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Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián chocaron inmediatamente.

– ¿Usted es de Parapara de Ortiz? -preguntó ella.

– No hay Parapara de Ortiz -respondió él secamente-. Hay Parapara de Parapara.

Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas.

Panchito, con ánimo de apagar la escaramuza, habló nuevamente de la riña de gallos, del hazañoso triunfo del zambo, del berrinche del coronel Cubillos.

– Odio las peleas de gallo -dijo Carmen Rosa y volvió a chocar con Sebastián.

– ¿Por qué? -preguntó éste.

– Porque son una salvajada, un crimen contra esos pobres animales.

– Mayor crimen es torcerle el pescuezo a las infelices gallinas para comérselas -gruñó Sebastián.

Y no volvieron a hablar entre sí, aunque cruzaron juntos la plaza y el grupo entero llegó hasta la puerta de la casa de las Villena. Apenas, al despedirse, dejó caer ella las palabras de rigor:

– He tenido mucho gusto en conocerlo.

Y Sebastián respondió:

– Hasta mañana, Carmen Rosa.

Como si su nombre fuera para él una expresión familiar, como si fuese él un viejo amigo que la visitase todos los días.

15

A la mañana siguiente, ya de polainas para el regreso a Parapara, fue Sebastián a «La Espuela de Plata». No encontró sola a Carmen Rosa, como tal vez hubiera deseado, como se veía que hubiera deseado. Tras el mostrador, junto a ella, estaba doña Carmelita. Una mujer compraba quinina y relataba innumerables penalidades. Un chiquillo de hinchado abdomen y pies deformes gritaba con voz desagradable:

– ¡Una botella de querosén y mi ñapa!

Fue presentado a doña Carmelita, escuchó pacientemente el lastimoso relato de la mujer que compraba quinina y compró él a su vez cigarrillos, en un esfuerzo por justificar su presencia, no obstante que llevaba en el bolsillo un paquete sin abrir.

Carmen Rosa reparó en su nerviosidad y le preguntó sonreída:

– ¿Cuándo regresa a Parapara de Parapara?

– Ahora mismo estoy saliendo para Parapara de Ortiz -contestó Sebastián en el mismo tono-. Vine a decirle adiós.

Carmen Rosa recordaba más tarde que le había estrechado la mano más tiempo de lo conveniente y que ella se había visto obligada a retirarla suave pero firmemente para cortar aquel saludo que se prolongaba demasiado.

– ¿No vino también su primo? -preguntó ella.

– Se quedó en la bodega de Epifanio comprando cosas -y Carmen Rosa observó que estaba mintiendo y que para mentir necesitaba violentar su naturaleza.

No hablaron más. En realidad, no tenían otra cosa de que hablar. Sebastián ofreció sus servicios a doña Carmelita «para cualquier cosa que se le ofreciera en Parapara». Estrechó de nuevo la mano a Carmen Rosa e hizo volver a su sitio el negro mechón rebelde de la frente antes de cubrirse con el pelo de guama.

– Volveré el domingo -dijo desde la puerta.

Antes se habían marchado la mujer de las lamentaciones y el muchacho del querosén. Madre e hija quedaron en silencio.

– Qué hombre tan buen mozo -dijo de repente doña Carmelita.

Carmen Rosa se estremeció sobresaltada. Era ésa precisamente, con idénticas palabras, la frase que estaba diciendo mentalmente en aquel instante.

Capítulo VI. Pecado mortal

16

Regresó Sebastián a Ortiz el domingo anunciado, y el otro y todos los domingos que siguieron. La primera visita a la casa de las Villena la hizo llevado por Panchito y Celestino. Pero, al segundo domingo, Celestino atisbó una mirada de Carmen Rosa al forastero, una mirada entre asustada y curiosa, entre maliciosa y tierna, y ya no volvió con ellos a contemplar las corolas rosadas de las pascuas del patio, ni a conversar trivialidades junto al pretil de los helechos. Tampoco volvió a aparecer Celestino por la tienda los días de labor, cuando Carmen Rosa estaba sola tras el mostrador, abatida por el bochorno espeso del mediodía. Ni le trajo más pájaros de ofrenda, ni pasó más al atardecer frente a su ventana, ni estuvo más de plantón en la plaza de Las Mercedes. Largo y triste como los faroles de las esquinas se le veía ahora tan sólo a la puerta de la bodega de Epifanio, medio oyendo hablar a los otros, medio sonriendo cuando Pericote contaba una historia bellaca de fornicaciones y equívocos.

