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Cerca del mediodía se oyeron los pasos de un caballo en las piedras de la calle. Carmen Rosa levantó ansiosos los ojos de las flores de los capachos. Pero no era el caballo de Sebastián sino otro cualquiera que pasó de largo, rumbo a quién sabe dónde.

«Está enfermo». «Se quedó jugando a los gallos». «No lo dejó venir la novia». Volvieron a turnarse en su mente las tres hipótesis y a determinar sucesivamente tres estados de espíritu distintos entre sí pero síntomas los tres de la misma realidad.

En el curso de la semana -«faltan cuatro días para el domingo», «faltan dos días para el domingo», «mañana es domingo»- Carmen Rosa se prometió seis veces a sí misma no preguntar a Sebastián el motivo de su ausencia, aparentar incluso que no había advertido esa ausencia. Por otra parte, él no tenía ninguna obligación de venir, con nadie se había comprometido a venir. Tal vez no volvería más, quizás había decidido suprimir aquellos largos paseos a caballo hasta Ortiz, tan cansones, tan sin objeto.

Pero el domingo, al salir de la misa, lo primero que vio Carmen Rosa, lo único que vio, fue a Sebastián parado en la puerta de la iglesia. Marcharon caminando juntos hasta la casa, como el día en que se conocieron. Ellos dos en pareja, retrasándose insensiblemente de Panchito y Marta que caminaban al frente.

– No pude venir el domingo pasado -explicó Sebastián sin que ella le preguntase nada-. Se murió con la hematuria un compadre mío y tuve que velarlo y enterrarlo.

Carmen Rosa no respondió aunque se sintió invadida de un inmenso júbilo. No había existido la enfermedad, ni se quedó jugando gallos, ni lo retuvo una mujer.

– ¿Notó mi ausencia? -preguntó él.

Carmen Rosa tembló. Había olvidado su preparada indiferencia y presentía, se lo anunciaban oleadas de su sangre, lo que Sebastián iba a decir después.

– ¿Por qué no me responde? -insistió él-. Para mí fue algo terrible pasar un domingo sin verla.

La muchacha seguía caminando sin contestar, sin levantar los ojos de los yerbajos que emergían de las aceras rotas. En la esquina lejana cruzaron Panchito y Marta.

– Yo estoy profundamente enamorado de usted, Carmen Rosa.

Ella se detuvo un instante. Sabía lo que Sebastián iba a decir y, sin embargo, le entró por los oídos hasta el corazón, hasta la pulpa de su carne, como una brisa caliente y húmeda.

Pero continuó callada caminando a su lado. Tampoco habló más Sebastián hasta la puerta de la casa. Ahí se detuvo ella y se quedó mirándolo de frente, cuatro, cinco segundos, con un candil de estremecida ternura en el jagüey de los ojos.

Y entraron en la casa.

17

Tres meses más tarde se casaron Panchito y Marta. Ahora Sebastián venía todos los domingos a Ortiz, no sin motivo preciso, no porque lo trajera la querencia del caballo, sino porque lo esperaba el amor de Carmen Rosa y lo conducía el rumbo ineludible de su propio corazón. Ahora no charlaban los cuatro juntos en los corredores de la casa villenera, no hablaban con Panchito del mar, ni discutían con Marta de los trascendentales preparativos de la boda. Ahora Sebastián y Carmen Rosa se sentaban horas enteras a la sombra del cotoperí, a decirse mil veces lo mismo y a compartir besos fugaces cuando doña Carmelita no andaba por todo aquello y Marta y Panchito les estaban dando la espalda.

La víspera del matrimonio llegó Sebastián a Ortiz. Se quedó a dormir en la casa del señor Cartaya, de quien se había hecho amigo desde que se conocieron y el señor Cartaya le preguntó:

– Siempre lo veo por los lados de la iglesia, ¿usted como que es muy devoto de Santa Rosa?

Y Sebastián le respondió sin pensarlo mucho.

– De Santa Rosa no. De Carmen Rosa.

El matrimonio se celebró el domingo en la tarde y acudió todo el pueblo, como a las procesiones de la patrona. Estaba linda la novia con aquel velo blanco de muselina barata y aquella coronita de azahares auténticos, no azahares de cera sino azahares de un limonero, todo aderezado por las manos blancas de la señorita Berenice. Panchito, en cambio, se sentía ridículo, estrambótico, privado de su desparpajo bajo la férula de aquel traje de casimir azul que había encargado a un sastre de San Juan y aquel cuello tieso que le arañaba el pescuezo y la maldita corbata que apretaba más de la cuenta.

