zumbante y mecánico que se deslizaba sobre sus corvas. Trató de volverse, pero no pudo: tenía las manos atadas a los costados de la camilla. Intentó palear, mientras el pánico trepaba por su pecho al descubrir que también sus tobillos estaban sujetos.
– Vov a gritar si no me desatas.
El se agachó junto a ella.
– Te juro que no haré nada que pueda lastimarte -su voz era suave, casi profesional-. Sólo quiero curarte.
– ¿Curarme de qué?
– De tu mal.
– ¿Te envió tía Rita?
– No sé de quién hablas.
– Seguro que…
El le cubrió la boca con una gasa.
Impotente primero, rabiosa después, bufó bajo la mordaza; pero su ira estaba más dirigida a ella misma que al hombre. Qué estúpida había sido. ¿Cómo pudo dejarse engañar así? Pronto comprendió la inutilidad de sus esfuerzos y decidió permanecer tranquila, dispuesta a soportar aquella situación que acumulaba en sus nervios una carga explosiva. El cataclismo se precipitó cuando una mano se deslizó entre sus muslos y exploró su interior húmedo. La gasa no fue suficiente para contener sus gemidos de placer.
Con un brazo, el hombre la alzó por la pelvis; con el otro, la colocó sobre un banquillo. Lento y exasperante, el aparato se aproximó a esa región donde se acumulan los instintos. Casi en contra de su voluntad, disfrutó del movimiento que imperceptiblemente se fue convirtiendo en penetración. Hasta entonces había creído que aquel instrumento era casi cuadrado; ahora le pareció más bien tubular.
Una caricia oleaginosa la dejó rígida, a medio camino entre el temor y la excitación, al comprender que estaba siendo preparada para otro tipo de asalto. Sólo un momento se revolvió en su sitio, pero en seguida renunció a sus vaivenes de culebra. De cualquier modo, no había nada más que hacer; sólo aguardar a que pasara todo. Cerró los ojos y se abandonó, dejando la entrada posterior al arbitrio de un animal resbaloso y persistente que poco a poco se internó entre los pliegues de su intocada carne -una vía que se hollaba por primera vez-, mientras el instrumento tubular continuaba ronroneando en el umbral de su vulva como un felino satisfecho.
No se requirió mucho tiempo para que un temblor distinto hiciera crujir la camilla. Provenía de territorios donde las leyes eran simples e impetuosas. Nacía de parajes a merced de los atavismos. Era la eclosión del instinto, el brote de una Fuerza que surgía de aquella doble emboscada. Se resistió al orgasmo, más por orgullo que por instinto. No quería. No le daría el gusto. Pero lodo en su interior se incendiaba, a merced del doble asalto donde la cosquilla masturbatoria y el empuje del miembro aceitado se fundían en una sola fuente de voluptuosidad. Luchó contra su propio placer, pero el forcejeo no hizo más que aumentarlo. Gimió ahogadamente. La tensión se hizo intolerable, y sus sentidos alcanzaron esa zona del cerebro donde las experiencias paranormales se funden con el nirvana. Fue inundada por elixires hirvientes. Su garganta -prisión abierta apenas él le arrancó la mordaza- pobló de quejidos la noche; pero nadie la oyó. Y nadie la habría oído aunque hubiese gritado para pedir ayuda: aquel ala del edificio sólo albergaba oficinas vacías a esa hora de la madrugada…
Cuando sus muñecas y tobillos fueron excarcelados, él se comportó como un amante tan solícito que ella casi se arrepintió de su furia. Sintió los besos cayendo a raudales sobre su espalda y sus muslos, sobre sus pechos y rodillas: caricias volátiles y diminutas como libélulas que le arrancaron suspiros de alivio. El torrente no se detuvo hasta que ella misma tomó su rostro entre las manos y lo besó largamente. Sólo entonces él recogió su ropa y empezó a vestirla con cuidado, como si se tratara de una niña. Ella lo dejó hacer, pero volvió a experimentar un amago de inquietud. ¿Habría sido juicioso seguir los consejos de la santera? Aún dudaba si aquel violador complaciente sería la ruta apropiada para su salvación. Lo peor de todo era que ni siquiera se sentía ultrajada por lo que acababa de ocurrir. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo podía conocer tan bien cada resorte de su cuerpo? ¿De qué manera se las arreglaba para tensar sus nervios hasta que ella respondía para entregarse con el mayor placer? Sobre todo, ¿debía seguirlo viendo?
– Tendrás que confiar en mí.
Gaia se sobresaltó. Eso de que alguien respondiera a sus pensamientos no se encontraba entre sus experiencias preferidas.
– Para probarte que hablo en serio, te invito mañana al teatro.
Ella no creyó lo que oía. Después de aquello, ¿el teatro?
– Ya ves que no te hice nada malo -comenzó a secarla con una toalla-. ¿Lo pasaste bien?
– No, tuve miedo.
– Era sólo un juego, bobita. ¿No le gusta jugar?
– Depende.
– A mí me fascinan los juegos -confesó él-. Me gusta jugar porque me gustan los riesgos, y cada riesgo implica un poco de peligro. Peligro de perder o de ganar… Esta noche, por ejemplo, ¿te he ganado o te he perdido?
Gaia no contestó. En realidad, no sabía qué decir. El repitió la pregunta de una manera menos directa.
– ¿Vendrás mañana al teatro? -sonrió con inocencia-. Estaremos rodeados de gentes, así es que no podré atarte a ningún sitio.
Gaia demoró unos segundos en responder. Parecía una propuesta segura, con riesgo mínimo. Sopesó posibles trampas, pero no logró entrever ninguna.
– Bueno -asintió.
Él la ayudó a vestirse.
– Mañana te enseñaré algo -regresó la lámpara a su posición inicial.
– ¿Qué cosa?
– Es un secreto. Después de la función te daré una frase y un lugar; allí esperarás a la persona que repita mi contraseña.
– ¿Cuál contraseña?
– La frase que te daré en el teatro será la contraseña -volvió a sonreír con esa expresión que la desarmaba-. Y por favor, no hagas preguntas.
Le entregó papel y lápiz. Ella se le quedó mirando sin entender, hasta que un chispazo cruzó por su mente. En seguida escribió su número de teléfono.
– Hasta mañana -le alzó la barbilla para besarla en la boca-. Y nada de ropa interior, ¿eh?
– ¿Y si el vestido se transparenta?
– Eres muy cabecidura -suspiró-. No me equivoqué contigo.
VI
Ahora iba caminando por calles oscuras y desiertas, en compañía de una desconocida que destilaba un aura tan sensual como la de su amante. Pensó en la coincidencia de que ambos tuvieran esa piel tenuemente acanelada y una belleza inusual, incluso para un país donde abundan las criaturas hermosas. Observó de reojo a su guía. ¿Qué se proponía? ¿Adónde la llevaba? Sabía que su guardiana cumplía órdenes de Eri. ¿Qué lazos la unirían a él? ¿Sería acaso su confidente, su hermana, su cómplice? Las manos de la desconocida se habían negado a abandonar las caderas de Gaia. Por encima del vestido, sus dedos palparon con insistencia.
– ¿No llevas ropa interior?