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Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente hacia los Llanos. Entonces uno de ellos dijo simplemente:

– Éste es el camino de Palenque.

Los demás comprendieron y callaron. El golpe de las ruedas en los baches, el trepidar asmático del motor, los latidos del corazón, modularon largo rato el eco de aquellas palabras:

Éste es el camino de Palenque.

Éste es el camino de Palenque.

Éste es el camino de Palenque.

El autobús que había cruzado, a la media luz subrepticia de la madrugada, pueblos con vida y campos sembrados, avanzó toda la mañana a través de un llano duro y desolado, sin casas y sin gente. Hasta que surgió la silueta de Ortiz, bajo el desamparo del mediodía, y el vehículo se detuvo frente a la bodega de Epifanio.

Bajaron todos, con las piernas entumidas, de la máquina polvorienta: los dieciséis estudiantes presos, los doce soldados con bayoneta calada, el capitán con el revólver en la mano, el coronel tuerto vestido de civil, el chofer.

– ¡Entren a la bodega! -gritó Varela.

Entraron sin prisa. El cansancio y la sed gravitaban por igual sobre guardias y prisioneros. Llegó Cubillos con sus dos policías y se puso a las órdenes del coronel Varela. Epifanio sirvió gaseosas de colores pálidos y destapó viejas latas de sardinas. El fonógrafo de la bodega, voz gangosa de indio borracho, corneta verde descascarada, chilló un merengue de otros tiempos. Un ritmo pegajoso, una canción zumbona en la cual se hablaba de la guerra del 14, de los triunfos alemanes, del cañón cuarenta y dos, del Káiser. En los versos finales salía malparado el Emperador.

Eran muy jóvenes los dieciséis estudiantes presos. El mayor entre ellos, seguramente el de la barba tupida y negra de fraile español, no llegaba a los veinticinco años. Pero los otros, el de los tranquilos ojos azules, el de la aguda nariz hebraica, el de la pálida frente cavilosa, el de las pobladas cejas hirsutas, el regordete de los grandes anteojos, el mulatico de la boina, apenas habían cumplido veinte.

Tres hombres llagados y andrajosos los observaban con indolente curiosidad desde la baranda de la plaza. Dos chiquillos barrigones, de narices mocosas y pies descalzos, se acercaron hasta la puerta de la bodega y se quedaron mirando hacia el interior con ojos de asombro. Más tarde se aproximaron el señor Cartaya y Sebastián, entraron con despabilada naturalidad a la bodega, compraron cigarrillos, hablaron con Epifanio de cosas del lugar. Y luego, en un descuido de los vigilantes, el señor Cartaya extrajo de sus bolsillos un frasco de quinina y se lo tendió al estudiante de la barba cerrada, uno a quien sus compañeros nombraban Clemente.

– Les puede ser útil -dijo el viejo masón.

En cuanto a Sebastián, se había acercado al estudiante mulato de la boina vasca.

– Ese sombrero no aguanta el sol -murmuró.

Y despojándose de su propio sombrero:

– Mejor es que se lleve el mío. Usted no sabe lo que es el sol del llano.

Pero ya se acercaba el coronel Cubillos con una dura ráfaga de indignación en el gesto.

– Se prohíbe hablar con los presos -gritó a Sebastián.

– No lo sabía -respondió éste a manera de excusa.

– ¡Pues sépalo! -chilló Cubillos amenazante.

– Perdone usted -intervino Cartaya conciliador-. Yo ni siquiera sabía que estos jóvenes estaban presos.

Y salieron los dos lentamente de la bodega perseguidos por los ojos furiosos del jefe civil. El estudiante de la boina se había puesto ya el sombrero pelo de guama de Sebastián, como si fuera el suyo de toda la vida.

20

El camión amarillento, dieciséis estudiantes, doce soldados, un capitán de uniforme y un coronel tuerto vestido de civil, siguió por el camino de los Llanos, dando tumbos entre los baches, levantando nubarrones de polvo reseco y caliente. En Ortiz quedó su huella perdurando largas horas. En la bodega de Epifanio, en la casa parroquial, en el patio de las Villena, en la escuela de la señorita Berenice, en la Jefatura Civil, no se habló de otra cosa durante todo el día.