Primero los casó, en nombre de la ley y en presencia del coronel Cubillos, el presidente del Concejo Municipal. Después los casó el padre Pernía, en la iglesia. En el momento de declararlos unidos para siempre rompió a rumiar el viejo órgano una marcha nupcial que trastabillaba lamentablemente porque la señorita Berenice la había olvidado de tanto no tocarla. Lloró de emoción Martica, lloró doña Carmelita, y también algunas mujeres del público que aprovecharon el instante solemne para llorar a sus muertos.

En la casa villenera ya estaba la mesa puesta, una larga mesa que trajo el cura de la sacristía, cubierta por un gran mantel formado por cinco manteles corrientes que Carmen Rosa había pespunteado. Sobre la mesa relucían los vasos de casquillo, la jarra de agua, las botellas de ron y la olla de mistela con un cucharón adentro.

Carmen Rosa había decorado el extenso corredor. Entre pilar y pilar colgaban bambalinas de papel de seda de encendidos colores. Estrellas y rosas rojas del mismo papel, cortadas con tijeras y pegadas con engrudo, salpicaban las paredes. Del pretil de los helechos se desprendían faralás verdes y negros rematados en flecos. A todos agradó en extremo la ornamentación, menos al señor Cartaya que gruñó como siempre:

– Niña, echaste a perder el patio con esos guilindajos.

La fiesta duró hasta la noche. Sentadas en sillas toscas de altas patas y estrecho asiento, formando zócalo multicolor contra la pared del corredor, estaban las muchachas del pueblo, las amigas de Marta y Carmen Rosa, las discípulas de la señorita Berenice, las Hijas de María, vestidas en colores chillones, cuchicheando entre ellas, riendo más alto que de costumbre bajo el calorcillo de la mistela. Alrededor de la mesa se agrupaban los hombres, se servían los vasos de ron y hacían chistes a costa del cuello que agobiaba a Panchito. El coronel Cubillos, cordial contra su costumbre y ligeramente achispado, comentaba bajo el tamarindo:

– ¡Cónfiro, qué novia más bonita se lleva ese condenado!

Epifanio afinaba el arpa al fondo del corredor, en espera de Pericote con el cuatro y del mejor maraquero de Parapara, que Sebastián había traído consigo. Llegaron luego ambos, de la mesa donde el ron los detenía, y la música saltarina del «Zumba que zumba» se extendió por el patio, se enredó entre las hojas oblongas del tamarindo, sacudió los estambres henchidos de las cayenas y se echó a volar por la noche llanera.

Zumba que zumba

no me gustan las cagüeñas,

zumba que zumba

porque tocan mucho piano,

zumba que zumba

me gustan las guariqueñas,

zumba que zumba

porque me aprietan la mano.

Zamba que zumba

ah malhaya quien tuviera,

zumba que zumba medio millón en dinero,

zumba que zumba para botarlo viajando, zumba que zumba

entre La Villa y Turmero.

Nadie supo cuándo escaparon Panchito y Marta. Pero al notar su ausencia, una por una, se despidieron las invitadas. Doña Carmelita, extenuada por el ajetreo y la emoción del día, se retiró a su cuarto con dolor de cabeza y hondos suspiros. Finalmente se marcharon los hombres. El jefe civil llevaba una borrachera silenciosa y hosca, un brillo siniestro en los ojos mongoles. Pericote y el maraquero hablaban de seguir la parranda y dar serenatas. Carmen Rosa y Sebastián quedaron, sin darse cuenta, solos en el corredor, entre flores de papel caídas y la luz fatigada de las lámparas.

Él la tomó de la mano y caminaron juntos, como siempre lo hacían, hasta el tronco del cotoperí. Pero esta vez era de noche, una noche sin estrellas, y el segundo piso a medio derrumbar de la casa vecina se desdibujaba en la penumbra. Sebastián le ciñó el talle y le buscó la boca para el beso. Pero fue un beso diferente a todos los anteriores, incalculablemente más largo, más intenso, más hondo. Carmen Rosa sintió correr por las venas una llamita más viva que el líquido espeso y picante de la mistela y subir por los muslos una dulce fogata jamás presentida.