Выбрать главу

Era difícil interrumpirla entonces:

– Las guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotearon y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara con lo poquito que quedaba en pie.

El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:

– Berenice (era la única persona en el pueblo que la llamaba Berenice a secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil como sistema, pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino echar plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los hombres dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están en la cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba, se mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los golpes.

Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir una y otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarreaban, acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.

– Y ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa -concluyó desolada.

– A mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta -dijo Sebastián.

Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el umbral le preguntó la maestra:

– ¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?

– Así lo pienso -respondió Sebastián con firmeza.

La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la luz de la lámpara de carburo del señor Cartaya, Sebastián encontró un revólver. Era un Smith y Wesson anticuado, de cacha nacarada y largo cañón, cargado con seis desmesuradas balas negruzcas.

¿De dónde diablos sacaría la señorita Berenice, toda blanca y serena como una bandera de paz, aquel anacrónico, imponente, espantoso revólver?

23

En cuanto a Carmen Rosa, permanecía en una resignada, silenciosa actitud frente a la decisión de Sebastián. Si él se iba, rumbo a un oscuro destino del cual bien podía no regresar, que no se fuera al menos con la espina de suponerla en desacuerdo.

Por otra parte, sucedió algo que la hizo meditar. Ortiz derrumbada seguía siendo hito forzoso en el camino de los Llanos. La carretera atravesaba su antigua calle real, enfrentándose a un decorado de escombros y hombres llagados. Los viajeros que la cruzaban por vez primera miraban hacía las ruinas con asombro, a veces con espanto, sobrecogidos bajo la sensación de desembocar inopinadamente en un mundo fantasmagórico.

Camino de El Sombrero, en automóviles de alquiler o en camiones de carga, pasaban con frecuencia mujeres que venían desde Valencia, desde Caracas, desde más lejos. Entre Ortiz y El Sombrero se extendía una sabana que la señorita Berenice designaba con un nombre bíblico: El valle de las lágrimas. Así le decía porque esas mujeres que la cruzaban, madres, hermanas, esposas o queridas de los presos, iban llorando con una tenue lucecita de esperanza en el cristal de las lágrimas y volvían llorando lágrimas opacas y oscuro desaliento.

Carmen Rosa las veta desfilar desde la puerta de la escuela de la señorita Berenice. Casi siempre eran mujeres de pueblo -¡cuántos sacrificios, cuánta hambre, cuántos portazos despectivos para lograr reunir el dinero que costaba aquel largo viaje!-, envueltas en pañolones de tela burda, secándose las lágrimas con humildes pañuelos de algodón. Emprendían la dura jornada «a ver si lograban verlo», «a preguntar si todavía estaba vivo». Y volvían sin haberlo visto y sin haber obtenido respuesta a sus preguntas.

Raras veces se detenían en aquel pueblo desierto y doloroso. Pero aquella vez lo hizo un automóvil canijo, un viejo Ford destartalado manejado por un hombre rubio de ojos azules y agudo perfil. Lo acompañaban dos mujeres, madre e hija, casi tan blancas como la señorita Berenice.

El vehículo apareció en la calle real de Ortiz humeando por la tapa del radiador, acezante como un perro enfermo, tambaleante como una mula despeada. Y se detuvo a saltitos, entre ruidos de cacharros rotos, frente a la puerta de la escuela, la única puerta abierta en aquella hora del sol, y frente a Carmen Rosa, el único habitante visible en aquella soledad.

– ¿Me puede hacer el favor de regalarme una lata de agua? -dijo el conductor.

– Con mucho gusto -respondió Carmen Rosa.

Entró a buscar el agua. El joven la siguió hasta el interior de la escuela con el propósito de echarse al hombro la lata. Cuando regresaron, las dos mujeres habían descendido del automóvil y se hallaban paradas en mitad de la calle, contemplando en silencio las casas derruidas.

– Si quieren descansar un rato, pueden entrar a la casa -dijo la señorita Berenice que se había reunido al grupo.

Entraron. La madre era una mujer de pelo entrecano y hablar pausado, de rasgos que denunciaban hondos sufrimientos, de mirada serenada por una quieta resignación. La hija era una espiga luminosa, una altanera venadita rubia, una hermosa muchacha con algo de lucero. Nunca vieron antes belleza igual la señorita Berenice ni Carmen Rosa. Al mirar, se llenaba de azul el patio. Al sonreír, se desvanecían los trazos aristocráticos del perfil, borrados por una dulce sencillez de maíz tierno.

– ¿Van para El Sombrero? -preguntó la señorita Berenice.

– Vamos hasta donde podamos -respondió la madre-. Mi hijo es estudiante y está preso en Palenque, en la China. Vamos a ver si logramos verlo, a preguntar si todavía está vivo.

«A ver si logramos verlos», «a preguntar si todavía está vivo», las mismas palabras que estremecían la voz de todas las mujeres que por ahí pasaban rumbo al Llano. Ahora no las decía una viejecita color tabaco, de pañolón negro, sino esta señora de airosos modales tristes. Pero eran las mismas palabras.

Después habló la joven. Tal vez elevaba demasiado el tono pero era tan de plata el metal, tan de cristal las inflexiones, que nadie podía escapar del hechizo de aquella voz. No se lamentaba de la amarga suerte de su hermano engrillado en Palenque, ni de la ausencia de su novio preso en el Castillo, sino mencionaba sus nombres con orgullosa ternura:

– Mi hermano dejó un canario en la casa y hay que ver con qué rabiosa alegría canta todas las mañanas. Parece que él también se siente satisfecho de que su dueño saliera a dar la cara por Venezuela.

No tenían miedo la madre ni la hija. Decían en alta voz las cosas que nadie osaba decir en alta voz en Ortiz, ni en ningún otro sitio poblado del país. Ejercían abiertamente su derecho a acusar que les otorgaba su condición de madre de preso, de hermana de preso.

Permanecieron varios minutos en el corredor donde funcionaba la escuela. La señorita Berenice les preparó café con leche, porque no se atrevió a ofrecerles el agua barrosa que en Ortiz se tomaba. No eran gente rica las dos visitantes, se advertía claramente en el Ford desvencijado y en la tela barata de los trajes, pero sí emanaba de ellas una cautivadora resonancia de tiempos ya remotos.

La joven habló de Caracas, de las sabanas calientes del Llano, de Ortiz derrumbado, de los motines estudiantiles. Todos callaron para oírla. El plata, aluminio, cristal, agua corriente de su voz, iba de un tema a otro espolvoreándolos de poesía y de gracia.

– ¡Nos vamos! -gritó desde la calle el conductor.

Se despidieron y subieron al automóvil. El agua terrosa había calmado la sed del viejo Ford y aún le corrían por la caparazón hilillos de pantano. Carmen Rosa lo vio perderse en el confín de la calle, entre nimbos de polvo y rebrillos de sol.

Al día siguiente, y también al otro, Carmen Rosa se asomó muchas veces a la calle real, hizo de centinela a la puerta de la escuela. Quería volver a ver a las dos mujeres, saber noticias de los estudiantes presos. Pero no logró su propósito. Tal vez regresaron de noche, esquivando el castigo del sol.