– ¡Pobrecitos! -sollozaba Hermelinda entre palmas marchitas de un domingo de ramos y velas apagadas a medio consumir-. Son casi unos niños, padre Pernía. Santa Rosa los acompañe…

– Dios mismo los acompañe -respondía el padre Pernía preocupado-. Por el camino que se fueron no queda sino Palenque, que es la muerte.

¿La muerte? Ese era el tema, la muerte. De los trabajos forzados de Palenque, moridero de delincuentes, regresaban muy pocos. Y esos pocos que lograban volver eran sombras desteñidas, esqueletos vagabundos, con la muerte caminando por dentro.

– No regresarán -gruñía enfurecido el señor Cartaya en el patio de las Villena-. Los matarán a latigazos y los enterrarán en la sabana.

– ¡Hay que hacer algo! -añadía Sebastián apretando los puños, agobiado por la pesada certidumbre de que nada podían hacer.

Panchito profirió cuanto sabía de aquellos presidios: Palenque, la China, el Coco. Su mujer lloró al escucharlo. Marta estaba embarazada y seguía siendo linda con su barriguita, su caminar pausado y su llanto por los estudiantes presos.

– Los tiran a dormir en el suelo, les remachan grilletes en los pies, los sacan a trabajar desde la madrugada, les caen a latigazos si intentan descansar, los matan de hambre, les pega el paludismo, los revienta el sol -enumeraba Panchito implacablemente.

Y Martica se enjugaba las lágrimas en el extremo de la manga, como ayer, cuando él encontró una calavera en las bóvedas del viejo cementerio.

– Deben haberse puesto feas las cosas en Caracas cuando mandan los estudiantes a morirse en Palenque -opinaba Pericote en la bodega de Epifanio.

– Mejor es que no te pongas a hablar pendejadas -le aconsejaba el bodeguero-. Si así tratan a los estudiantes, ¿qué quedará para nosotros?

Y los dos se quedaron mirando en silencio el vuelo de una mosca gorda y verdosa que llegó atraída por el vaho de las sardinas rancias.

– ¿Qué estarán creyendo esos cagaleches? -denostaba el coronel Cubillos en la Jefatura, con el secretario y los dos policías como auditorio-. ¿Qué van a tumbar al general Gómez con papelitos? En la carretera van a saber cómo se bate el cobre.

– Sí, coronel -musitaba rastreramente el secretario.

– Fusilarlos es lo que ha debido hacer el general Gómez para que se acabara la guachafita. Los pone en la Universidad, les paga los estudios y ahora le salen con protestas. ¡Son unos malagradecidos!

– Sí, coronel -volvía a decir el secretario.

Pero el coronel se dirigía ahora a uno de los policías:

– ¿Usted se fijó, Juan de Dios, en el Sebastiancito ese de Parapara? Hablando bajito con los presos y con cara de arrecho, como si no le gustara que se los llevaran. Ése como que no sabe quién es el coronel Cubillos. Si me vuelve a jurungar, le pego un mecate y lo mando amarrado a Palenque para que aprenda a respetar. Como dos y dos son cuatro.

– Sí, coronel -repetía el secretario.

21

En el autobús amarillento que corría desalado por los Llanos no se hablaba de la propia desventura sino de la ya consumada desventura de Ortiz y su gente. No bien se perdieron en el polvo las últimas ruinas, uno de los estudiantes, el regordete de los grandes anteojos exclamó:

– ¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.

Y el del sincero rostro redondo:

– ¿Y las casas? Me duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.

Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:

– Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.

Y el de la nariz respingada y ojos burlones:

– ¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.

Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:

– La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.

Callaron un rato porque Varela los miró torcidamente después de esta frase. El autobús atravesaba un brazo de sabana amarilla, agrietada y áspera. Era un paisaje arañado por un árbol espinoso y polvoriento, ensombrecido por el esqueleto de una vaca, aún con piltrafas de cuero entre las costillas.

El de la cerrada barba dijo mucho después:

– ¿Y los niños de aquel pueblo? Tienen el color de la tierra que se comen.