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Grant Carver era guapo, soltero y el sobrino del presidente de la empresa, así que todo el mundo lo consideraba un buen partido.

Sin embargo, Callie nunca lo había encontrado especialmente atractivo y sí demasiado arrogante. Aquella actitud no hacía sino alejarla de él porque le recordaba a su breve, pero miserable matrimonio.

No porque Grant se pareciera a Ralph, la verdad. Por lo menos la arrogancia de Grant estaba basada en un cierto nivel de competencia. La de Ralph había sido un gran farol.

Aun así, Callie se había prometido muchas veces que jamás dejaría que un hombre volviera a gobernar su vida como su marido lo había hecho años atrás. Por eso, estaba más que decidida a mantener las distancias con los hombres como Grant.

El despacho de Grant resultó ser muy parecido a él mismo, es decir, atractivo y bien mantenido. Había una alfombra mullida, sillones de cuero y espejos, todo lo que confería a la estancia un ambiente de lo más rico.

Al instante, Callie se fijó en una fotografía que había en su mesa. En ella se veía a una mujer de pelo oscuro, muy guapa, que sostenía en brazos a una niña pequeña también muy guapa.

Callie sabía que se trataba de la esposa y de la hija de Grant, ambas muertas en un terrible accidente de coche hacía unos años.

Callie apenas podía imaginarse lo que debía de ser la tragedia de perder a un hijo. Según decía la gente, Grant había cambiado después del accidente. Por lo visto, se había convertido en una persona completamente diferente.

Callie no tenía ni idea de cómo había sido antes, pero le costaba imaginárselo siendo alegre y risueño. El hombre al que conocía como Grant Carver era un hombre completamente concentrado en la empresa, el trabajo y el éxito.

Así que… ambos eran viudos.

Nunca antes se le había ocurrido la idea y, en cuanto se le pasó por la cabeza, Callie dio un respingo.

No, no quería pensar en ello.

– ¿Dónde tiene el botiquín de primeros auxilios? -le preguntó dejando la orquídea sobre la mesa, fijándose en una puerta que había a la derecha y suponiendo que sería el baño.

– De la herida ya me ocupo yo -contestó Grant quitándose la camisa-. Usted ocúpese de quitarme la sangre de aquí -añadió entregándosela.

Callie se quedó anonadada por la increíble vista de su impresionante torso. Se suponía que los hombres de su edad no estaban tan bien.

Grant debía de andar por los treinta y tantos. Con esa edad, la mayoría de los hombres que Callie conocía habían cambiado el gimnasio por las patatas fritas y la cerveza.

Por lo visto, Grant Carver no había caído en aquel esquema.

Aquel hombre parecía la estatua de un dios griego.

«Sí, igual de frío también», se recordó Callie intentando mantener la compostura.

Se sentía atontada, pero consiguió tomar la camisa y se dirigió al lavabo del baño. ¿Se habría quedado mirando durante demasiado tiempo? ¿Se habría dado cuenta Grant?

«¡Por favor, que no se haya dado cuenta!», rezó abriendo el grifo y frotando la mancha.

– No sé qué ponerme -comentó Grant yendo hacia ella y colocándose a su espalda-. ¿Usted qué cree? ¿Yodo o mercurocromo?

Callie se giró para estudiar la herida, pero, al hacerlo, se encontró con que Grant estaba demasiado cerca. Ante sí tenía su piel bronceada y sus espectaculares músculos. ¿Aquello que estaba sintiendo era el calor que emanaba de su cuerpo?

Además y para colmo, olía de maravilla, a hierba recién cortada y a jabón. Durante un segundo, Callie sintió la potente necesidad de tocarlo.

¡Cuánto tiempo hacía que no abrazaba a un hombre!

– Fuera -le ordenó señalando la puerta.

– ¿Qué pasa? -se extrañó Grant.

– Está… ¡desnudo!

– No estoy desnudo. Simplemente, no llevo camisa.

Callie cerró los ojos y tomó aire.

– Está desnudo, así que o se va usted o me voy yo.

Grant abrió la boca para decir algo. Callie era consciente de que había dos posibilidades: le iba a espetar que no fuera ridícula o le iba a tomar el pelo por ser una cursi.