La presencia de Sebastián fue para Carmen Rosa el punto de partida de una extraña transformación en su manera de ver las cosas, de ver a los otros seres, de verse a sí misma. No cuando la ascendieron a Hija de María, ni cuando la madre la llamó aparte para explicarle «Carmen Rosa, desde hoy tú eres una mujer», ni cuando leyó un libro de la señorita Berenice que le hizo entrever el misterio de la vida humana, sino ahora, a los dieciocho años, en la proximidad de este hombre moreno y atlético, impulsivo y valiente, comprendió Carmen Rosa que ya había dejado de ser la muchacheja que golpeaba las aldabas de los portones y le tiraba piedras al indio Cuchicuchi.

Al principio, ni ella misma se dio cuenta. Llegaba Sebastián con Panchito, el domingo, después de la misa, cuando ella y Martica tenían aún las andaluzas puestas y los rosarios entre las manos. Y se sentaban los cuatro a hablar de los temas más diversos: de las frutas que les agradaba comer, de las pintas y de las mañas de los caballos, de cómo se moría la gente en los Llanos, de la lejana e inaccesible Caracas, del aún más inaccesible mar.

Sólo Sebastián había visto el mar. Se había bañado en sus aguas verdes y espumosas, una vez que estuvo en Turiamo.

– ¿Es muy lindo, verdad? -preguntaba Carmen Rosa.

– Lindo precisamente no es. Es como la sabana, pero de agua. Da un poco de miedo cuando uno se queda solo con él. Y se nada más fácil que en el río.

Panchito refería entonces una historia de piratas y marineros que había leído en una novela de Salgari. Y Martica lo miraba arrobada, vistiéndolo de Sandokán con los ojos.

Pero después, tres o cuatro domingos más tarde, observó Carmen Rosa que Sebastián no captaba el sentido de sus palabras cuando ella hablaba, que estaba mirándola más que oyéndola, que andaba buscando con los ojos algo más ligado a ella misma que las palabras que pronunciaba.

– Qué bonitos los pañuelos que nos trajo el domingo pasado, Sebastián.

– Me alegro, me alegro -respondía él, ausente del contenido de la frase que ella había dicho, demasiado presente en la raíz de su voz.

Y observó también que, desde el lunes, ella comenzaba a contar los días al dictado de una nómina arbitraria: «Faltan cinco días para el domingo, faltan cuatro para el domingo, faltan tres para el domingo, faltan dos para el domingo, mañana es domingo, domingo».

Un domingo no llegó Sebastián a Ortiz. Carmen Rosa estuvo esperando hasta el mediodía, con la andaluza puesta y el rosario entre las manos, simulando que libraba de hojas secas a las matas del patio. Panchito y Marta no le concedieron importancia al hecho.

– Como que no viene Sebastián hoy -se limitó a decir Panchito-. Seguramente hay gallos buenos en Parapara.

Y Martica mirando a Carmen Rosa con sorna:

– O no lo dejó venir la novia.

Para Carmen Rosa aquella ausencia era signo de oscuros presentimientos. «Está enfermo», tuvo la certeza de ello y lo imaginó tumbado por la fiebre, solo y abandonado en una casa sin gente y sin jardín. La invadió una congoja maternal, un angustioso afán de estar a su lado y secarle el sudor de la frente con el pañuelo que él le había regalado.

«Hay gallos en Parapara», pensó luego. ¿De dónde sacaba ella que estaba enfermo? No había venido por salvaje, por contemplar una vez más la escena sangrienta de dos gallos matándose en un patio de tierra, entre gritos aguardentosos y amagos de reyerta. Se sintió distante y distinta de Sebastián, ese gallero indigno de su amistad, ese repugnante jugador empedernido.

«No lo dejó venir la novia». Recordó la broma de Martica. ¿Y si no fuera una broma? ¿Si existiera realmente la novia o la querida? ¿Si era una mujer quien le había prohibido volver los domingos a Ortiz? Aquello la desasosegó más que el temor a que estuviese enfermo. La acometieron, como cuando niña, injustificados deseos de echarse a llorar. Y entonces comprendió que estaba irremediablemente enamorada.