– Eri me lo prohibió.
Lamujer soltó una risita.
– Típico de él.
Gaia sintió crecer unos celos molestos.
– ¿Eres su amante?
– ¿Yo? -respondió la mujer, sin dejar de arrastrar consigo a Gaia-. ¿Lo eres tú?
Gaia pensó un segundo, absorta en el taconeo producido por ambas al caminar sobre las maltrechas aceras del Vedado.
– Creo que sí… ¿Y tú?
– Cuidado con ese hueco -advirtió la mujer.
Estaban en un callejón que siempre había intrigado a Gaia. Algún insólito accidente de la naturaleza, que los hombres pasaron por alto cuando decidieron construir en sus inmediaciones, había creado ese rincón que sólo conocían quienes vivían cerca o ciertos exploradores citadinos, expertos en descubrir recovecos. En medio de la apretada urbanización, la calle terminaba abruptamente y el suelo se convertía en un cráter de roca viva. Desde esa aluna, la tierra mostraba sus entrañas marmóreas. Daba la impresión de que algún meteorito se hubiese estrellado en aquella parcela, abriendo una llaga extraterrena y rojiza que aún sangraba manantiales de barro cuando los aguaceros se abatían sobre la zona. Algunos transeúntes le llamaban «cráter del Vedado» y Gaia creía que, de no haber estado en medio de la civilización, hubiera podido ser un centro turístico.
Junto a la hondonada se alzaba un edificio, al cual se llegaba aventurándose por un corredor de cemento suspendido encima del abismo. Aunque tenía una baranda de hierro, Gaia nunca confió en ese paso; las pocas veces que debió cruzarlo, se mantuvo alerta al primer síntoma de derrumbe. Su salvación -calculaba- estaría en llegar al umbral de un apartamento, treparse al escalón y aferrarse al picaporte de la puerta. Cada vez que pasaba por allí las manos le sudaban; pero sabía que se trataba de una fobia injustificada. Centenares de personas habían deambulado por aquel sitio durante generaciones, entrando y saliendo de los apartamentos o simplemente atravesando el paso para ir de una calle a la otra, y jamás había ocurrido algo. No obstante, para ella seguía siendo una excursión desagradable que evitaba siempre que podía. Por suerte era de noche y las tinieblas impedían ver el foso que se abría debajo de la baranda. De cualquier modo, rogó por llegar lo antes posible a terreno firme. Fue un alivio cuando sus pies tocaron la acera al final de la oquedad. Se sintió a salvo, como un náufrago que hubiera cruzado un estrecho infestado de tiburones.
Después de eso, las mujeres caminaron casi a tientas. Nunca hubo mucha luz en aquella parte de la ciudad, especialmente porque los árboles habían crecido con una desmesura boscosa y sus ramas cubrían los escasos faroles sobrevivientes. Ahora, sin embargo, la oscuridad se había convenido en una presencia casi definitiva. Era como llegar a un Averno sin llamas. Gaia creía conocer ese vecindario, pero admitió que se había perdido cuando le pareció que pasaba dos veces por la misma esquina. Sospechó que su guía daba vueltas para hacerle perder el rumbo.
Por fin se detuvieron ante un palacete versallesco, rodeado por una sólida verja de hierro. Tras la maleza del jardín se destacaba el cromatismo de los vitrales, con sus escenas inspiradas en ánforas griegas, paisajes caribeños y arborescencias al estilo art nouveau, donde el alma cubana revelaba sus alistas más alucinanres. Los faunos tocaban sus zampoñas entre las palmeras; ninfas amulatadas se sumergían en un río para atrapar cangrejos; varios querubes se reclinaban perezosos bajo el sol del mediodía, adormecidos por el susurro de las malangas ornamentales que caían sobre ellos en abanico; un Mercurio en taparrabos sobrevolaba una ciénaga tropical, ignorando a los caimanes con sus fauces abiertas entre los mangles… La noche actuaba como una cámara negra donde relucían las imágenes, permitiendo su contemplación desde la acera.