Callie apretó los dientes para la que se le venía encima, pero, para su alivio, Grant se resistió a la tentación y salió del baño.

Una vez a solas, Callie suspiró.

Menos mal que Grant se había ido porque era tan atractivo que… bueno, Callie no sabía lo que habría sucedido… al final y al cabo, era una mujer y Grant era el hombre más guapo que había tenido cerca en mucho tiempo.

Aun así, le hubiera gustado no haberse mostrado tan evidente ante él.

Callie terminó de lavar la camisa y, cuando volvió al despacho, se encontró con Grant poniéndose una camiseta que había sacado de algún sitio. La camiseta le marcaba los bíceps y enfatizaba sus músculos, pero era mejor que verlo desnudo de cintura para arriba.

– He dejado la camisa colgada en el baño para que se seque -anunció Callie sin mirarlo a los ojos.

Grant se giró hacia ella y recordó al instante lo que tanto le gustaba de aquella mujer. Callie Stevens era eficiente y concisa. Tenía una sonrisa sincera y no batía las pestañas como una mariposa seductora cuando hablaba con él.

Le había sorprendido su reacción de hacía unos minutos. Normalmente, era una mujer cuidadosa y controlada. Aquello precisamente había llevado a Grant a hacerle una propuesta muy interesante unos meses atrás.

En aquel entonces, Callie había respondido como si le hubiera pedido que vendiera su alma al diablo, lo que a Grant le había parecido toda una exageración.

Aun así, no había podido quitarse la idea de la cabeza.

– ¿Le parece bien esta distancia? -bromeó.

– Siempre y cuando esté vestido, no hay problema -contestó Callie con calma-. Los hombres desnudos me ponen nerviosa.

– A mí también -contestó Grant-. Sin embargo, las mujeres desnudas…

– No deberían acercarse a usted ni en broma.

Aquello lo hizo reír.

– Pero si soy un hombre de familia -contestó.

De repente, recordó la cruda realidad y la sonrisa se borró de su rostro. Ya no tenía familia.

– Bueno, era un hombre de familia -murmuró mirando el horizonte.

Hacía ya casi dos años que Jan había muerto. Ya era capaz de pasar unos cuantos días seguidos sin ganas de vomitar, sin sentir que se le rompía el corazón de dolor al pensar en ella y en lo que había perdido.

Sin embargo, de repente, todas aquellas sensaciones volvían a aparecer cuando menos se lo esperaba.

Como ahora.

Jan había sido la única mujer a la que había amado y a la que jamás amaría. Por eso, casi le gustaba el dolor. Cualquier cosa que lo acercara por un momento era bien recibida.

Grant no quería sobreponerse a su pérdida, jamás lo haría. Jan seguía siendo su esposa, para siempre.

Por otra parte, echaba de menos tener un hijo. La pequeña Lisa había sido una niña deseada y querida y Grant la echaba de menos casi tanto como a su madre.

Llevaba un año deseando tener otro hijo, un bebé que llenara el vacío que había en su corazón y le diera ganas de seguir viviendo, de mirar al futuro.

– ¿Dices eso por el abuelo? -le había preguntado su hermana Gena hacía pocos días cuando Grant le había comentado algo del asunto-. Soy consciente de que te insiste a menudo para que te vuelvas a casar y tengas un heredero que continúe con el apellido.

– Carver, el apellido de los héroes de Texas -había contestado Grant imitando a su abuelo y haciéndolos reír a ambos-. No, esto no tiene nada que ver con volverme a casar.

– Normalmente, uno tiene hijos con la mujer con la que está casado -le había dicho su hermana.

– Bueno, ya me las arreglaré para no tener que casarme -había contestado Grant.

– No puedes tener hijos sin estar casado -había insistido Gena.

– ¿Ah, no? Ya verás.

Aunque lo había dicho con mucha convicción, Grant no se sentía tan seguro. Tras haber estudiado todas las opciones que tenía, se había dado cuenta de que no era tan fácil. Los hijos no se podían comprar ni reservar ni encargar como si se tratara de un coche nuevo.