– Es aquí.
Gaia se quedó contemplando la reja ele altura infranqueable.
– No veo ninguna entrada.
El viento trajo risas provenientes de la mansión.
– Ven -susurró la mujer, tomándola de una mano.
Alguien había desprendido dos barrotes de la verja y por allí entraron.
– ¿Habrá mucha gente allá dentro? -preguntó Gaia.
La mujer se detuvo un instante, pero en seguida pareció desentenderse para observar los alrededores.
– Recuerda lo que te dijo Eri: nada de preguntas.
– Una sola, antes de entrar.
– Muy bien -murmuró su guía, que anduvo unos pasos más como si explorara el terreno-, pero te advierto que es mejor no averiguar mucho.
– ¿Quién eres?
La desconocida se volvió.
– ¿No tienes otra cosa que preguntar?
– Sólo quiero saber quién eres.
– Para muchos, soy un enigma -suspiró-. Para otros, una condición.
– Eso no es una respuesta.
– Mi nombre no significa nada-le aseguró la mujer, que se alejó hacia la casa por el trillo enyerbado.
– No me vengas con evasivas -insistió Gaia, siguiendo sus pasos.
– Lo que preguntas no tiene sentido. Me llaman de muchas formas.
– Por qué no me dices una?
– Todo depende del lugar, del momento o de las circunstancias.
– No sé de qué hablas -rezongó Gaia-. Sólo quiero que me digas tu nombre.
– De eso se trata -replicó la otra-. Dudo que saques algo de esa información. Además, hay tantas cosas que pudieras conocer…
– Déjate de idioteces.
Las pupilas de la desconocida se incendiaron en la penumbra como las de un súcubo, pero Gaia no lo notó porque la otra siguió andando sin mirarla.
– Dime tu nombre o me iré -advirtió Gaia.
La mujer giró para enfrentarse a ella y, cuando habló, su tono había adquirido la consistencia de una tormenta cuando su vaho azota al viajero desprevenido.
– Tengo muchos nombres, y mi apellido es Andiomena… En Cuba me dicen Oshún.
LA ISLA DE LOS ORISHAS
I
«Tiene que ser una broma», pensó Gaia sin perder de vista a la mujer, que se deslizó por el jardín como una figura de niebla.
La luz de un farol arrojaba una especie de gasa cenicienta que permitía adivinar los contornos de los objetos. Rodeada de álamos centenarios, la casona se perdía bajo el abrazo de las ramas. En otros tiempos la entrada estuvo custodiada por rosales, marpacíficos y galanes de noche; ahora, las únicas flores que sobrevivían en aquel matorral eran algunas campanas. La visión fugaz de los mazos blanquecinos le recordó el nombre que solía darles su abuela: floripondios.
El murmullo de las risas fue creciendo a medida que se aproximaban al portal. Gaia sospechó una conspiración. ¿Se habría confabulado Lisa con alguien para hacerle creer que una orisha la estaba guiando hasta esa casa? ¿Esperaban que aquel apellido le hiciera admitir la presencia de la misma Afrodita en su isla? ¿Laquería tanto su amiga que estaba decidida a borrar el recuerdo del Poeta, aun a costa del disparate? ¿Sería Eri un enviado de la tía Rita?
Hubiera deseado contestar afirmativamente a todas esas preguntas y olvidarse en seguida del asunto, pero quedaban cuestiones que no sabía cómo resolver. Si su encuentro con Eri era una trampa bienintencionada, ¿cómo explicar lo del restaurante? ¿Cómo interpretar su entada a un sitio prohibido para ella, la orgía culinaria, la ausencia de pago? No creía que nadie tuviera el poder suficiente para preparar semejante escenario; por eso dudaba de la existencia de un complot. Aunque si este no existía, ¿qué significaba lo demás?
La noche refrescaba ostensiblemente. Bajo su tenue vestido de algodón, Gaia comenzó a tiritar. No pudo menos que alegrarse cuando su guía se acercó a la puerta y, tras susurrar unas palabras, ésta se abrió.